No hemos observado a un cuarto de las especies de abejas desde la década de 1990

Un análisis demuestra una tendencia general descendente en la diversidad mundial de las abejas y suscita preocupación por la situación de estas polinizadoras cruciales.

Por Liz Langley
Publicado 25 ene 2021, 10:49 CET, Actualizado 25 ene 2021, 13:20 CET

La abeja Lasioglossum smeathmanellum, que mide 4,5 milímetros, pertenece a la familia Halictidae, a las que a veces llaman «abejas del sudor». Las observaciones de abejas halíctidas en estado salvaje han disminuido drásticamente en las últimas décadas.

Fotografía de Phil Savoie, Nature Picture Library

Las abejas nos dan de comer. Muchas de las 20 000 especies que existen polinizan el 85 por ciento de los cultivos alimentarios y las frutas en todo el mundo, desde el ajo hasta los pomelos, desde el café hasta la col rizada.

Pero, al parecer, la situación de estos insectos cruciales no es buena. Un estudio publicado en la revista One Earth revela que, en las últimas décadas, el número de especies de abejas documentadas en estado silvestre ha descendido a nivel mundial. La mayor disminución ocurrió entre 2006 y 2015, con aproximadamente un 25 por ciento menos de especies observadas, aunque los avistamientos de científicos ciudadanos estaban aumentando rápidamente.

Las abejas halíctidas —también denominadas abejas del sudor debido a su atracción por nuestra transpiración— polinizan cultivos importantes como la alfalfa, los girasoles y las cerezas. El estudio descubrió que las observaciones de estas voladoras diminutas han disminuido un 17 por ciento desde la década de 1990. Las observaciones de las abejas de la rara familia Melittidae, que nos proporcionan arándanos, arándanos rojos y orquídeas, se han desplomado hasta un 41 por ciento. (Las abejas del mundo se dividen en siete familias.)

Aunque son menos conocidas, estas abejas salvajes complementan el trabajo de las abejas melíferas en colmenas gestionadas.

«Aunque las abejas melíferas pueden ser polinizadoras eficientes de muchos cultivos, la dependencia de una sola especie es muy arriesgada», afirma Eduardo Zattara, líder del estudio y biólogo del Instituto de Investigaciones en Biodiversidad y Medio Ambiente en Bariloche, Argentina.

Por ejemplo, durante el brote de una enfermedad en 2006, Estados Unidos perdió casi a la mitad de sus abejas melíferas. Si solo hubieran estado presentes las abejas domesticadas, «la pérdida de rendimientos habría sido enorme», afirma Zattara.

El estudio se basó en una página web de acceso libre llamada Global Biodiversity Information Facility, que contiene registros de observación de abejas recabados de museos, universidades y particulares y que se remonta hasta el siglo XVIII.

La mayoría de los estudios sobre la diversidad de las abejas se concentran en un área o especie específicas, lo que inspiró este análisis generalizado.

«No existe un muestreo preciso, fiable y a largo plazo de las abejas del mundo», afirma Zattara. «Queríamos comprobar si podríamos utilizar este tipo de datos para obtener una respuesta más global, y la respuesta que obtuvimos fue “sí”».

Sin embargo, advierte que los registros en los que se basa el estudio no nos proporcionan información suficiente para determinar si determinadas especies se han extinguido. «Lo que sí podemos decir es que las abejas silvestres no están prosperando precisamente».

Las amenazas para las abejas

El análisis muestra un descenso de las observaciones de especies en todos los continentes salvo Australia, donde existe una escasez comparativa de datos, indica Zattara. No viven abejas en la Antártida.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, un auge agrícola global provocó pérdida de hábitat, mientras que el uso generalizado de plaguicidas mató a muchas de las plantas de las que dependían las abejas para alimentarse. Por otra parte, el aumento de las temperaturas ha expulsado a algunas especies de abejas de sus áreas de distribución autóctonas o directamente las ha matado.

Otra causa de los descensos es que, cuando los países introducen a abejas no autóctonas para polinizar cultivos agrícolas específicos, pueden venir acompañadas de patógenos, «creando pandemias de insectos», afirma Zattara.

Como ejemplo, señala dos abejorros europeos introducidos en Chile y Argentina que han hecho que el abejorro chileno —también llamado abejorro colorado o gigante por su tamaño— se convierta en especie en peligro de extinción debido a la competición por la comida y su susceptibilidad a las nuevas enfermedades.

Abejorros comunes, originarios de Europa, se alimentan en las flores de las moras en Puerto Blest, Argentina. La especie invasora ha causado estragos en las abejas autóctonas de la Patagonia.

Fotografía de Eduardo E. Zattara

El análisis de los datos

Para ordenar la abrumadora cantidad de datos —puede haber hasta 100 000 registros de abejas al año—, Zattara y su colega Marcelo Aizen, biólogo de la Universidad Nacional del Comahue, Argentina, dividieron la información por años. A continuación, contaron a cada especie documentada ese año.

Zattara dijo que lo que importaba no era la cantidad de abejas individuales observadas en un año, sino la frecuencia de cada especie. Este enfoque contribuyó a reducir las incoherencias entre países: una proporción mucho mayor de los datos procede de Norteamérica que, por ejemplo, de África, por lo que contar las cifras brutas de avistamientos podía sesgar los resultados.

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    ¿Cómo saben las abejas cuál es su trabajo?
    Dentro de la colmena, cada abeja tiene un trabajo. Algunas son nodrizas que cuidan de las crías, otras son limpiadoras que mantienen limpia la colmena, otras son recolectoras que recogen polen para elaborar miel. En conjunto, las abejas son capaces de lograr un nivel de sofisticación increíble, sobre todo si tenemos en cuenta que sus cerebros son del tamaño de semillas de sésamo. Pero ¿cómo se dividen los trabajos y dónde aprenden las abejas las habilidades necesarias para desempeñarlos?

    «Las especies más comunes casi siempre se documentaban, mientras que las especies más difíciles de encontrar eran más propensas a estar ausentes de los registros de un año cualquiera», afirma.

    Además, con una plétora de información que se remonta a siglos atrás, había una gran probabilidad de que hubiera errores y sesgos personales, como cuando un observador que busca una abeja específica ignora otras especies, señala Rachel Bonoan, ecóloga del Providence College de Rhode Island. Bonoan se especializa en insectos polinizadores y no participó en la investigación.

    Con todo, «los autores hicieron un buen trabajo a la hora de abordar los posibles sesgos», afirma Bonoan.

    Zattara reconoce que, cuando se maneja información sobre 20 000 especies de abejas, pueden cometerse errores.

    El auge de la ciencia ciudadana

    Debido al panorama general de descensos, Zattara espera que los científicos hagan públicos más datos e investigaciones, incluidas las aportaciones de los científicos ciudadanos, para llenar los vacíos de conocimiento.

    De hecho durante la pandemia de coronavirus, muchas páginas web de ciencia ciudadana de Estados Unidos han registrado más actividad, sobre todo aquellas que documentan insectos. «Es muy útil tener muchos ojos vigilando los posibles cambios», afirma Zattara.

    «No cabe duda de que hemos llegado a un momento en el que la gente empieza a preocuparse por los insectos, y es fantástico», añade Bonoan.

    Exhortar a que la gente «se preocupe por estos insectos tan carismáticos y útiles solo puede ser beneficioso para el medioambiente y otros insectos polinizadores», concluye.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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