Los curiosos elementos que faltan en el arte de la Antigüedad

Por Robert Krulwich

Cuando miras atrás a través de la historia del arte hay cosas que se pierden. Cosas interesantes.

Por ejemplo, parece que los antiguos no tenían palabras para describir el color del cielo. ¿La palabra azul? No la utilizaban. Al menos esa es la teoría.

Hace un par de años, uno de mis compañeros de Radiolab (un podcast que cofundé) encontró un ensayo escrito por ni más ni menos que William Gladstone, un primer ministro británico de las décadas de los 60, 80 y 90 del siglo XIX. Gladstone era Homerofílico. Amaba los cuentos de Homero, los leía de vorazmente y, por razones ahora desconocidas, tenía curiosidad por el uso poético de las palabras de los colores. Hojeando la Ilíada, y después la Odisea, Gladstone apuntó cada vez que Homero utilizaba los colores para describir, bueno, todo. Y para su sorpresa, mientras encontraba montones de blancos y negros y algunos rojos, amarillos y verdes, cuando llegaba el azul, este no se podía encontrar en ninguna parte.

En Homero, los cielos no eran azules, los mares no eran azules (eran color burdeos oscuro), y nadie parecía tener los ojos azules, ni siquiera los inmortales. Cuando Tim Howard, nuestro reportero, nos mostró el ensayo de Gladstone, pensamos que debíamos repasarlo. Acudimos a un conocido lingüista y profesor de textos antiguos, Guy Deutscher, quien nos contó en la retransmisión: “Gladstone está en lo cierto…”. Como dijo en el podcast:

Guy Deutscher: No hay ninguna palabra que describa el color azul en los poemas de Homero.

Jad Abumrad (el otro cofundador): ¿No utiliza el color azul en absoluto?

GD: No el azul.

JA:¿Ni una vez?

GD: No.

Esto era extraño. Howard fue a ver a un filólogo, Lazarus Geiger, que había estado examinando antiguos textos chinos, poemas médicos del sur de Asia, viejas sagas islandesas, y la Biblia occidental y encontró, una vez más, que en los clásicos antiguos no había -o escaseaba mucho- uso del azul.

¿Por qué nada de azul?

Un hombre de las cavernas pensando.
Fotografía de Robert Krulwich

En el show Radiolab (puedes escuchar el episodio completo pinchando aquí), exploramos distintas teorías, pero la única que parecía plausible era que la cosa más azul de todas -el cielo- estaba tan presente que los pueblos antiguos no le prestaban demasiada atención. Por supuesto, miraban al cielo todo el tiempo, pero lo hacían como diciendo "oh mira, esto otra vez" y así no sentían la necesidad de diferenciarlo de otras cosas y lo percibieron sin darle un lugar y un color descriptivo propio. La omnipresencia lo hizo invisible.No fue hasta mucho más tarde cuando se inventaron las pinturas azules (sucedió en el antiguo Egipto), y el “azul” se convirtió en un adjetivo, cuando podías comprar o vender algo azul.

El elemento perdido más moderno

Fue lo que suponíamos. Y ahora, ¡tachán! Tenemos otro: un segundo elemento que vieron los antiguos todo el tiempo pero se equivocaron al describir. Y esta es incluso más básica.

Estoy hablando de las plantas.

Echa un vistazo, un vistazo largo y disperso a las pinturas de las cavernas de los artistas del Paleolítico dibujadas hace 40.000 años. Hay cientos de ellas en España, en Francia, por todo el mundo. ¿Qué es lo que ves?

Podemos ver, dice Richard Mabey en su nuevo libro The Cabaret of Plants,  caballos galopando y bisontes, renos, ganado, rinocerontes ocasionales, animales que deberías comer, animales que deberías cazar, o simplemente admirar, puede que incluso adorar…

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    Fotografía de Arterra Picture Library, Alamy; Dave G. Houser, Corbis; Chris Howes, incamerastock, Corbis; Arterra Picture Library, Alamy; Yannick Tylle, Corbis.

    Pero he aquí lo que no aparece: aunque todos estos animales viven en llanuras o bosques y comen plantas, Mabey se dio cuenta de que no había imágenes de hierba, ni paisajes inventados que mostrasen un ciervo que acariciase con su hocico ninguna hoja o que comiese de algún arbusto. No aparecen elementos de follaje en el arte paleolítico. Tampoco arbustos. Ni árboles. Mabey tiene un amigo, el biólogo y pintor Tony Hopkins, que pasó mas de veinte años bosquejando arte rupestre alrededor del mundo y, como escribió Mabey, “no ha visto ninguna representación real de plantas en la antigüedad”. El arte de las cavernas se queda sin plantas “hasta 5.000 años después del final del Paleolítico y simultáneamente con el comienzo de la agricultura en Oriente Medio”. Una vez más, cuando hay comercio, salta a la vista.

    Dibujo de un hombre de las cavernas pensando, de nuevo.
    Fotografía de Robert Krulwich

    ¿Una explicación en la vitalidad?

    Quizás, dice Hopkins, los antiguos encontraban a los animales más vivaces, más “vivos”. Después de todo, los animales seguían el mismo nacimiento, acoplamiento, apareamiento, y muerte que nosotros. Las plantas tienen una narrativa más misteriosa ¿quizás no vale la pena fetichizarlo?

    Es duro -muy duro- creer que durante tantos, tantos siglos, nadie dibujó una planta en la pared de una cueva. Parece una vacante demasiado larga. Así que con el espíritu de demostrar una ley por excepción, Mabey nos ofrece una imagen suelta: una posible planta tallada en un hueso.

    Esta talla se encontró en una cueva en la región francesa de la Gironde. Data del 15.000 a.C. Es, dice: “una imagen convincente de una flor específica, potencialmente identificable”.

    Fotografía de Lysiane Gauthier, Mairie de Bordeaux, Musée d’Aquitaine, Bordeaux

    Hmm. Estoy mirándolo, e intento ver lo que ve Mabey: esas cuatro posibles flores asomándose de los tallos… Vamos a verlo de nuevo, esta vez más de cerca:

    Fotografía de Lysiane Gauthier, Mairie de Bordeaux, Musée d’Aquitaine, Bordeaux

    Estos, dice, pueden ser “una versión aceptable de una rama de arándano o de camarilla negra”. Cuatro flores mirando hacia la izquierda, después a la derecha, después a la izquierda, después de nuevo a la derecha. Creo que las puedo ver como flores. Al menos por un instante. Pero si parpadeo, se pueden transformar en aves durmientes con el pico abierto. Así que no estoy seguro de que esta sea una “pintura convincente” de una planta. Tampoco Mabey lo está. Admite que los puede volver a ver como “cabezas y cuellos de aves”.

    Así que aquí hay un rompecabezas. Nuestros antiguos ancestros -que comían bayas y frutas; que recogían hierba para hacer sus camas; que observaban a los animales buscando comida; que contemplaron los bosques, las praderas, las montañas; que se reunieron al menos para cazar- por alguna razón eligieron no celebrar la fuente real de su sustento.

    ¿Qué cazadores cazados se representaron en sus paredes sagradas? ¿Qué recolectores recolectados se quedaron… qué? ¿Fuera de quicio? ¿Sin interés? O, al igual que el azul, ¿eran las plantas tan omnipresentes que nadie se molestó en darse cuenta de que estaban ahí?

    Qué omisión tan curiosa.

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