La inminente crisis del agua

El agua de fusión es crucial para la sedienta región del Indo, pero ahora se prevé que su caudal empezará a menguar, lo que supone una amenaza para la agricultura y la población.

Por Alice Albinia
fotografías de Brendan Hoffman
Publicado 10 jul 2020, 11:36 CEST
China

CHINA — Unas peregrinas se hacen selfis el pasado mes de septiembre en Drolma La, el punto más elevado de los 52 kilómetros que componen su kora, una caminata circular de meditación alrededor del Kangrinboqe. Este monte tibetano es sagrado para cuatro religiones, y cuatro de los ríos del sur de Asia nacen en las inmediaciones de sus puntos cardinales. Las fuentes del Indo están más al norte, a cuatro días de distancia a pie.

LAS FOTOGRAFÍAS DE ESTE ARTÍCULO HAN CONTADO CON EL APOYO DE LA ASOCIACIÓN DE PERIODISTAS DEL SUR DE ASIA.

Fotografía de Brendan Hoffman
Este reportaje aparece en el número de julio de 2020 de la revista National Geographic. Este artículo ha contado con el apoyo de Rolex, que colabora con National Geographic Society para arrojar luz, mediante la ciencia, la exploración y la divulgación, sobre los retos que afrontan los sistemas que resultan más cruciales para sustentar la vida en la Tierra.

De las inmediaciones del Kangrinboqe, un monte del Tíbet, nacen cuatro grandes ríos que discurren hacia el este y el oeste por el Himalaya y descienden hacia el mar como las extremidades de una venerable diosa del agua. En su fluir, definen civilizaciones y naciones: Tíbet, Pakistán, el norte de la India, Nepal, Bangladesh. El uso dado a sus aguas siempre ha dependido de sus habitantes. La renovación de su caudal obedece a dos factores: las lluvias del monzón y el deshielo. Ambos fenómenos, durante milenios prerrogativa de los dioses, hoy están también en manos de las personas.

Los ríos que nacen del Himalaya oriental, como el Brahmaputra, beben sobre todo del monzón estival; su caudal bien podría aumentar conforme el actual clima más cálido añade más humedad a la atmósfera. Pero la mayor parte del agua del Indo, que fluye hacia el oeste desde el monte Kangrinboqe, procede de las nieves y los glaciares del Himalaya, el Karakorum y el Hindu Kush. Especialmente los glaciares son auténticas «torres de agua», depósitos naturales que en invierno acumulan en forma de hielo la nieve precipitada en cotas altas, y que en primavera y verano la liberan convertida en agua de fusión. De este modo proporcionan un flujo constante que nutre a humanos y ecosistemas. Río abajo, en las planicies de Pakistán y el norte de la India, el mayor sistema de agricultura de regadío del mundo depende del Indo. Los glaciares que lo alimentan son una arteria vital para unos 270 millones de personas

INDIA — Unos escolares de Gya, un pueblo de Ladakh, cruzan un torrente subglaciar tributario del Indo. En su camino del Tíbet a Pakistán, el río pasa por esta región árida y elevada del norte de la India. En las últimas décadas el cambio climático ha acelerado la fusión de los glaciares que nutren el Indo, causando inundaciones sin precedentes. En 2014, una de ellas provocada por un lago glaciar destruyó dos viviendas de Gya.

Fotografía de Brendan Hoffman

La mayoría de esos glaciares están menguando. En un primer momento, esto se traducirá en un aumento del caudal del Indo. Pero si las temperaturas se elevan según las predicciones y los glaciares continúan perdiendo masa, el Indo alcanzará su «pico hídrico» en 2050. A partir de ahí, el caudal disminuirá.

Más del 60% del caudal del Indo ya se destina a uso humano, y la población de la cuenca se incrementa con rapidez. Un grupo internacional de científicos (con el apoyo de National Geographic Society) escribía recientemente en la revista Nature un análisis de los sistemas hídricos del mundo que dependen de los glaciares. El Indo es el más crítico, decían: dado el «elevado estrés hídrico basal y la limitada eficacia gubernativa» de la región, es «poco probable que el Indo [...] soporte esta presión». Pakistán se llevará la peor parte.

Entre 2003 y 2006 recorrí los 3.200 kilómetros del Indo, desde el mar de Arabia hasta su nacimiento en el Tíbet, para preparar mi libro Empires of the Indus. Por entonces ya saltaba a la vista que, lejos de parecerse al poderoso curso descrito por las autoridades coloniales británicas, estaba sometido a una gran presión, mermado por las demandas de la agricultura, la industria y la vida cotidiana. Presas y azudes le impedían desembocar en el mar, y su delta poblado de mangles estaba agonizando.

PAKISTÁN — El torrente alimentado por el hielo de las montañas alcanza su máxima anchura en las llanuras de Sindh, en el sur de Pakistán. El azud de Sukkur, visible a lo lejos y construido en la época colonial, desvía las aguas del Indo hacia una red de acequias que riegan cultivos de algodón, trigo o arroz en pleno desierto. A lo largo del gran río asiático, los británicos crearon el que sigue siendo el mayor sistema de regadío del mundo.

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Me impresionó comprobar que aquel río, objeto de alabanzas en himnos sánscritos desde tiempos inmemoriales, había pasado de objeto de veneración a recurso explotable. Todas las personas con las que hablé, desde campesinos hasta políticos, creían que aquella no era manera de tratarlo. Hablaban de proyectos de ingeniería viciados por la corrupción o la incompetencia, de desigualdad en el acceso al agua, de ecosistemas destruidos en nombre del dinero. En aquel momento apenas se mencionaban los efectos del calentamiento global sobre el Indo.

Hasta 2010 no se manifestó la verdadera dimensión del problema, pero no en forma de sequía, sino de crecidas devastadoras. En la región del Himalaya se registra un claro aumento de los episodios de lluvias extremas. En agosto de 2010, cuando el Indo ya bajaba crecido por el deshielo estival, un inusitado monzón atacó con virulencia. Las lluvias torrenciales –algunos puntos recogieron en pocas horas los valores de un año entero– hicieron que el río se desbordase a lo largo del cauce meridional. Hubo más de 1.600 muertos; los daños materiales ascendieron a casi 9.000 millones de euros.

«Fueron unas crecidas sin precedentes», me dijo Usman Qazi, experto en respuestas a catástrofes del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas afincado en Islamabad. «Pero a partir de ahora serán más frecuentes –añadió–. Las inundaciones asociadas al cambio climático son uno de los mayores peligros a los que se enfrenta este país».

CHINA — Unos niños nómadas recogen agua del Indo cerca de su nacimiento en el Tíbet. China controla la cabecera del río, y en 2006 construyó una presa sin informar a la India y Pakistán, países que dependen enormemente de él.

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Ahí estriba la diferencia más llamativa desde que escribí mi libro: la aciaga sombra del cambio climático se proyecta hoy sobre todos los debates acerca del futuro del Indo. Esta amenaza se complica enormemente porque la India y Pakistán, vecinos y enemigos desde 1947, comparten el río y cinco afluentes, y China controla las cabeceras. Cuando llegué al Tibet en 2006 buscando ese depósito de agua glaciar que alimenta el Indo, me quedé atónita al constatar que el río no llevaba agua: China acababa de represar su curso alto.

La India, Pakistán y China tienen poblaciones ingentes y sobradas razones para proteger sus recursos. Las tres son potencias nucleares. Concebimos el cambio climático como un fenómeno que avanza de manera gradual, casi imperceptible. Pero a orillas del Indo podría desencadenar un conflicto que cambiaría nuestro mundo de la noche a la mañana.

Hubo un tiempo en que los humanos sentían tal gratitud por los ríos que los divinizaron.

En el Rig Veda, el texto sánscrito más antiguo de la India, el Indo es el único río idolatrado como dios y como diosa, como padre y como madre, tal vez porque fue allí, en el valle del Indo, donde según los expertos surgió el hinduismo.

Una peregrina de Atlanta, Georgia, es empapada con las aguas sagradas del lago Manasarovar en el Tíbet, cerca del monte Kangrinboqe y la fuente del Indo. Miles de peregrinos caminan alrededor de la montaña cada año, pero el gobierno chino ha prohibido bañarse en el lago.

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Al norte del monte Kangrinboqe, el gran río mana modestamente de la tierra, como exhalado por la diosa de cuatro brazos. Discurre hacia el oeste por las montañas, recorre el techo de la India y atraviesa la disputada frontera con Pakistán. Donde el Himalaya se encuentra con el Karakorum y el Hindu Kush, en un nudo de piedra y hielo, el río describe un abrupto viraje a la izquierda y se dirige al sur para recorrer 1.600 kilómetros por las llanuras del Punjab y Sindh hasta morir en el mar de Arabia.

Unos 60 kilómetros al norte de ese viraje, en el valle del Hunza –afluente del Indo–, caminé sobre el Ghulkin, un glaciar flanqueado por huertos y aldeas que está teñido de negro por los derrubios de las montañas. Desde la cima las vistas eran fascinantes. El torrencial río marrón se abría paso por el valle. Hasta él descendían franjas de un verde psicodélico, campos y huertos que recibían el agua de acequias que parten del mismo glaciar.

En el norte de Pakistán, el monoteísmo islámico coexiste con una apreciación chamanística del poder de los glaciares. La gente decía que el Ghulkin es un glaciar macho que «avanza valle abajo en busca de una compañera», es decir, un glaciar en retroceso, en una danza mística de cortejo. Los glaciares avanzan, decían los lugareños, porque acumulan masa. Es cierto, pero, tal como me explicaría más tarde el glaciólogo Bethan Davies de la Royal Holloway londinense, también pueden deslizarse cuesta abajo porque han empezado a derretirse y a separarse del lecho.

Leh es la ciudad más grande de Ladakh y su población suele duplicarse en verano con la llegada de cientos de miles de turistas indios y extranjeros. En 2019, el gobierno indio asumió el control directo de Ladakh, lo que podría conducir al aumento del desarrollo urbano por parte de intereses externos.

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Quizá sea lo que ocurrió en 2018 al Shishper, otro glaciar de la zona: de pronto empezó a deslizarse hacia la aldea de Hassanabad a un ritmo de hasta 37 metros diarios. «Era como ver un tren», me dijo Deedar Karim, un geólogo del lugar. Se llevó por delante las acequias y se estrelló contra un puente. Cuando lo vi el pasado mes de octubre avanzaba 30 centímetros al día, un ritmo más lento pero veloz para un glaciar.

En la cuenca del Alto Indo, los glaciares de Hoper y Barpu se han fundido hasta tal punto que varias aldeas, junto con sus redes de acequias construidas con infinito trabajo, han quedado abandonadas, sin agua. «De pequeño todo esto eran cultivos y árboles», me dijo un exmilitar de 60 años. Recitó la lista de pueblos abandonados: Shishkin, Hapa Kun, Hamdar, Barpu Giram.

La fusión de los glaciares también supone una amenaza más inmediata. A veces el agua de fusión se acumula tras una presa de derrubios o de hielo que puede venirse abajo y causar una «inundación por descarga súbita de lago glaciar», o GLOF, por sus siglas en inglés. En 2018, en el valle del Ishkuman, una inundación anegó los pueblos de Bad Swat y Bilhanz. Nayab Khan, de 48 años, sintió que la tierra temblaba mientras «el agua arrastraba pedruscos inmensos. Chocaban entre sí. Duró 12 días». Los derrubios represaron el río Immit y formaron un nuevo lago de seis metros de profundidad que destruyó su casa y otras 41.

El cambio climático ha puesto a siete millones de habitantes del norte de Pakistán en peligro de sufrir inundaciones semejantes. Los tres glaciares próximos a la aldea de Pasu son, en palabras de Ashraf Khan, productor de manzanas y maestro, «los tres dragones. Vivimos en sus fauces». En 2008 uno de los dragones desencadenó un GLOF en invierno, cuando «en condiciones normales está todo congelado». El pasado mes de agosto, el agua del deshielo estival «arrasó un hotel, una oficina del Ejército paquistaní y un huerto».

Desde este bar de carretera del estado de Jammu y Cachemira se ve la presa de Baglihar, en el río Chenab, afluente del Indo. En virtud del Tratado sobre las Aguas del Indo de 1960, Pakistán disfruta del uso de las aguas del Indo, el Chenab y el Jhelum, pero la India conserva ciertos derechos, entre ellos la producción de energía hidroeléctrica.

Fotografía de Brendan Hoffman

Los habitantes de Pasu, como todos los que viven en el norte, perciben que la meteorología está cambiando. En verano hace tanto calor que por primera vez en su vida hacen que les envíen ventiladores desde el sur. Los inviernos son más suaves, algo que la mayoría agradece.

Operarios eléctricos conectan a la red una vivienda de Saboo, un pueblo de Ladakh. El Gobierno indio ha promovido proyectos hidroeléctricos en la cuenca del Indo con unos costes económicos y medioambientales enormes, pero también con beneficios. En 2013 la capital de Ladakh, Leh, sustituyó los generadores diésel por energía hidroeléctrica, una fuente más limpia.

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Me dejó atónita que casi nadie con quien hablé en el norte de Pakistán sabía por qué estaban fundiéndose los glaciares o culpaba al resto del mundo. Pero más al sur, en las grandes ciudades, está cristalizando una conciencia de injusticia. Pakistán, país en vías de desarrollo con una población de unos 230 millones de habitantes, ocupa el puesto 144 en la lista de 192 países ordenados por orden de mayores emisiones de gases de efecto invernadero per cápita. Como me dijo el ministro para el cambio climático de Pakistán, Malik Amin Aslam: «Nosotros no tenemos la culpa, pero pagamos el pato».

Cuando se declaró la independencia en 1947, y de la partición de la extinta colonia británica salieron la India y Pakistán, ninguno quedó conforme con la porción del Indo asignada. El tramo norteño que discurre hacia el oeste pasa por el antiguo principado de Jammu y Cachemira, y ambos países lo codiciaban entero. Hoy la frontera que divide Cachemira sigue generando disputas.

Río abajo, en las fértiles llanuras del Punjab, los británicos habían construido presas y azudes en el Indo y sus afluentes y desviado las aguas hacia una vasta red de canales de riego. En el Punjab la nueva frontera cortaba cinco afluentes: Pakistán tenía la mayoría de los pueblos agrícolas cercanos a los canales, pero la India se quedaba con las obras de toma de agua de Firozpur, en el río Sutlej.

INDIA — En este vivero de Sichewali, en el Punjab, se cultivan plantas autóctonas que pueden servir para reverdecer el paisaje y permitir la recarga de los acuíferos. Las reservas de agua subterránea del Punjab se han visto seriamente mermadas, en parte debido al riego por inundación del arroz, que se introdujo en la región en los años sesenta con la revolución verde.

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A las autoridades del lado indio les faltó tiempo para hacer valer su potestad: en la primavera de 1948 cerraron las compuertas y el caudal que llegaba a Pakistán se vio bruscamente reducido. Las compuertas solo estuvieron cerradas unas semanas, pero como me explicó Majed Akhter, geógrafo del King's College de Londres, la premeditación con la que procedieron los indios constituye la «violencia fundacional» a la que aluden las autoridades paquistaníes. El pasado mes de octubre Narendra Modi, el primer ministro indio, amenazó con cortar de nuevo el curso del río.

Pakistán obtuvo ciertas garantías en 1960, cuando el Banco Mundial logró que ambos países firmasen el Tratado sobre las Aguas del Indo. El acuerdo dividía la cuenca fluvial, asignando el agua del Indo y dos afluentes occidentales a Pakistán y los tres afluentes orientales a la India. La comunidad internacional instó a los dos países a construir más presas y canales. Pakistán inauguró la presa de Tarbela en 1976. La India finalizó los 640 kilómetros del canal Indira Gandhi en 1987 para llevar el agua y la revolución verde desde el Punjab hasta el desierto de Thar, en Rajastán.

PAKISTÁN — En las montañas del norte del país, el glaciar de Shishper, que aparece ennegrecido por los derrubios que transporta, penetró en tuberías y otras infraestructuras en 2018, posiblemente debido a la fusión acelerada.

Fotografía de Brendan Hoffman

Analistas de los dos países coinciden en que los canales, al proporcionar agua en abundancia a precios artificialmente bajos, fomentan el derroche. «¡Pero si estamos cultivando arroz en el desierto! –exclamó Ali Tauqeer Sheikh, miembro del Consejo Nacional para el Cambio Climático de Pakistán–. No podemos seguir culpando a los británicos». Los grandes productores, apostilló, son «la élite política y se niegan a poner precio al agua».

A ambos lados de la frontera la escasez de agua ha alcanzado niveles de crisis. En el Punjab indio, las deudas llevan al suicidio a un millar de agricultores cada año. Extraer agua subterránea es caro; cada año que pasa el nivel freático baja y hay que perforar más metros, hasta 120 en algunos puntos. La disminución del agua subterránea obedece al cultivo del arroz, una planta que exige gran cantidad de agua. Entre tanto, el caudal del río se conduce a lugares tan distantes como Rajastán.

Al otro lado de la frontera, en la provincia paquistaní de Sindh, viajé a una zona del desierto de Thar irrigada por canales. El agua había recorrido cerca de 300 kilómetros, desde el azud de Sukkur, construido en el Indo por los británicos en 1932. Allí, donde termina el sistema de canales, mujeres y niños trabajaban en los campos recolectando el famoso pimiento Dundicut.

Pero la cosecha de 2019 fue un desastre, me explicó Mian Saleem, presidente de la Asociación de Productores de Pimiento Rojo de Sindh: la meteorología extrema redujo la producción en dos tercios. En mayo la temperatura alcanzó los 47 grados y agostó los cultivos. «En 40 años jamás había pasado tanto calor», me dijo. Luego llegó «lluvia en octubre, lo nunca visto». La recolección se retrasó y los frutos se pudrieron.

En el pueblo de Rano Khan Rahimoon hablé con aparceros sin tierras propias, hindúes y musulmanes que vivían en vecindad. Cultivaban pimientos y otros productos para el mercado y hablaban con vehemencia de su principal problema: el agua. «A veces el canal lleva agua, otras no –dijo Attam Kumar, de 28 años–.

PAKISTÁN — Un camión lleva algodón a una fábrica textil de Sindh. El sector textil supone el 8 % del PIB de Pakistán y más de la mitad de sus ingresos de divisas. Pero el algodón es un cultivo que requiere mucha agua, y los patrones meteorológicos erráticos de los últimos años –olas de calor seguidas de inusitadas lluvias torrenciales– se han traducido en bajos rendimientos.

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Y el problema es triple: la escasez de agua canalizada, unos monzones inusualmente intensos y esta agua subterránea envenenada que nos obligan a beber». Los pozos, añadió, están contaminados por la escorrentía de los cultivos abonados. Kumar levantó la camiseta a Salaam, un niño de 11 años, para mostrarme la cicatriz que le había dejado una cirugía renal. Cuatro de los 150 habitantes del pueblo se habían sometido a una extirpación de riñón.

A la mañana siguiente tomé el té con un terrateniente y exministro federal. Luego me vi con el capataz de una finca de mangos de 2.400 hectáreas, en la que unos criados regaban una rosaleda plantada en pleno desierto. Los dos lamentaban lo errática que se había tornado la meteorología, y los dos abrieron sendas botellas de Evian mientras los entrevistaba. Pero ellos eran poderosos y sabían que nos les faltaría el agua del canal.

PAKISTÁN — Unos niños recogen agua potable de una planta de filtración a orillas del lago Manchhar, en Sindh. El Manchhar, el mayor lago de agua dulce del país, bebe del Indo. Pero los desvíos del curso fluvial construidos río arriba han provocado su estancamiento, y las escorrentías agrícolas que acaban en el lago han matado la mayoría de los peces y han contaminado el agua hasta el punto de que ya no es potable sin tratamiento.

Fotografía de Brendan Hoffman

Tras un almuerzo en la explotación de mangos hice una parada en el hospital del pueblo. La médica, Moomal Waqar, no sabía qué hacer con la cantidad de pacientes que acudían con afecciones renales y cálculos biliares. Como los aparceros, lo achacaba al consumo de agua contaminada por fertilizantes. «¿Aquí quién puede permitirse comprar botellas de agua mineral?», preguntó.

En todo Pakistán se bebe agua contaminada. Un equipo dirigido por Joel Podgorski, del Instituto Federal Suizo de Ciencias y Tecnologías del Agua, comunicó en 2017 que hasta 60 millones de habitantes de la cuenca del Indo pueden estar bebiendo agua freática contaminada por arsénico. El arsénico está presente en el suelo de manera natural; también puede proceder de fertilizantes. Se filtra a los acuíferos por el riego intensivo.

Pakistán registra asimismo una de las tasas de malnutrición infantil más elevadas del planeta: la sufren al menos un tercio de los niños. Las tasas más altas, me dijo Daanish Mustafa, geógrafo del King's College de Londres, se concentran «en los distritos de regadío», donde se priorizan los cultivos exportables sobre la seguridad alimentaria.

PAKISTÁN — En Karachi, en el mar arábigo, un conductor drena el agua del Indo en su camión, en este caso legalmente. Con todo, un próspero mercado negro provoca graves déficits hídricos para los pobres.

Fotografía de Brendan Hoffman

Al final, todos estos problemas derivan del uso que se da al agua en las llanuras del Indo. Presas, azudes y canales se tradujeron en agua abundante y barata, al tiempo que atrapaban buena parte de los lodos fértiles del río. La revolución verde de los años sesenta y setenta introdujo cultivos todavía más dependientes del agua, así como pesticidas y abonos químicos. El riego por inundación exige cantidades ingentes de ambos, porque el agua estancada es vector de plagas de insectos y porque el agua arrastra los compuestos químicos a los acuíferos. El resultado, según Abbas, es que «estamos extrayendo del río 10 veces más agua de la necesaria». El agua es escasa y está contaminada en un país donde antaño era abundante y limpia.

Como muchos hidrólogos con los que hablé, Abbas propugna una reforma radical del sistema. Tanto Pakistán como la India poseen ancestrales tradiciones de recolección del agua, adaptadas a los ritmos del río y de las lluvias, que se han abandonado desde la época británica. En lugar de preservarlas, los dos países se han centrado en llevar adelante obras de ingeniería faraónicas. Los dos proyectan nuevos embalses en la cuenca del Indo.

El cambio climático, razona Abbas, podría ser un incentivo para replantearnos el sistema. Podría obligarnos a pasar de unas presas hidroeléctricas muy caras a la energía solar, más económica. A reemplazar el riego por inundación por el riego por goteo, con tuberías conectadas a un acuífero no contaminado debajo del Indo. Y finalmente, a restaurar los humedales y bosques en un corredor a lo largo del Indo y sus afluentes. Estos podrían absorber las crecidas y al mismo tiempo recargar los acuíferos. Las presas y los embalses aportan a Pakistán agua para 30 días en caso de sequía; solo el acuífero del Indo contiene agua para tres años.

Abbas cree que la captación de aguas pluviales y fluviales podría incluso recargar el acuífero de Karachi, capital comercial de Pakistán. Limítrofe con el delta del Indo, es una de las mayores ciudades del mundo sometidas a estrés hídrico: 15 millones de personas han agotado su acuífero. A 100 kilómetros de distancia, el lago Kinjhar, un embalse nutrido por el Indo, es la fuente más cercana.

Cuando el río se acerca al mar, casi ha dejado de existir. En un callejón de Goth Ibrahim Haidri, un pueblo pesquero próximo a Karachi, pasé junto a una cola de mujeres que aguardaban con sus cántaros a que llegase el camión cisterna.

Llevaban esperando tres días. Los ricos se hacen con la mayor parte del agua dulce del Indo y sus lagos, a menudo comprándola ilegalmente. Los pobres hacen cola o adquieren agua salobre, más barata. Muchos vecinos de Goth Ibrahim Haidri son migrantes del delta. Su hogar ancestral fue depauperado por partida doble. Desde la construcción en 1955 del azud de Ghulam Muhammad (o de Kotri), el Indo solo llega al mar en débiles accesos intermitentes; al mismo tiempo, empujado por el cambio climático, el mar ha subido al encuentro del río, salinizándolo curso arriba.

Al anochecer contemplé desde la orilla del mar el regreso a puerto de los bellos barcos pesqueros de madera. Mohammad Ali Shah, jefe del Foro de Pescadores de Pakistán, se crió aquí y nadó en su mar siendo niño. Hoy no dejaría que sus nietos se bañasen: está demasiado contaminado, dijo.

El Foro trabaja para exigir una ley que reconozca personalidad –y derechos– al Indo. Shah me muestra el borrador de dicha ley: califica al río de «portento ecológico» con «valor al margen de su utilidad para los humanos»; señala que el Corán afirma que toda la Tierra es «una mezquita»; propone controlar los proyectos hidrológicos, vigilar la contaminación e instituir un fondo para restaurar el río.

La propuesta es demasiado radical para convertirse en ley. Pero algo tiene que moverse a orillas del Indo; hay que recuperar algo similar a aquella reverencia ancestral. La alternativa, permitir que continúe el saqueo del río mientras los nuevos dioses de la meteorología abundan en el caos, es demasiado aterradora.

Alice Albinia, autora de Empires of the Indus y otros libros, vive al sur de Londres. Brendan Hoffman vive en Ucrania. Es la primera vez que son colaboradores de la revista.
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