La historia del árbol más solitario del mundo

Solo queda un espécimen silvestre de kaikōmako en esta isla neozelandesa, pero pronto podría tener compañía.

Por Dustin Renwick
Publicado 21 feb 2020, 14:31 CET
Estas hojas verdes brillantes pueden encontrarse en los cientos de kaikōmakos cultivados en la Nueva Zelanda continental. Los árboles actuales proceden del único espécimen silvestre conocido, situado en la isla de Manawatāwhi.
Fotografía de Bradley White, Manaaki Whenua

Tras siete décadas de esquejes, fracasos, enzimas vegetales, un poquito de persuasión y la bendición de los maoríes, uno de los árboles más raros del mundo (que vive en un islote a 65 kilómetros de Nueva Zelanda) podría perder su título. Y eso es algo positivo.

Un equipo de científicos y Ngāti Kuri, la tribu maorí regional, ha regresado de la isla, donde han revisado los posibles planes de conservación. Además, este año los miembros de la comunidad Ngāti Kuri han plantado 80 retoños de kaikōmako en la Nueva Zelanda continental.

Con todo, estas novedades positivas solo han ocurrido tras responder dos preguntas importantes: ¿cómo rescatas a un árbol sin pareja y quién comparte dicha tarea?

Muchas cabras y ningún fruto

La historia del kaikōmako se parece a su hogar: rocosa, con una dosis generosa de suerte.

Los botánicos identificaron un espécimen silvestre en 1945 en la más grande de las islas Tres Reyes, Manawatāwhi en maorí. El árbol no es solamente remoto. Está completamente solo.

La culpa es de las cabras.

En 1889, liberaron cuatro en la isla como fuente de alimento para posibles víctimas de naufragios y la población se centuplicó hasta que los animales invasores fueron erradicados en 1946.

Las cabras devoraron varias especies de plantas de la isla hasta la extinción, pero el kaikōmako sobrevivió gracias al clásico lema del sector inmobiliario: ubicación. En este caso, vivía en un campo de rocas inalcanzable a más de 210 metros sobre el incesante oleaje.

Algunos científicos reconocieron el valor del kaikōmako, una parte del patrimonio biológico de Nueva Zelanda a solo una tormenta de desaparecer. Otros cuestionaron si estaba realmente solo; quizá fuera un ejemplar remoto de un tipo de árbol ordinario del que no era necesario preocuparse.

Solo existía un único kaikōmako silvestre (Pennantia baylisiana) hasta que el científico Ross Beever logró reproducir un árbol cultivado a partir de un esqueje del árbol original.
Fotografía de Bradley White, Manaaki Whenua

Los expertos debatieron la taxonomía durante décadas hasta que decidieron llamarlo Pennantia baylisiana, una especie única. Sus parientes genéticos son dioicos, es decir, que desarrollan flores macho y hembra en plantas distintas, un problema imposible para una especie con una población de un solo ejemplar.

«Este es una peculiaridad», afirma Geoff Davidson, que era propietario de un vivero cerca de Auckland.

El kaikōmako original es una hembra que florece con algunas flores que producen polen, la parte macho. Los científicos especularon si esas partes macho vestigiales podían funcionar mediante la autopolinización. Pero lo que sabían sobre los fundamentos de la biología chocaba con la rareza de la planta. Pasaron años entre las visitas de científicos a la isla, cuyo material didáctico solo incluía algunos esquejes cultivados en la Nueva Zelanda continental cortados del árbol solitario.

Ross Beever, un científico de Auckland que trabajaba estudiando hongos, se detenía con frecuencia a estudiar uno de esos esquejes (ahora un adulto) durante su hora de comer. Habían aparecido cúmulos de flores blancas en el árbol, pero más adelante se marchitaban sin fruto.

Sin fruto, sin semillas, sin árboles nuevos.

Pensamiento lateral y altas expectativas

La incapacidad de reproducirse picó la curiosidad de Beever y lo instó a investigar. «Ross cortocircuitó todo», cuenta Davidson sobre su amigo, que falleció en 2010. Beever intentó que el árbol centrara su atención (el agua y los nutrientes) en un solo cúmulo de flores.

Tras varios intentos, Beever halló un modo de hacerlo: un herbicida que imita las hormonas de crecimiento naturales de las plantas. La solución, lo bastante débil como para no dañar la preciada planta, podía disolver las coberturas duras de los granos de polen y contribuir a la fertilización. A continuación, las hormonas ampliaban las señales tempranas transmitidas por los frutos fertilizados al árbol, como si fueran pequeñas señales de radio que dicen: «oye, préstanos más atención».

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    Una revisión del estado de conservación de las islas de Nueva Zelanda llevada a cabo en 1969 concluyó que el único kaikōmako que crecía en Manawatāwhi «se extinguiría sin lugar a dudas». Su destino cambió cuando el científico Ross Beever y Geoff Davidson, dueño de un vivero, cultivaron seis árboles que produjeron miles de semillas como esta.
    Fotografía de Bradley White, Manaaki Whenua

    La abundancia de indicadores convenció al kaikōmako para que desatara la energía reproductiva suficiente para desarrollar frutos violetas maduros de menos de 1,3 centímetros de largo. Cada uno de ellos contenía una semilla viable.

    «Hizo falta que un científico con buenas dotes de pensamiento lateral para dar con la idea», afirma Davidson. Beever y él cultivaron los tres primeros retoños en los 80 y los 90. Davidson empezó a vender kaikōmakos desde su vivero y a donar los beneficios a organizaciones de conservación. Pidió a los clientes que contactaran con él cuando los árboles florecieran.

    «Pensábamos que conseguiríamos un macho auténtico», afirma. «Eso esperábamos».

    No apareció ninguno. Pese a ser increíbles, todos esos árboles nuevos no proporcionaban un seguro contra la extinción. Para eso habría que establecer árboles silvestres en la isla.

    Bioseguridad y pequeñas victorias

    Ante la disponibilidad de semillas, el programa de recuperación gubernamental empezó a prepararse para el desastre en 2005.

    El botánico Peter de Lange, entonces científico del Departamento de Conservación de Nueva Zelanda, colaboró con Janeen Collings, guarda de conservación de plantas. Diseñaron protocolos para impedir la transmisión de plagas o enfermedades desde el continente, como el temido Phytophthora, un grupo de patógenos del suelo infames por haber provocado la Gran Hambruna en Irlanda en la década de 1840.

    «Si te equivocas, habrás condenado a unas plantas endémicas a una extinción rápida. Solo necesitas a alguien con una pala sucia o zapatos mugrientos», afirma de Lange.

    Los investigadores limpiaron las semillas de kaikōmako (4000 gracias al cultivo de Davidson), las colocaron en un almacén frío y solo abrieron el cargamento tras llegar a Manawatāwhi.

    «No es tan fácil como ir hasta allí y tirar unas cuantas semillas. Eso sería muchísimo más fácil, pero no sería adecuado», afirma Collings.

    Sus colegas y ella establecieron parcelas cuadriculadas por la isla para determinar dónde podrían prosperar los kaikōmakos. No podían asumir que la tierra poco profunda del acantilado fuera un hábitat óptimo, ya que aquel árbol es solo el único que las cabras decidieron no devorar hasta la extinción.

    Para 2012, el equipo había celebrado 65 pequeñas victorias. También habían dado 500 semillas a Ngāti Kuri, la comunidad maorí local, en un acto importante de equidad en conservación.

    Cambios culturales e intercambio de información

    Los maoríes creen que, cuando mueren, su wairua (o espíritu) viaja a Manawatāwhi para vislumbrar por última vez Aotearoa, su hogar, Nueva Zelanda. La isla representa un componente fundamental de esa concepción del mundo y el kaikōmako también desempeña un papel.

    Sheridan Waitai riega un retoño de kaikōmako, uno de los 80 que han plantado ella y otros miembros de Ngāti Kuri, la comunidad maorí local responsable de la custodia de la isla, donde vive en único árbol silvestre. Ngāti Kuri sigue colaborando con los científicos para entender mejor esta especie y desarrollar planes de recuperación.
    Fotografía de Bradley White, Manaaki Whenua

    Hasta hace unos años, las autoridades gubernamentales habían impedido que las iwi, o tribus maoríes, mantuvieran prácticas tradicionales como la custodia de las islas, según Sheridan Waitai, la directora ejecutiva del Ngāti Kuri Trust Board, que gestiona la relación de su tribu con el gobierno.

    El kaikōmako «forma parte del tejido de la vida», afirma Waitai. «Cada especie que desaparece es un rasguño en ese tejido, en nuestra historia y en nuestra cultura».

    Al igual que los múltiples troncos del árbol solitario, hay múltiples verdades que pueden compartir las mismas raíces.

    Los occidentales introdujeron cabras en un ecosistema insular delicado y más adelante robaron los brotes basales del último kaikōmako. Aunque durante años fueron unilaterales, las actividades científicas subsiguientes garantizaron la supervivencia de los taonga, o «recursos y tesoros preciados».

    Por eso la comunidad Ngāti Kuri invitó a los científicos a establecer un enfoque integrado. «Les dijimos que si no compartían la información que han sacado de nuestra región, ya no apoyaríamos la investigación en nuestra tierra y nuestro mar», afirma Waitai.

    Ngāti Kuri es la actual codirectora de Manawatāwhi el colaboración con el Departamento de Conservación.

    «Nosotros lo dirigimos, ellos lo posibilitan», afirma Waitai.

    Ngāti Kuri sigue colaborando con los botánicos y otros expertos para buscar el hábitat óptimo y planificar el día en que los árboles silvestres vuelvan a crecer por todo Manawatāwhi. El viaje inaugural a la isla, dirigido por la tribu, tuvo lugar en octubre de 2019. Aunque el equipo no observó ningún retoño, no buscaron de forma exhaustiva en las parcelas gubernamentales.

    Por ahora, como ha ocurrido durante generaciones, el kaikōmako sigue solo. Pero la diferencia es que quizá tenga compañeros en un futuro.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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