Expansión urbana descontrolada

Por Redacción National Geographic
Expansión urbana descontrolada

5 de septiembre de 2010

El Sueño Americano desde siempre ha prometido vida, libertad y el afán de conseguir una casa unifamiliar espaciosa en las afueras (piscina incluida). Pero conforme nuevas generaciones de futuros propietarios buscan un lugar tranquilo en las afueras y más allá, el sueño se ha visto desplazado por escenas demasiado familiares plagadas de atascos de tráfico, impuestos altos y contaminación: la ironía de la expansión urbana descontrolada.

Tom Spellmire vive con su madre en una granja de 35 hectáreas en la Municipalidad de Turtle Creek (condado de Warren, Ohio). Un condado más al sur está Cincinnati.Un condado más al norte, Dayton. La finca de Spellmire está compuesta por silos, graneros y una casa rústica de madera de principios del siglo XIX, de cuerpo blanco y tejado verde. Junto a la carretera, mirando en una dirección, se ven una o dos granjas más. Pero si miramos hacia el otro lado, a kilómetro y medio más o menos, empiezan a escasear los tejados verdes y los campos abiertos, y en su lugar vemos el tipo de jardines cortados al milímetro y los enormes ventanales que durante medio siglo han personificado la materialización del sueño americano.

Un día tormentoso, a finales del año pasado, salí con Tom Spellmire a ver cómo ese sueño había evolucionado en el condado de Warren.La época de cosecha ya había pasado: el maíz y la soja ya estaban recogidos, y se había plantado el trigo del invierno. La cosecha de una granja de 35 hectáreas no permite pagar todos los impuestos, así que Spellmire ha arrendado 970 hectáreas a otros propietarios, aunque en su día disponía de más superficie aún. Conforme conducíamos hacia el sur, y después al este, adentrándonos en un condado vecino, señalaba una subdivisión (como Four Bridges) o una instalación industrial (Mitsubishi Electric) y decía: «Antes trabajábamos toda esta tierra».

Spellmire es un hombre alto, rubicundo y con gran capacidad de concentración que participó en el Grupo de Trabajo para la Conservación de las Tierras de Cultivo de Ohio en los años 90. Y no está contento con el futuro de las granjas en el condado de Warren. «Lo creas o no», dice, «este condado se jacta de su carácter rural para promocionarse, pero la calificación del suelo, de hecho, dice: “Queremos edificarlo todo.”Por eso este condado es un paraíso para los promotores inmobiliarios.»

Cuando vengan los inversores, ¿tardarán mucho en llegar los promotores? Y detrás del promotor viene una familia que quiere una casa en los barrios residenciales. Aquel día pasamos cerca o a través de una docena de nuevas subdivisiones. The Meadows at Mason. Heritage Club. Hickory Woods. Simpson Creek Farms. Por último llegamos a una subdivisión llamada Trailside Acres en la que había casas que, según nuestros cálculos, podrían costar hasta medio millón de dólares cada una. Al final de un camino cortado, Spellmire hizo un gesto hacia un amplio campo abierto que se podía ver a lo lejos, tras los pequeños patios laterales de las casas grandes.

«Tenemos arrendada esa granja», dijo. «En ella, rotamos maíz, soja y trigo.» Entonces negó con la cabeza. «Y lo que me resulta irónico es que todas estas personas que viven aquí miran por las ventanas traseras y ven estas magníficas granjas antiguas. Cuando estoy en el tractor, los chicos de las subdivisiones están subidos a las vallas, mirándome. ¿Y sabes qué les dicen sus padres a los dueños de esa granja? Dicen: «No irás a venderla a los promotores, ¿verdad?¿Verdad?»

Un viejo dicho reza que no puedes estar al plato y a la tajada. Ese parece ser el caso en la tierra del jardín cortado al milímetro y el ventanal, el camino cortado sin árboles, los estériles centros comerciales, el campus empresarial, el amorfo aparcamiento, la autopista atascada que inevitablemente fracasa en su cometido nada más ser construida. Aun así, la mayoría de estadounidenses que viven entre estos iconos del crecimiento suburbano no se preocupan demasiado por ellos. Las cosas son así. Una molestia tolerable incluso si el proceso engulle la tierra, desgarra el tejido de la vida social y erosiona la base económica de los pueblos más antiguos y las ciudades centrales. Y quizá resulta tan tolerable para tantos porque se ha convertido en algo familiar. Después de todo, este tipo de crecimiento expansivo viene ocurriendo en casi todas las regiones del país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Región tras región, el escenario casi siempre ha sido el mismo: conforme una ciudad envejece, el crimen y otros problemas urbanos han llevado a muchos de los residentes acomodados a trasladarse fuera.

Cincinnati, por ejemplo, que hace siglo y medio era la segunda municipalidad más poblada al oeste de los Apalaches, en los años 60 empezó a sufrir la hemorragia de su población, que se mudaba a las ciudades dormitorio de su propio condado, Hamilton. Y con el tiempo, Hamilton sufrió la misma hemorragia, con destino a Warren y otros condados vecinos.

«¿Por qué se va la gente?» John Dowlin, comisionado del condado de Hamilton, se planteó esa pregunta cuando lo visité en el juzgado del condado, en el centro de Cincinnati. «No creo que sea un tema racial.» Los afroamericanos ahora suponen el 43 por ciento de los 330.000 habitantes de la ciudad. «Todas las encuestas señalan que la gente se va porque no está contenta con las escuelas públicas.Y quieren casas más grandes, con más terreno. Creo que pasa lo de siempre, que la gente quiere su parte del sueño americano.»

Los medios de comunicación y los profesionales de la planificación hace mucho tiempo que lo llaman de otra manera. Lo llaman expansión descontrolada. Y han medido su impronta en la nación de 101 maneras distintas.Veamos algunas de ellas:

  • 70 millones de estadounidenses vivían en las áreas urbanas del país en 1950; estas regiones cubrían alrededor de 33.700 kilómetros cuadrados. En 1990 la población urbana y de las afueras era más del doble, pero la superficie ocupada por esa población casi se había quintuplicado hasta alcanzar los 155.000 kilómetros cuadrados.
  • Phoenix (Arizona), una de las comunidades de mayor crecimiento de la región del Sunbelt, ha estado expandiéndose a una velocidad de un acre (0,4 hectáreas) por hora. Atlanta (Georgia), otro ejemplo de exageración, tiene una área metropolitana que ya supera en superficie al estado de Delaware.
  • La expansión descontrolada consume 485.000 hectáreas al año. Si incluimos bosques y otros terrenos no edificados en la cuenta de la pérdida neta anual de espacio abierto, diremos adiós a 800.000 hectáreas.
  • La expansión descontrolada obliga a usar el coche. De media, una familia que vive en las afueras realiza diez desplazamientos en coche al día (teniendo en cuenta que la mayoría de las familias tienen dos vehículos). Alguien que vive en las afueras y trabaja en la ciudad a una hora de distancia pasa en el coche cada año el equivalente a 12 semanas laborales, o 500 horas. Los atascos suponen un despilfarro superior a 72.000 millones de dólares en combustible malgastado y productividad perdida.
  • La expansión descontrolada es tan omnipresente que los extremistas la emplean para justificar sus actos de ecoterrorismo. El año pasado, en las afueras de Nueva York, varias casas y un edificio de viviendas, de reciente construcción y sin ocupar, fueron incendiadas; anteriormente, se roció de gasolina y se quemó una casa de lujo a la venta en Colorado.
  • Antes de 2025, Estados Unidos acogerá a 63 millones de personas más que en la actualidad. Si persiste la tendencia actual, se necesitarán más de 30 millones de viviendas nuevas. Muchas de esas casas serán unifamiliares no adosadas, construidas más allá de los últimos barrios residenciales edificados hoy. Y la mayoría de las familias que ocupen esas casas se subirán y se bajarán del coche al menos diez veces al día.

Aparte del hecho de que la zona del Gran Cincinnati hoy en día figura en casi todas las listas de las áreas metropolitanas más amenazadas por la expansión descontrolada del país, sospecho que fue el instinto de regresar a casa lo que me llevó de vuelta al suroeste de Ohio. Crecí allí en los años 30 y 40, en un vecindario tranquilo a tan solo seis kilómetros del centro de Cincinnati, en una casa situada al final de una ondulante calle arbolada llamada Garden Place.

Mi padre trabajaba en el sector inmobiliario. Construyó subdivisiones residenciales sobre suelo rústico. La que mejor recuerdo estaba lejos, cerca de lo que entonces era el extremo norte del Gran Cincinnati, un lugar llamado Mayview Forest. En aquella época era todo un bosque, con robles y nogales, y grandes sicomoros allá donde se cruzan West Fork y Mill Creek. Me encantaba ir a aquel bosque con mi padre, observar la piedra caliza en el arroyo, las percas en los estanques y las ardillas en los nogales. Mientras yo pescaba o cazaba, mi padre colocaba estacas de madera en el suelo, marcando las esquinas de las futuras propiedades. Ahora Mayview no es más que otra subdivisión antigua, y el extremo norte del Gran Cincinnati está kilómetros más allá, extendiéndose inexorablemente hacia la confluencia con Dayton en lo que en su día fue un campo de maíz de los condados de Butler y Warren.

«Esta es una de las comunidades más grandes y que más rápido crece del condado de Warren», me decía Dan Theno con una sonrisa orgullosa. Theno es el director de desarrollo económico y relaciones con la comunidad de la Municipalidad de Deerfield. Estábamos en su oficina, justo al lado de la nacional 22, una carretera tan congestionada en hora punta que los responsables de la municipalidad están suplicando al estado una importante ampliación. Theno dijo: «Ahora somos más de 25.000 residentes. Vamos para cien millones de dólares en nuevas promociones al año. Levantamos 600 casas nuevas al año. Está claro, tener buenas escuelas es uno de nuestros atractivos. Pero también los empleos. Aquí en Deerfield tenemos más de 800 empresas, incluidas algunas de las grandes, como Hewlett-Packard.»

Para ilustrar la agresividad con la que la municipalidad fomenta ese crecimiento, Theno me entregó una elegante sección publicitaria especial de 24 páginas que aparecía en la Cincinnati Magazine. Al describir Deerfield como una «municipalidad para el mañana», el texto promocional reflejaba el entusiasmo de Dan Theno por la forma en que el Gran Cincinnati se había expandido hasta esta esquina del condado de Warren. «Donde antes florecían ondulantes campos de maíz», afirmaba el artículo principal, «empresas y barrios residenciales han brotado casi de la noche a la mañana, proporcionando empleos y viviendas para la población de la región triestatal conforme avanza hacia el norte».

Pero no todo el mundo del sur del condado de Warren ve la situación con tanta alegría como Dan Theno o, ya que nos ponemos, con tanta aprensión como Tom Spellmire, el granjero. En Mason fui a una subdivisión situada al final de un camino, donde viven Jim y Helen Fox. Ninguno de ellos cree que crecimiento sea necesariamente sinónimo de progreso. Jim Fox nació y creció en Mason, y ahora es el teniente de alcalde de la ciudad. Helen Fox es cofundadora de un pequeño grupo ciudadano llamado Balance, cuyo objetivo es poner freno a la forma de crecimiento de Mason y Deerfield.

«Casi todos los días salía alguna historia en el periódico», dijo Helen Fox para explicar los motivos de su activismo. "Un día los atascos, luego las escuelas, que no tienen capacidad para los próximos 800 nuevos alumnos que se espera que haya en Mason cada año en el futuro inmediato.Y al día siguiente sale otro problema distinto. Así que en vez de maldecir la situación, nos dijimos: ¡Oye! ¿Qué podemos hacer para intentar parar este tren desbocado?»

Nos sentamos en la cocina al aroma del café. El teniente de alcalde estaba fuera, trabajando. Me explicó que la misión de Balance era hacer correr la voz sobre la expansión descontrolada y quizá conseguir fondos para comprar algunos de los espacios verdes que quedan. «Pero seamos realistas», dijo. «No vamos a cambiar Mason ahora. Es algo a largo plazo. Solo espero que no sea demasiado tarde para mostrar a otras partes del condado de Warren lo que está pasando para que reflexionen más sobre cómo quieren crecer en el futuro.»

El ansia de progresar está enraizada en la mayoría de los estadounidenses. Es un tipo de impulso cultural, como un historiador lo definió, «para retirarse del gran mundo y empezar una nueva vida en un paraje verde y limpio.» Aquí está la ciudad cansada, ahí fuera está el campo limpio, el ideal pastoral de Jefferson, el tipo de lugar en el que el Thoreau aquel construyó una cabaña y cultivaba judías, lejos de los urbanitas y sus vidas de callada desesperación.

Así empieza el recorrido desde el campo hasta los barrios residenciales, y hasta la expansión descontrolada.

A diferencia de lo que muchos piensan, los barrios residenciales no son un invento del siglo XX. A principios del siglo XIX, cuando los barrios residenciales eran omnipresentes, las comunidades rurales, que podían acceder más fácilmente a los lugares de trabajo urbanos gracias a los milagros móviles que suponían los tranvías y el vapor, rodeaban la mayoría de las ciudades más antiguas del este. Si Boston podía tener su Concord, Manhattan tendría el Bronx y Staten Island.Después de la Guerra Civil incluso se diseñaron algunas comunidades nuevas específicamente para la vida en las afueras. Una de las primeras fue Riverside (Illinois), que se extendía a lo largo de una vía de ferrocarril a 15 kilómetros al oeste del centro de Chicago. Diseñado por el arquitecto paisajista Frederick Law Olmsted y su socio constructor de parques Calvert Vaux, Riverside se convertiría en lo que un biógrafo de Olmsted describió como una comunidad «agradable,  con un diseño armónico de calles serpenteantes, un lugar apartado pero con fácil acceso a la gran ciudad».

Tomando Riverside de Chicago como inspiración, si no como modelo, las grandes ciudades se extendieron para ampliar o fundar otros lugares apartados que fuesen prácticos y agradables, como Scarsdale, Swarthmore, Shaker Heights y Mariemont, al este de Cincinnati.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se enfrentaba a una acuciante carencia de viviendas y sin dilación declaró la guerra a aquel problema. Los programas de préstamos antes creados por la Administración Federal para la Vivienda y la Administración para Veteranos de Guerra fomentaban la construcción de casas unifamiliares no adosadas en los barrios residenciales. Y el secreto de aquella iniciativa era la hipoteca garantizada a interés fijo, que en muchos casos hacía que fuese más barato comprar una casa que alquilar un apartamento.

Seguramente, nada empujó a los barrios residenciales hacia la expansión descontrolada de forma más eficiente que determinado trazo de la pluma del presidente Dwight Eisenhower, con la firma de la Ley de Ayudas Federales a las Autopistas de 1956, que puso en marcha una red de autopistas interestatales de 66.000 kilómetros. Entre otras cosas, las interestatales pavimentarían el auge del comercio, la industria y una floreciente hornada de emporios de la comida rápida que irrumpirían en las zonas rurales antes reservadas al maíz. Y también se pensaba entonces que las interestatales facilitarían la evacuación de las ciudades centrales en caso de que nuestro archienemigo de la Guerra Fría lanzase un misil balístico intercontinental al ayuntamiento. ¡Voilá! Sí que estalló un obús, pero no fue un misil nuclear. Fue la expansión descontrolada.

Una de las circunvalaciones más congestionadas del país es un tramo del propio cinturón del Gran Cincinnati, la I-275, a su paso por la parte más alta del condado de Hamilton, donde recoge el tráfico de la I-75 de Dayton y de la I-71 de Columbus antes de dirigirlo a su destino común en los barrios interiores de la ciudad central y más allá. Desde su granja de Turtle Creek, al norte del cinturón, Tom Spellmire puede llegar a cualquiera de estas dos interestatales en menos de 20 minutos. Ese dato puede explicar por sí mismo porqué, dada la proximidad asfixiante de tres superautopistas, el condado de Warren disfruta una racha tan buena, y porqué el futuro de la granja de Tom Spellmire no es tan halagüeño.

Nadie lo diría al contemplar el Gran Cincinnati y la mayoría del resto de áreas metropolitanas del país, pero existe una alternativa a la expansión descontrolada y descerebrada. Algunos lo llaman crecimiento inteligente.

El crecimiento inteligente se basa en la idea de que podemos frenar la expansión descontrolada construyendo mejores tipos de comunidades nuevas, arreglando y ocupando las antiguas, encontrando mejores formas para que la gente no necesite usar al menos algunos de sus coches y saliendo al campo para preservar grandes superficies de espacio abierto antes de que los promotores las pavimenten. Se trata de una empresa ardua, y solo el tiempo dirá hasta qué punto se puede realizar.

Una forma de medir el deseo del país de asumir los objetivos del crecimiento inteligente es la urna electoral. Los referendos del pasado noviembre que autorizaban bonos o subidas de impuestos para sufragar la conservación de la tierra, la reestructuración de barrios o el transporte público fueron aprobados de forma contundente; los votantes aceptaron siete de cada diez iniciativas relacionadas con el crecimiento en elecciones estatales y locales. Y en Ohio, los votantes aprobaron una partida de 400 millones de dólares para la remodelación de polígonos industriales abandonados, lo que supone una buena noticia para la granja de Tom Spellmire y para la conservación de los espacios verdes.

Los defensores del crecimiento inteligente que busquen ánimos o inspiración probablemente deban fijarse en el estado que mejor ha sabido poner freno a la expansión descontrolada y desenfrenada. Ese estado es Oregón.Y el hombre que diseñó ese freno fue su gobernador desde 1967 hasta 1975, Tom McCall.

Anteriormente, McCall encargó un estudio de los patrones de uso de la tierra en Willamette Valley, un lugar muy fértil. Entre otras cosas, el estudio desveló que en los años 60 el condado de Clackamas había perdido 40.000 hectáreas de granjas debido al desarrollo expansivo de Portland. Oregón, dijo McCall, estaba bajo el asedio de una «mentalidad de cazador de búfalos» que inserta «células cancerosas de innombrable fealdad en nuestro paisaje rural». La asamblea legislativa estuvo de acuerdo y dictó una ley que establecía los límites para el crecimiento urbano de las 240 ciudades de Oregón. El desarrollo urbanístico no podía superar esos límites. Fuera de los límites, las granjas y los bosques se protegerían mediante la calificación del suelo, con parcelas mínimas de 32 hectáreas.

Como resultado del programa de calificación del suelo rural, en todo el estado unos 10 millones de hectáreas de granjas y bosques de propiedad privada están protegidas de la expansión descontrolada. No es posible hacer una subdivisión de casas con terrenos de 32 hectáreas.

«La gente de Oregón odia dos cosas», decía Mike Burton. «Odian la expansión descontrolada. Y odian la densidad.» Burton es el director ejecutivo de Metro, el organismo de planificación metropolitana de Portland, y el primer (y hasta la fecha, único) gobierno regional para el uso de la tierra elegido por votación popular. Metro supervisa los planes de uso de la tierra y el límite del crecimiento urbano de 24 ciudades, Portland incluida, en esta región compuesta por tres condados. Así que cuando Burton dice que la gente odia la expansión descontrolada y la densidad, simplemente está evidenciando ese imposible afán humano de desear una cosa y la contraria. Obviamente, para evitar la odiada expansión hacia el exterior, la densidad, en cierto modo menos odiada, debe tener cabida en el interior de los límites del crecimiento urbano.

En cualquier caso, hoy Portland no está nada mal. Es una ciudad pequeña, bonita y compacta, con unos 529.000 habitantes (366.000 en 1980) situada en la confluencia de los ríos Willamette y Columbia; su centro es peatonal; sus zonas residenciales crecen en vertical, y no en horizontal; el ritmo de crecimiento del transporte público supera al del uso del automóvil. Sus espacios abiertos incluyen Forest Park, que con sus cerca de 3.000 hectáreas es el parque arbolado más grande de todas las ciudades de Estados Unidos, y una vía verde situada a lo largo del río, dedicada al anciano Tom McCall.

Algunos críticos, principalmente constructores, argumentan que el límite de crecimiento de Portland está plagado de errores, que su aplicación no ha sido tan flexible como la ley pretendía y que ha subido notablemente el precio de la vivienda. Pero los defensores del sistema dicen que el mercado de la vivienda está inflado debido al boyante sector de tecnología avanzada de la región. Y a pesar de ello, dicen, es menos caro vivir en Portland que en San Francisco o Los Ángeles, que no tienen límites para el crecimiento urbano.

Desde el centro de Portland me monté en el MAX (Expreso del Área Metropolitana, un sistema de metro ligero a nivel de suelo) y me dirigí a los barrios residenciales del oeste para echar un vistazo a un lugar del que había oído muchas cosas; un lugar llamado Orenco Station. El MAX tiene 53 kilómetros de vías de metro ligero, y la idea de Metro es usar el MAX como imán para nuevos desarrollos residenciales y comerciales, todo ello en el interior del límite de crecimiento y con una estación de metro ligero lo bastante cercana como para llegar a ella caminando. Orenco es una de esas estaciones.

Desde la estación hasta el centro de la ciudad solo hay un paseo de 400 metros. Te da la sensación, conforme te acercas atravesando un campo abierto, de que estás a punto de entrar en una aldea elegantemente transportada desde el siglo XIX. Hay casas de campo y bungalós, y tiendas con grandes escaparates en la calle Mayor. Cuando termine el desarrollo de las 81 hectáreas de la comunidad, habrá 1.800 unidades de distintos tipos de viviendas, que incluirán viviendas adosadas con despachos, lofts y apartamentos en alquiler.

Pero del mismo modo que hay quien critica a Portland por no alcanzar la perfección, también se pueden escuchar quejas que dicen que Orenco y otros «nuevos experimentos urbanísticos» no son más que un intento de disfrazar bajo un nuevo traje la huída de Estados Unidos hacia los barrios residenciales.

Con el paso de los años, desarrolléla adicción de leer el país desde la ventana de los aviones. Es un hábito que adquirí antes de que los jets nos llevaran más alto y más rápido que los propulsores, antes de que empezáramos a perder, por diversos motivos no mundanos, la visibilidad que uno esperaría disfrutar desde un cielo despejado. De todos modos, la visibilidad era bastante buena la última vez que despegué en un jet desde el Aeropuerto Internacional O’Hare de Chicago. Pude ver las relucientes torres de oficinas del centro y el gran lago azul y los barrios residenciales que se extienden hacia el norte. Los barrios residenciales tenían un aspecto gris.

Uno o dos días antes, visité otra nueva comunidad por la que pasa el metro llamada Prairie Crossing, ahí donde empieza el gris y me puse amarillo de la envidia. Este lugar es un poco diferente a la Orenco Station multifuncional de Oregón. Tiene amplias casas de madera con porches y mecedoras agrupadas alrededor o en el interior de más de 142 hectáreas de espacio abierto, y también hay una granja orgánica, un lago apto para la natación, una pradera restaurada y, en lugar de las alcantarillas de hormigón y los colectores de aguas pluviales convencionales, una red de hondonadas herbóreas y pantanos de aneas para filtrar el agua de los aluviones.

En el pasado, las hectáreas de Prairie Crossing se podrían haber urbanizado con casas convencionales y un paisaje no autóctono. Pero Victoria y George Ranney hijo tuvieron una idea mejor.Victoria es una activista cultural y conservacionista que editó un volumen de escritos de Frederick Law Olmsted y que parece ver la tierra a través de la mirada de Olmsted. George Ranney es presidente de Chicago Metropolis 2020, un grupo de destacados representantes de la vida pública y empresarial que intentan poner orden regional en el caos de las 1.200 jurisdicciones políticas inconexas del Gran Chicago.

Entre los principios regidores de Ranney para Prairie Crossing figura una declaración de diversidad económica y racial.Argumenta que «una mezcla de ingresos y razas es esencial para el futuro de nuestra sociedad» y expresa la intención de mantener los precios bajos «de modo que algunas casas estén al alcance de familias que necesiten una vivienda asequible». Varias familias afroamericanas han comprado casas en Prairie Crossing, y la comunidad ha sacado mucho mejor nota en diversidad racial que buena parte de las subdivisiones vecinas. Las casas, sin embargo, oscilan entre 270.000 y 428.000 dólares, difícilmente al alcance de las familias con ingresos medios o bajos.

Cuando los Ranney reivindicaron la faceta económica de su principio de diversidad y presentaron un plan que incluía apartamentos con garaje, chocaron contra un muro de piedra. Los responsables de Grayslake (Illinois), con capacidad de decisión sobre Prairie Crossing, se resistieron a la idea de edificar apartamentos. Lo mismo hicieron algunos residentes de Crossing, por temor a que los apartamentos bajasen el valor de sus casas. Y quizá había algo más, algún tipo de angustia no expresada, una mirada furtiva por esa grieta nunca cerrada del ventanal del sueño americano: el temor a vivir al lado de un extraño cultural, de una persona manifiestamente menos pudiente.

Meditaba sobre el asunto de la vivienda asequible cuando el avión de O’Hare inició su amplio viraje al este hacia el lago. Pensaba en cómo, con demasiada frecuencia en ciudades como Chicago y Cincinnati, las iniciativas para superar los vecindarios del anillo interior solo reducen la escasa oferta de vivienda asequible. Un centro de la ciudad con casas de piedra rojiza puede parecerle bien a los que padecen el síndrome del nido vacío y están hartos de la vida en las afueras. Pero, ¿adónde va un desubicado residente del centro con escasos recursos cuando no puede permitirse una de esas aburguesadas casas de piedra rojiza? ¿Se muda a una nueva subdivisión en las afueras? A menudo no puede permitirse eso. Además, en la mayoría de subdivisiones nuevas no es bienvenido.

En mis anteriores peregrinaciones por la Municipalidad de Deerfield y Mason (Ohio), aquellas florecientes comunidades y las 800 empresas desplegadas entre las asfixiantes autopistas interestatales, oí que la falta de viviendas asequibles estaba empezando a cobrarse un precio. Recordé cómo una de las compañeras de Helen Fox me contaba que la gente de las casas de lujo no aceptaban los empleos peor pagados. «Vas al supermercado y haces cola detrás de una docena de personas», dijo Tracy Mollitors. «¿Por qué? El supermercado no puede contratar suficientes cajeros para las cajas que están desatendidas.Ves carteles de “Se busca personal” por todas partes».

Los responsables del condado de Warren dicen que están empezando a abordar el problema de la vivienda asequible. Entretanto, un consorcio de socios capitalistas, que incluye al gobierno federal, ha decidido financiar JobBus, un servicio ampliado de transporte laboral en sentido inverso que lleva a cientos de trabajadores del centro de Cincinnati a Deerfield y Mason para ocupar los puestos peor pagados que los lugareños no quieren.

Y entonces, cuando mi jet sobrevolaba el lago Míchigan, el límite de crecimiento urbano no oficial pero efectivo de Chicago, me acordé de George Ranney diciendo: «Tarde o temprano, ocurrirá.La gente debe vivir cerca de su trabajo. Simplemente tenemos que tener viviendas al alcance de los trabajadores donde trabajan.»

Entonces escuché otra voz.Era la de Tracy Mollitor, recordándome nuestra reunión en una cocina en Mason (Ohio). Le había preguntado dónde acabaría esta experiencia nacional a la que llamamos expansión descontrolada. Y ella dijo: «¿Acabar? No hay un final a la vista, a este paso. Vamos a seguir avanzando más y más, hasta que uno de estos días nos topemos con el de enfrente.Así en todo el país.»

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