¿Por qué algunas personas no pueden resistirse a hacer vida social pese a la pandemia?

Nuestra obsesión por socializar pese al riesgo de la COVID-19 radica en la evolución.

Por Rebecca Renner
Publicado 25 jun 2020, 11:56 CEST
Restaurante

 

El 13 de junio de 2020, la gente come en las mesas de la terraza de los restaurantes a ambos lados de Newton Lane, en East Hampton, Nueva York.

Fotografía de Karsten Moran, T​he New York Times

Cuando se dirigían hacia la protesta de Black Lives Matter de Milwaukee, Wisconsin, Jodyann y su prometido pasaron frente a varias personas que comían en las terrazas de los restaurantes. Pese a las órdenes de confinamiento, las calles de Milwaukee estaban llenas de manifestantes que querían alzar la voz contra la brutalidad policial y de personas que disfrutaban de una comida tranquila. Todos estaban poniendo en peligro su salud al exponerse a los demás.

«La situación de la pandemia te hace no querer estar en un espacio junto a miles de personas», explica Jodyann, una mujer negra que ha participado en varias protestas este año. Para Jodyann y muchos manifestantes, generar cambios en la sociedad hace que el riesgo valga la pena. Pero con la pandemia de COVID-19 aún activa en todo el mundo y la aparición de decenas de miles de casos nuevos cada día, la elección de protestar, cenar fuera o participar en otras reuniones sociales es complicada. Aunque negar que la enfermedad pueda afectarnos es un factor implicado en estas decisiones, incluso las personas que reconocen el peligro de contraer el coronavirus siguen arriesgándose a tener interacciones sociales. Es posible que la culpable sea la paradoja evolutiva que nos impulsa a ser sociales.

Hace millones de años, nuestros antepasados primates hallaron seguridad en la cooperación y desarrollaron estructuras sociales que los protegían de los depredadores y aumentaron las probabilidades de supervivencia para ellos y su descendencia. Conforme las comunidades de primates adquirían más complejidad, también lo hicieron los cerebros de nuestros antepasados, que desarrollaron mecanismos para procesar interacciones y recompensar el comportamiento social con bucles de retroalimentación de neurotransmisores positivos.

“Superar el impulso primario de socializar exige oponerse a milenios de programación evolutiva.”

La interacción social ha sido tan fundamental para la supervivencia de nuestros antepasados desde el Plioceno hace millones de años que el cerebro humano podría estar programado para volverse adicto a ella. Superar el impulso primario de socializar exige oponerse a milenios de programación evolutiva.

«Somos intensamente sociales, como todos los monos y simios. Dependemos en la cooperación grupal para resolver problemas de supervivencia cotidiana y reproducirnos con éxito. Esa es la adaptación de los primates, por encima de todo», explica Robin Dunbar, antropólogo evolutivo de la Universidad de Oxford.

Durante la pandemia, el coronavirus ha sacado partido de nuestra dependencia de las interacciones sociales para propagar la enfermedad. Pero dentro de ese mismo impulso evolutivo hay una posible clave para facilitar el distanciamiento social: a medida que los primates evolucionaban en humanos, también desarrollaron una inclinación por el altruismo y la protección mutua.

Cómo los humanos se convirtieron en seres sociales

Hace unos 52 millones de años, cuando los grandes dinosaurios depredadores ya no dominaban el paisaje, nuestros antepasados primates nocturnos empezaron a merodear durante el día. Sin embargo los depredadores mamíferos como el Mesonyx —un carnívoro de aspecto similar al tigre— estaban al acecho, así que estos primates empezaron a formar grupos sociales para estar a salvo.

Con el paso del tiempo, nuestros antepasados se volvieron más sociales y no solo cazaban y recolectaban juntos, sino que también se acicalaban y a veces cuidaban de las crías en comunidad. Los primates que no practicaban estos comportamientos sociales quedaron excluidos de la protección de sus comunidades y pocos vivieron el tiempo suficiente para transmitir sus genes. Cuando un comportamiento incrementa las posibilidades de supervivencia de un animal, este puede convertirse en un rasgo heredado y, tras muchas generaciones, la descendencia pondrá en práctica ese comportamiento de forma instintiva o perecerá.

Los comportamientos sociales fortalecieron las comunidades de primates y ofrecieron protección a los miembros del grupo, así que se transmitieron a su descendencia y poco a poco se cimentaron en el código genético de los primates. Los humanos modernos retienen muchos de estos comportamientos.

Uno de ellos es el acicalamiento, que es lo que Dunbar describe como una actividad «de alto coste temporal», ya que los primates dedican varias horas al día a este comportamiento. La compensación es que los primates invierten tiempo en acicalarse para demostrar su implicación en el grupo, lo que refuerza sus lazos y su jerarquía social. Cuanto más estrecho sea ese lazo, más beneficios tendrá para la supervivencia individual. Por ejemplo, los chimpancés son más propensos a compartir comida con sus compañeros de acicalamiento. La evolución ha reforzado estos hábitos haciendo que sean placenteros. El acicalamiento estimula la liberación de endorfinas, unos neurotransmisores que reducen el dolor o hacen que nos sintamos relajados o ligeramente revitalizados.

Los humanos modernos tienen nervios especializados —el sistema de las denominadas neuronas aferentes o sensoriales— que responden a las caricias ligeras y lentas a la velocidad específica que utilizaban nuestros ancestros para el acicalamiento. El comportamiento perdura como vestigio en nuestros pequeños gestos, como cuando las madres acarician el pelo de sus bebés.

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    «Obviamente, no nos queda mucho pelo para que otras personas lo acicalen igual que los primates», afirma Dunbar. «Así que hemos adaptado comportamientos como las caricias y los mimos para generar el mismo efecto».

    A medida que los cerebros de nuestros antepasados crecían, el tamaño de los grupos aumentó y las sociedades evolucionaron, pero sus miembros ya no tenían el tiempo necesario para acicalar a todo el mundo. Por eso desarrollaron nuevas conductas sociales que también generan endorfinas y que les permitieron establecer lazos con grupos más grandes. Estos comportamientos incluyen la risa, el canto y el baile, las comidas comunales y, en la historia más reciente, rituales religiosos y beber alcohol juntos, según la investigación de Dunbar.

    Las endorfinas generadas por nuestros comportamientos sociales están químicamente relacionadas con la morfina, así que es posible desarrollar una adicción. Disfrutamos de reírnos y de cenar con nuestros amigos porque activa esas vías de recompensa en el cerebro y hace que volvamos a por más. Pero el sistema de endorfinas no funciona solo.

    «Cualquier cosa que activa el sistema de endorfinas activa el sistema de dopamina», explica Dunbar sobre la vía de recompensa del cerebro que influye en la motivación, el control motor y diversas funciones neurológicas. «La dopamina te da una descarga de entusiasmo y se vuelve adictiva a cierto nivel». En otras palabras, es posible que algunas personas que siguen socializando pese a la amenaza de la pandemia sean adictas a las recompensas psicológicas y neuroquímicas que obtienen del comportamiento social.

    Compartir es bueno

    Otro factor problemático es el impulso humano básico de compartir recursos y experiencias, indica Michael Tomasello, psicólogo evolutivo y profesor de la Universidad de Duke en Durham, Carolina del Norte. «Los niños pequeños ya señalan un pájaro en un árbol para que mires incluso antes de poder hablar. Todos necesitamos compartir nuestras experiencias», explica.

    Este deseo surge de los beneficios evolutivos de la cooperación, la colaboración y, en última instancia, la cultura. Los estudios de las técnicas de alimentación de los chimpancés sugieren que el último antepasado común de los humanos y otros primates recolectaba alimentos de forma cooperativa, según un estudio de 2014 de Tomasello. Más adelante, los humanos fueron un paso más allá con su voluntad de compartir el botín con los miembros del grupo que no participan en la recolección o la caza.

    Algunos investigadores, entre ellos Tomasello y la primatóloga de la Universidad del Estado de Arizona Joan Silk, creen que los humanos somos mucho más altruistas que nuestros parientes primates. En las sociedades humanas compartimos comida y dividimos el trabajo, aunque no nos beneficie de forma inmediata. Nos motiva la empatía. Este cambio conductual podría haberse producido a raíz de cambios ecológicos y ambientales que causaron una escasez de alimentos. «Era colaborar o morir», escribió Tomasello en su trabajo.

    “Para los humanos modernos, prescindir de estas actividades gratificantes de interacción social y experiencias compartidas significa oponerse a nuestros impulsos primarios. Pero no es imposible.”

    Sin embargo, la generosidad humana tiene sus límites y somos más propensos a actuar de forma altruista hacia los demás si tenemos un vínculo social o cultural con ellos, sobre todo si pensamos que podrían devolvernos el favor algún día, según un estudio de Silk y el psicólogo evolutivo Bailey House.

    Conforme aumentaba la competición con otros grupos humanos, nuestros antepasados empezaron a compartir de forma selectiva la información que los protegía de los depredadores o los forasteros. Desarrollaron la capacidad de crear metas conjuntas y, al colaborar, adquirieron una dependencia mutua para sobrevivir.

    «Si estamos cazando antílopes y señalo un palo que sería idóneo para hacer una lanza, y hemos hecho esto juntos antes, sabes lo que quiero decir», explica Tomasello. «Lo recoges y seguimos adelante». Él cree que este saber compartido, basado en experiencias comunes, es el origen de la cultura humana.

    Saciar la sed de socializar

    Para los humanos modernos, prescindir de estas actividades gratificantes de interacción social y experiencias compartidas significa oponerse a nuestros impulsos primarios. Pero no es imposible.

    Tomasello sugiere que las redes sociales, por ejemplo, son una vía de escape excelente para nuestra necesidad de compartir. Aunque conectar de forma digital no es lo mismo que interactuar en persona —no puedes abrazar a alguien por internet para activar esas endorfinas—, sí podemos utilizar las redes sociales para acceder a esas vías de recompensa que contribuyeron a crear los vínculos sociales de nuestros antepasados. Interactuar de forma digital en tiempo real para cotillear, bromear o compartir una comida por videollamada activa las mismas vías de endorfinas que salir de noche con tus amigos. Pero ten cuidado con esos encuentros digitales, porque pueden provocar desgaste.

    Dunbar indica que el verdadero obstáculo es superar la adicción psicológica a un comportamiento, como interrumpir el hábito de salir, pero es factible. Aunque las redes sociales pueden fortalecer los lazos que ya tenemos, también podemos utilizar estos espacios para llegar más allá de nuestros parientes y grupos sociales al participar en conversaciones globales en plataformas como Twitter o TikTok.

    Dunbar apunta que conectar con personas fuera de nuestra esfera habitual es fundamental en tiempos de crisis, porque nos ayuda a establecer vínculos con gente que no es como nosotros. Cuando creamos estos lazos, nos damos las herramientas para actuar de forma altruista, porque nuestros cerebros primitivos responderán a los nuevos amigos no como forasteros, sino como congéneres. Y quizá construir ese tipo de empatía nos ayude a oponernos a nuestros impulsos evolutivos, lo que facilitaría tomar la decisión de proteger a los demás.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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