El destino del atún rojo

Por Patrick J. Kiger
El destino del atun rojo

30 de agosto de 2013

El biólogo marino Safina, que creció pescando en la costa de Long Island, vio por primera vez un atún rojo cuando atrapó uno en 1968.  «No era uno muy grande, pero sí el mayor pez que yo había cogido nunca», recuerda Safina, cofundador y presidente de Blue Ocean Institute de la Universidad de Stony Brook, en Nueva York. «Me sentí sobrecogido», no solamente por su tamaño, sino también por la forma y potencia de su cuerpo, que le permite nadar hasta a 60 kilómetros por hora para perseguir a sus presas en las profundidades del océano. Igualmente, le sorprendió la abundancia de esta especie. «Entonces veías atunes rojos por todas partes», comenta. «Te los encontrabas sin buscarlos».

Pero esos días pasaron. Esta majestuosa criatura puede llegar a medir tres metros y pesar una tonelada y lleva nadando por el océano Atlántico al menos 40 millones de años. Sin embargo, se teme que el Thunnus thynnus tenga los días contados debido a su éxito creciente como sushi de lujo. En el Atlántico occidental, la población de atún rojo se encuentra en la actualidad entre el 21 y el 29 por ciento en relación con la que había en 1970, según los cálculos de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés). Un estudio publicado en 2011 en la revista científica PLoS ONE confirmaba que desde 1950 la población de atún rojo adulto ha disminuido un 83 por ciento en el Atlántico occidental y un 67 por ciento en el Atlántico oriental.

«Es un histórico mínimo», afirma el ecologista Enric Sala, que fue profesor en la Scripps Institution of Oceanography y es explorador residente de National Geographic Society en la actualidad. Por su parte, el periodista Greenberg advertía en su artículo «Tuna's End», que fue publicado en 2010 en New York Times Magazine, sobre su posible desaparición.

Sin embargo, de momento la NOAA se niega a incluir el atún rojo en la categoría de especies en peligro de extinción, limitándose a considerarla «especie objeto de preocupación» y accediendo a estudiar más extensamente su situación. Aunque muchos expertos no estaban satisfechos con la decisión, ésta fue, sin embargo, aplaudida por la industria pesquera y políticos como la Senadora de Maine Olympia Snowe, que temía las desastrosas consecuencias que podría tener para la industria.

Este enorme pez significa cosas muy distintas para unos y otros, lo que le hace enfrentarse a un destino incierto. Para los biólogos marinos, es una víctima de la sobrepesca que corre el riesgo de desaparecer; para los amantes del sushi en Tokio, es una suculenta carne, una delicatessen que ofrece una experiencia culinaria única; y para los pescadores de Massachusetts, es el mayor enemigo en el mar y la posibilidad de ganar miles de dólares.

Terry Garcia, vicepresidente de National Geographic Society espera que la nueva serie de National Geographic Channel, Wicked Tuna, conciencie al público sobre los problemas de esta especie y sus posibilidades de sobrevivir. «Necesitamos mostrar al público la situación de esta especie, porque hasta ahora no se ha hecho, y queríamos lanzar un mensaje ecologista».

Un manjar en peligro

Los humanos llevan al menos 6.000 años cazando peces de esta especie. El filósofo Aristóteles, en «Historia de los animales», describe cómo los griegos trataban de atraparlos de noche, cuando se creía que eran más vulnerables. Sin embargo,  la carne de atún rojo se estropea rápidamente y no es tan rica después de ser cocinada. A principios del siglo XX, tuvo más éxito como trofeo para los que practicaban pesca deportiva, como Ernest Hemingway, que como alimento.

Según el libro de Sasha Isenberg, «The Sushi Economy» (2007), el destino del atún rojo empezó a cambiar tras la II Guerra Mundial, cuando las costumbres culinarias al otro lado del mundo empezaron a cambiar. Los ocupantes militares norteamericanos mostraron a los japoneses, que tradicionalmente preferían alimentos magros, las delicias de la carne, y empezaron a aficionarse a la grasa. El atún rojo crudo, cuyo alto contenido en grasa le convierte en un suculento plato, encajó perfectamente en sus gustos. A su creciente demanda se unió la aparición de los modernos barcos de pesca con motor diésel y la comunicación por radio, y en 1972, un directivo de Japan Airlines llamado Akira Okazaki instaló contenedores refrigerados para transportar atunes rojos desde la costa este de Estados Unidos a Tokio, donde podían venderse y servirse en restaurantes de sushi pocos días más tarde.

En las décadas siguientes, el atún rojo se convirtió en un manjar muy caro y un negocio muy lucrativo a ambos lados del Atlántico, hasta tal punto que un artículo de 1986 de Associated Press recogió la expresión de un comerciante que lo llamó «billetes flotantes de 5.000 dólares».

Del mismo modo, los barcos pesqueros japoneses empezaron a ir al Golfo de México a pescar grandes cantidades de atún, causando, según Safina, «enormes daños».  En la costa noreste de Estados Unidos, pescadores de Gloucester y otras ciudades empezaron a atraparlos con sus propias manos, incluso utilizando la antigua técnica de los arpones. Era menos eficaz, pero teniendo en cuenta que un solo ejemplar podría valer hasta 10.000 dólares, con unos pocos se podía vivir decentemente. En la década de 1990, pesqueros industriales pusieron en marcha operaciones de gran escala para acorralar a los atunes en enormes redes de cerco y atraparlos para su exportación.

Sin embargo, los beneficios también llevan su coste. Los científicos marinos empezaron a informar de la disminución de las poblaciones de atunes. En 1974, Nelson Bryant, del  New York Times, afirmó que la sobrepesca había acabado con los atunes rojos de entre cinco y ocho años, que son los más fáciles de atrapar, «dejando solamente los mayores y los más jóvenes».

«A principios de los 80, antes del descontrol de la pesca ilegal en el Mediterráneo, ya íbamos camino de acabar con los atunes que van desde el Golfo de México hasta la costa de Nueva Inglaterra», declara Miguel Jorge, director de Ocean Initiative, de National Geographic Society.

En 1981, mientras el Congreso de Estados Unidos se decidía a imponer un límite de 320 kilómetros en la costa para mantener alejados los barcos pesqueros extranjeros, la Commission for the Conservation of Atlantic Tunas (Comisión para la Conservación del Atún Atlántico) encontró la solución: dibujó una línea en medio del Atlántico y dividió la población del atún rojo en dos (una muy grande en el este y otra, más pequeña, en el oeste), estableciendo cuotas para ambas. Con este sistema, los barcos europeos tenían acceso al 90 por ciento de la población, mientras que los norteamericanos se quedaban con el resto.

Los pescadores, también en peligro de extinción

Sin embargo, los críticos, incluyendo varios de la industria pesquera norteamericana, insistieron en que la solución no protegía el atún. Según ellos, los europeos no respetaban la normativa y pescaban más de lo que tenían permitido. Además, debido a que el atún rojo es una especie migratoria que viaja permanentemente a lo largo del Atlántico para reproducirse y alimentarse, desde Estados Unidos se quejaron porque las malas prácticas de los pescadores furtivos europeos llegaban hasta ellos.  «Hemos perdido 20 años imponiendo restricciones únicamente a Estados Unidos, Canadá y Japón», afirma Rich Ruais, director de la American Bluefin Tuna Association, un grupo industrial. «Mientras tanto, en España, Francia y Marruecos se llevaban entre 15.000 y 60.000 toneladas».

Ruais añade que los reguladores norteamericanos han tomado malas decisiones a lo largo de la historia que han acabado por perjudicar a las poblaciones de atún. En la década de los 90, según él, el gobierno sobreestimó la población de arenques y otras especies pequeñas y permitió la entrada de grandes pesqueros que acabaron con el alimento del atún rojo. «En junio el atún rojo llega a Nueva Inglaterra, pero no se queda seis meses, como solía hacer, porque ya apenas tiene qué comer. Así que se va a Canadá», afirma Ruais. Un informe de 2008 de Herring Alliance, una alianza de grupos medioambientales, confirmó esta teoría.

Quizá por todo esto no resulte sorprendente que los pescadores, que suelen pertenecer a la clase trabajadora y buscar otros empleos fuera de temporada, se vean a sí mismos como especie en extinción. «Los pescadores suelen desconfiar del gobierno», señala Greg Chorebanian, un pescador de Nueva Inglaterra y Florida que presume de dedicarse a la pesca con arpón, el método más difícil de todos.

Efectivamente, mientras las teorías conspiratorias recorren las tabernas de Gloucester extendiendo el rumor de que hay un complot entre las compañías pesqueras, el gobierno y los grupos ecologistas, la realidad es que la desconfianza impide que se debata abiertamente sobre la protección del atún rojo.

A diferencia de la pesca en el Atlántico Oriental y en el Mediterráneo, donde se han denunciado prácticas ilegales, la industria norteamericana es «la mejor del mundo» a la hora de respetar las normas, según Terry Garcia, que participó en los 90 en las negociaciones sobre el atún rojo de la Comisión para la Conservación del Atún Atlántico.  En cualquier caso, nada de esto cambia el hecho de que el atún rojo está en peligro, y la cuestión fundamental es qué hacer al respecto.

Algunos biólogos marinos creen que la restricciones actuales son las adecuadas para proteger la especie (por ejemplo, en 2011, los pescadores norteamericanos no podían atrapar más de 957 toneladas). «Por primera vez, creemos que existe la posibilidad de repoblar», afirma Molly Lutcavage, directora del Large Pelagics Research Center, en Gloucester.

Sin embargos, otros expertos no son tan optimistas. «El atún rojo nunca ha cumplido las previsiones de recuperación con las medidas aplicadas hasta ahora», afirma Bill Fox, vicepresidente de la sección de pesca de World Wildlife Fund. «Es difícil saber el motivo, porque hay demasiados factores y las medidas han sido erróneas durante demasiado tiempo».

Para algunos conservacionistas y científicos, la solución más sencilla sería imponer, al menos, una moratoria de corto plazo para permitir que se recupere su población de forma sustancial, y luego ir permitiendo de nuevo la pesca de forma gradual. Según el ecologista marino Enric Sala, «si queremos que se recupere la especie, necesitamos una moratoria de varios años».

Otros expertos, en cambio, no creen que sea necesaria tal prohibición. En su opinión, dada la presión de los gobiernos norteamericano y extranjeros para proteger sus industrias pesqueras, lo probable es que eso no llegue a ocurrir nunca. Una investigación de 2010 del International Consortium of Investigative Journalists (Consorcio Internacional de Periodistas Investigadores) reveló la existencia de un amplio mercado negro del atún rojo, por lo que algunos temen que si se restringe la pesca para aquellos que cumplen la ley, sea el mercado negro el que cubra la demanda.

Una posible solución que permitiría a los pescadores de Gloucester mantener su trabajo sería prohibir el uso de redes de cerco y permitir únicamente métodos menos intensivos, como la pesca con arpón o con caña. «Se reduciría la presión sobre la especie», afirma Carl Safina. «Y la dificultad de la pesca haría que subieran los precios, con lo que bastaría con pescar unos cuantos».

Para Jorge, de la National Geographic Society, es fundamental la protección de la especie en el Golfo de México, ayudando a los pescadores de otras especies a reducir el número de atunes rojos que caen en sus redes por error. Otra medida sería reducir la contaminación y el vertido de petróleo: científicos de la NOAA siguen estudiando los efectos de la explosión de 2010 de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, que liberó enormes cantidades de petróleo.

Algunos siguen pensando que la única forma de salvar la especie es convencer al público de que demande menos atún rojo. Algunos restaurantes ya lo han retirado del menú, mientras que una importante cadena internacional de sushi, en lugar de eliminarlo, como exigían los ecologistas, introdujo una nota que invitaba a los clientes a pedir una especie no amenazada. A ver cuántos siguen el consejo.

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