En California, el humo se ha vuelto más temible que la pandemia

El estado de California, afectado por la COVID-19 y por una ola de calor, combate otra gran amenaza para la salud: los incendios.

Por Cynthia Gorney
Publicado 24 ago 2020, 12:13 CEST
Silicon Valley

El miércoles, 19 de agosto de 2020, el humo de un incendio se eleva sobre Silicon Valley en esta imagen aérea en San José, California.

Fotografía de Marcio Jose Sanchez, AP Photo

El cielo contaminado por los incendios adquiere el color de la porcelana sucia y resplandece, así que es mejor que cierres los ojos antes de mirar hacia arriba. Pero lo que más se siente es el olor. Eso y la sensación de roce amargo en la garganta. Desde mi casa, en Oakland, no podemos ver los incendios más próximos; escrutamos el horizonte de forma obsesiva, pero esta semana solo hemos visto el fuego en las fotos y vídeos que nos envían sin parar. Densas columnas de humo negro. Campos ardiendo. Viviendas, carreteras, parques infantiles, todos envueltos en llamas.

El olor es como el de todos los cigarrillos que se han fumado desde el principio de los tiempos, ardiendo juntos de forma semiinvisible. Digo "semi" porque, incluso para los que no estamos amenazados de forma inminente por los incendios, siempre están las cenizas voladoras; hemos observado cómo revolotean a nuestro alrededor, cómo se acumulan en los porches y en nuestros brazos. Por la mañana, cuando salgo a recoger los periódicos, entrecierro los ojos y contengo la respiración. Los titulares y las primeras páginas contienen frases que parecen un haiku catastrófico.

El tormento de agosto

La peor calidad del aire del mundo

Un asedio de rayos histórico

CalFire, la agencia estatal que gestiona los incendios forestales, afirma que sus bomberos están trabajando en dos docenas de frentes a la vez en todo el estado... en agosto, un mes antes del comienzo habitual de nuestra gran temporada de incendios, a finales de verano. La mayoría no han sido provocados por personas ni por tendidos eléctricos deficientes, sino por el «asedio de rayos histórico» la semana pasada, una secuencia de tormentas eléctricas que es muy atípica para esta época del año y que llegó durante una ola de calor brutal, pero sin dejar mucha lluvia a su paso. Los incendios están quemando un terreno inaccesible secado por el calor y se han adentrado en zonas habitadas como Vacaville y el valle de Napa. Miles de residentes han sido evacuados o se les ha ordenado urgentemente que vayan a un lugar seguro.

Todo esto, por supuesto, en plena pandemia. La mañana del jueves, mi marido me pasó su móvil sin mediar palabra. Había estado mirando fijamente una imagen sacada por el fotógrafo de Associated Press Noah Berger a una hora al norte de aquí. En ella, una señal reza: CENTRO DE MAYORES. LLEVE MASCARILLA. LÁVESE LAS MANOS. MANTENGA LA DISTANCIA SOCIAL. CUÍDESE. Lo único que se ve tras ella es un manto enorme de fuego y humo.

Esa foto enseguida llegó a las redes sociales; para cuando la vimos, algún sabihondo había escrito «TODO VA BIEN» en la parte de arriba. Muchos de los avisos de salud de esta semana estaban impregnados de cierto tono de desesperación a lo «arrégleselas como pueda». Supongo que reina una sensación similar en lugares donde la COVID-19 se ha superpuesto con tornados, inundaciones y huracanes. En nuestra versión con incendios forestales de este doble revés, nos instan a quedarnos en casa salvo que debamos evacuar, en cuyo caso, ya sea a un hotel o a un albergue, que tengas buena suerte. Los albergues intentan aplicar medidas de distanciamiento social, un reto sobrecogedor con cientos de evacuados. Los hoteles, para quienes pueden permitirse una habitación, enseguida se llenan. En la localidad playera de Santa Cruz, que ya lidia con el exceso de turistas («economía versus pandemia»), se ha pedido mediante una alerta que los turistas abandonen la zona y que los hoteles rechacen a quienes tengan reservas para dejar las habitaciones a los evacuados.

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    Es decir: vaya a casa —donde ya has pasado gran parte de la primavera si tus circunstancias te han permitido seguir las órdenes de confinamiento por la pandemia— y cierre las ventanas. Aquí, en las zonas de clima normalmente mediterráneo del Área de la Bahía, como Oakland, la mayoría no tenemos aire acondicionado. Tener las ventanas cerradas durante una ola de calor brutal presenta otros riesgos para la salud.

    «Si en plena ola de calor un bebé no tiene forma de refrescarse, eso pone al bebé en grave peligro de muerte», me contó ayer una pediatra llamada Lisa Patel. «Y me preocupan mucho los adultos mayores, nuestras comunidades especialmente vulnerables, sobre todo personas negras, latinas e indígenas».

    Patel, que enseña pediatría en la Universidad de Stanford, acababa de terminar un turno de 24 horas en el hospital, parte del cual pasó en la UCI neonatal que, según contó, apestaba a humo. Resulta que tiene un purificador de aire portátil en casa, y yo también; algunos conseguimos hacernos con ellos durante los desastrosos incendios de 2017 y 2018 en California.

    El mío está a mi lado en el suelo mientras escribo, tratando de hacer su trabajo en silencio; mi marido espera a que llegue su turno para no empezar a toser durante las reuniones de Zoom de la mañana. Trabajamos desde oficinas caseras contiguas, que son las antiguas habitaciones de nuestros hijos adultos; el jueves, el purificador estuvo cambiando de manos todo el día según nuestros respectivos niveles de estrés. Antes pensábamos que estas máquinas eran accesorios para los alérgicos. Ahora, a medida que el cambio climático contribuye a convertir las temporadas de incendios regionales en desastres predecibles de talla mundial, son un indicador más que separa a las personas con medios para protegerse de las que no los tienen.

    Está ampliamente documentado que las personas más pobres suelen ser las más afectadas por las enfermedades respiratorias agravadas por la polución; sus barrios, no las zonas más ricas, suelen lindar con contaminantes industriales. Y, según Patel, presenciar el efecto del humo de los incendios forestales junto a las enfermedades respiratorias crónicas resulta devastador para una pediatra. «Un niño con disnea grave parece ahogarse ante tus ojos», me contó. «Lo que me rompe el corazón es que afecta más a las comunidades de color. Ocurre cada año con los incendios, hay más niños que vienen con agravamientos del asma. Normalmente son niños de comunidades de color».

    La toxina aérea más peligrosa que liberan los incendios es PM2.5: partículas finas de menos de 2,5 micrones de diámetro. «Penetran a gran profundidad en los pulmones, donde causan irritación y una respuesta inflamatoria», explica Sarah Henderson, científica de salud medioambiental que trabaja con el Centro para el Control de Enfermedades de la Columbia Británica. La reacción interna del cuerpo es peligrosa en cualquier circunstancia, sobre todo para quienes ya tienen problemas de salud. Y «si el sistema inmunitario está un poco distraído, quizá sea incapaz de prestar tanta atención al nuevo coronavirus. Es una forma en que el humo hace susceptible a una persona», cuenta Henderson.

    Nos queda mucho por aprender sobre qué ocurre exactamente cuando la COVID-19 se topa con la inhalación de PM2.5. No será bueno, de eso estamos bastante seguros. Sabemos que gran parte de quienes combaten los incendios en California son reclusos de las cárceles del estado, que se han visto muy afectados por la COVID-19. Sabemos que los bomberos no pueden aislarse bien. Sabemos que cada una de estas temporadas de incendios cada vez más feroces trae consigo diferentes tipos de traumas, como el trastorno por estrés postraumático y las múltiples calamidades que se producen cuando el fuego engulle casas y barrios enteros.

    «Los problemas de salud mental son una epidemia», dijo Lisa Patel. «Algunos niños ven humo negro en el cielo y empiezan a llorar porque recuerdan la última vez que tuvieron que evacuar».

    También sabemos que la economía de nuestro estado —como la del resto del mundo— depende de las personas, muchas de ellas mal pagadas por el trabajo «esencial» que llevan a cabo y que no pueden encerrarse en casa. En California, la pandemia nos ha recordado eso desde que recibimos las órdenes de confinamiento en marzo. Lo que me lleva, finalmente y, en cierto modo, desesperadamente, a la cuestión de las mascarillas. Creo que puedo hablar en nombre de la mayoría de los californianos del norte, inconformistas aparte, cuando digo: ¡Tenemos mascarillas! ¡Llevamos las mascarillas! Los más autocomplacientes tenemos hasta mascarillas de varios colores para combinarlas con nuestra ropa o nuestro humor. Yo cuelgo la mía en un perchero junto a la puerta de la cocina para acordarme y tengo un par en bolsillos y bolsos, por si acaso.

    Pero no son las adecuadas. Nuestras mascarillas, repitiendo las advertencias que todo el mundo ha oído una y otra vez durante meses, están diseñadas para impedir que nuestros vapores potencialmente infectados lleguen a otras personas. Para protegernos de las PM2.5 necesitamos mascarillas N95, que impiden que entren las partículas externas y que nos piden que evitemos comprar porque los trabajadores sanitarios las necesitan más.

    Es cierto; no lo discuto. Pero ¿ahora qué? Las N95 escasean últimamente, sobre todo esta semana en el norte de California. Patel ha explorado el mayor acceso a las mascarillas y, por ahora, el panorama es desalentador. «He empezado a adentrarme en la cueva de la cadena de suministro de mascarillas N95», me dijo. «Y la verdad es que es una cueva oscura y profunda. Exportaciones. Restricciones comerciales. En tiempos de máxima demanda, es difícil encontrar suficientes».

    Tomo nota. Acabo de buscar cómo hacer mascarillas N95 caseras. Los resultados menos dudosos presentan cierta ambivalencia, a lo no deposites mucha fe en esto, pero estoy leyendo los detalles: más de un filtro, deben ser duraderas, tienen que sellar la cara pero también ser cómodas para poder llevarlas al aire libre. Y sin ventilación. Esos pequeños agujeros de ventilación en algunas N95 hacen que no sirvan para proteger a los demás del coronavirus.

    «Lo que he oído es que puedes llevarla, pero con una segunda mascarilla encima», me contó Patel. Nos quedamos calladas un minuto, considerando la improvisación ante el desastre; se prevé que el calor vuelva a aumentar y yo me colocaré frente al ventilador y rezaré por que no se vaya la electricidad. La ansiedad por la COVID-19 solo ha cedido un poquito, de forma momentánea, ante algo más grande e inmediato. No sé si es un alivio en cierto modo. «No salgas y aprovisiona hielo», me dijo Patel.

    Sarah Gibbens ha contribuido a este artículo.
    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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