Hace 430.000 años, un gran meteorito explotó sobre la Antártida

Los restos de la roca espacial podrían ayudar a explicar con qué frecuencia ocurren estas explosiones cósmicas y la amenaza que suponen para la Tierra.

Por Nadia Drake
Publicado 6 abr 2021, 16:03 CEST
Representación artística del impacto del meteorito sobre la Antártida

Representación artística del impacto del meteorito sobre la Antártida.

Fotografía de Mark A. Garlick, markgarlick.com

Hace eones, un asteroide de casi la misma longitud que un campo de fútbol atravesó el sistema solar en trayectoria de colisión con la Tierra. Se precipitó hacia el polo sur del planeta, apuntando hacia una extensión helada y despoblada:  la Antártida.

Ocurrió hace 430 000 años, en pleno Pleistoceno. Mientras tanto, en otros lugares del planeta, algunos de los primeros neandertales se extendían por Europa, los mamuts recorrían el hemisferio norte y las capas de hielo de la Tierra eran cada vez más gruesas. 

La roca espacial chocó contra la espesa atmósfera del planeta. La fricción la desgarró y, cuando el meteorito, que estaba desintegrándose, cayó en picado hacia la meseta antártica, dejó a su paso un rastro incandescente y llameante. Al acercarse al hielo, el meteorito explotó en el cielo, lanzando un chorro de gas caliente y restos cósmicos vaporizados hacia el suelo.

Este tipo de explosiones en el aire pueden causar daños graves, pero no provocan cráteres en la corteza terrestre, lo que significa que encontrar sus huellas y determinar la frecuencia con la que se producen ha sido todo un acertijo.

Ahora, un equipo de científicos que estudia unas partículas diminutas halladas en la Antártida ha hallado pruebas de este antiguo estallido meteorítico y ha utilizado las pistas químicas que contienen para reconstruir lo que ocurrió hace cientos de miles de años.

«Sabemos que los asteroides son peligrosos y estudios recientes han sugerido que las explosiones en el aire son más peligrosas que los asteroides grandes, porque estos son muy raros», dice Matthias van Ginneken, científico planetario de la Universidad de Kent y autor principal de un nuevo estudio que describe la antigua explosión en la revista Science Advances.

En 2013, un asteroide del tamaño de una casa estalló sobre la localidad rusa de Cheliábinsk, donde destrozó cristales e hirió a más de 1600 personas. Si hace 430 000 años el meteorito antártico se hubiera dirigido hacia una ciudad, esta habría quedado destruida. La fuerza explosiva fue cuatro veces más potente que el estallido del meteorito de 1908 que arrasó los bosques de los alrededores de Tunguska, Rusia y miles de veces más fuerte que la bomba nuclear detonada en Hiroshima, Japón.

Las explosiones en el aire como la de Cheliábinsk —y otra que ocurrió sobre el mar de Bering en 2018— suelen producirse de forma inesperada porque es difícil detectar los asteroides más pequeños incluso con los mejores telescopios de la Tierra. «Ahora tenemos una forma de encontrar rastros y restos de tales impactos en el registro geológico, lo que podría ser importante para reevaluar la historia de los impactos en nuestro planeta», indica van Ginneken.

Detectives congelados

En febrero de 2018, van Ginneken visitó la Antártida —que para él era un viaje de ensueño— en busca de unas miguitas de pan cósmicas. Como alumno de doctorado, había estudiado los granitos recogidos en otros lugares de la Antártida, pero aún no había visto el continente helado con sus propios ojos. Cuando llegó con la expedición belga de meteoritos antárticos, era el final de la temporada de estudios sobre el terreno y sólo le quedaban dos semanas para buscar ese confeti extraterrestre microscópico.

El equipo inspeccionó dos docenas de lugares y uno de ellos —una zona alta y plana de roca estéril que linda con la meseta antártica en las montañas de Sør Rondane— era una mina de oro. El yacimiento de la cumbre, arañada por los glaciares durante más de 800 000 años, conservaba los restos cósmicos a la perfección.

«En la Antártida no caen muchas más cosas en la cima de las montañas: es muy limpia, no hay actividad humana, no hay vegetación», explica van Ginneken. «Todo el material que cae del espacio se conserva durante mucho tiempo».

Sus colegas y él recogieron más de cinco kilos de sedimentos de la cima y los trasladaron al laboratorio. Acabaron seleccionando 17 esférulas, unos granitos redondos de meteorito fundido que se forjan durante los impactos, para examinarlos en detalle. Van Ginneken dice que enseguida se dio cuenta de que los granos negros eran de origen extraterrestre y que algo no encajaba: en lugar de ser esferas individuales, como la mayoría de los micrometeoritos, algunas estaban pegadas.

Imagen de microscopio de las partículas del impacto en las montañas de Sør Rondane, en la Antártida.

Fotografía de Scott Peterson, micro-meteorites.com

Cuando su equipo y él analizaron la composición de oxígeno de las esférulas, la rareza de los granos aumentó, ya que contenían proporciones de isótopos de oxígeno que no coinciden con las de los asteroides conocidos. Estas proporciones sugieren que las esférulas se formaron en contacto directo con el hielo de la Antártida, lo cual es raro al tratarse de una explosión en el aire.

Las esférulas se parecían mucho al polvo extraterrestre que van Ginneken había estudiado antes: granos incrustados en inmensos testigos de hielo extraídos de la cercana estación antártica japonesa de Dome Fuji y de la estación franco-italiana de Dome Concordia, en la otra punta del continente. Esos granos tienen unos 430 000 años, una antigüedad que los científicos pueden calcular basándose en su posición dentro de los testigos de hielo, sepultados a 2,4 kilómetros bajo la superficie.

Debido a las similitudes de las muestras, el equipo dedujo que todos los granos se habían formado durante el mismo suceso. Dada la ausencia de cráteres en la Antártida y por las esférulas dispersas por el continente, sospecharon que, en un pasado lejano, se produjo algún tipo de gran explosión similar a la de Cheliábinsk.

Pistas químicas

Sin embargo, ensamblar la historia de las esférulas no fue tarea fácil, en parte debido a los extraños isótopos de oxígeno. Normalmente, las esférulas que se forman a partir de un meteorito fundido durante una explosión en el aire no interactúan con la superficie de un planeta antes de volver a solidificarse y caer a la Tierra. Por ello, Natalia Artemieva, del Instituto de Ciencias Planetarias, utilizó simulaciones informáticas para comprobar si podría haberse producido un tipo de explosión en el aire más complejo.

«Ya sabíamos que este tipo de sucesos ocurren, sólo necesitamos un cuerpo un poco más grande para permitir que el penacho llegue a la superficie (pero no demasiado grande para hacer un cráter, sólo “besar” el hielo sería perfecto)», escribió Artemieva por correo electrónico. «Tras varios intentos, dimos con una hipótesis posible».

En el modelo del impacto en la Antártida, los restos vaporizados de un asteroide que explota son lanzados hacia el suelo en un penacho de gas muy caliente, que golpea la superficie del planeta como un tsunami interplanetario. Es una especie de híbrido entre un estallido como el de Cheliábinsk, que no produce un penacho descendente, y una colisión normal que crea un cráter.

El equipo lo denominó impacto de «aterrizaje» y se parece mucho a otras explosiones que Mark Boslough, físico de la Universidad de Nuevo México, ha modelizado. Boslough sospecha que uno de estos sucesos es el culpable del misterioso cristal de 30 millones de años de antigüedad esparcido por el Sáhara Oriental: fragmentos lisos y amarillos que se asemejan a los cristales de mar y que han desconcertado a los científicos por su inexplicable presencia en pleno desierto.

Boslough dice que las simulaciones del nuevo artículo son sólidas y que no sería ninguna sorpresa que una explosión en el aire como esta se hubiera producido sobre la Antártida prehistórica. Este tipo de impactos pueden ser mortales y aniquilar cualquier cosa que haya bajo ellos. Además, hay un gran número de rocas espaciales cerca de la Tierra que tienen el tamaño adecuado — un diámetro de entre 90 y 150 metros— para producir impactos como este, por lo que es fundamental entender con qué frecuencia se producen estas colisiones violentas con nuestro planeta.

«Si lo piensas, da bastante miedo», dice van Ginneken. Sin embargo, la nueva investigación podría proporcionar una forma de detectar otros impactos como el de la Antártida en el registro geológico, lo que permitiría a los científicos entender mejor qué tipo de amenaza suponen estos fenómenos para la Tierra.

Otras posibilidades

Christian Koeberl, de la Universidad de Viena, cree que la interpretación del equipo es razonable, pero se muestra un poco escéptico. Dice que el problema empieza al determinar la antigüedad de las esférulas, un proceso muy complejo. Aunque el equipo identificó un parecido con el polvo de otros yacimientos, no es un vínculo irrefutable, una cuestión en la que van Ginneken está de acuerdo. 

«No es necesariamente culpa suya, es solo que es difícil», afirma Koeberl. «Es un problema normal».

Koeberl sostiene que es posible que las esférulas sean tan antiguas como la superficie donde las encontraron, reliquias de un fenómeno de impacto mucho más antiguo. De ser así, quizá la ausencia de un cráter no sea tan desconcertante. Una pequeña ranura de impacto podría haber sido borrada por los movimientos del manto de hielo.

Koeberl dice que si este tipo de impactos son habituales, debería haber pruebas de su existencia en el registro geológico, pero no se han encontrado impactos confirmados de este tipo. Tampoco está convencido de que la proporción de isótopos de oxígeno sugiera que se mezclaran con hielo. Es posible que el equipo recogiera fragmentos de un tipo de asteroide raro que no ha sido clasificado, pero van Ginneken cree que eso es poco probable.

«Creo que los datos son buenos, y las mediciones están bien, y las interpretaciones no son imposibles, pero tampoco están tan limitadas por los datos como parece afirmar el artículo», dice Koeberl. «Hay más posibilidades, pero la que comparten es una historia interesante».

Los científicos que esperan averiguar la frecuencia con la que se producen las explosiones en el aire también están oteando los cielos y llevando a cabo un censo detallado de los objetos que podrían explotar sobre nuestras cabezas. Por el momento, todavía no contamos con un método para desviar los peligros cósmicos, pero una misión que se lanzará a finales de este año para estrellar una nave espacial contra un asteroide y desviar su trayectoria podría proporcionar una forma de proteger nuestro planeta.

Entre tanto, comprender mejor la magnitud de la explosión que podría producir un asteroide será crucial para que las personas que se encuentren en su trayectoria se aparten a tiempo.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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