Te explicamos qué era la cruentación: la creencia de que un cadáver sangraba en presencia de su asesino

Durante siglos, las heridas supurantes se consideraban una prueba de culpabilidad ante un tribunal. Además, el testimonio de una mujer era menos creíble que el de un hombre.

Por Erika Engelhaupt
Publicado 9 nov 2017, 4:29 CET
Calavera de Ricardo III
La calavera de Ricardo III, descubierta bajo un aparcamiento, fue analizada por forenses de la Universidad de Leicester. En la obra de Shakespeare sobre el infame monarca, se acusa a Ricardo de asesinato cuando se acerca a un cadáver y este empieza a sangrar.
Fotografía de Universidad de Leicester, via Corbis

Lejos de lo que las series CSI nos hacen creer, la ciencia forense moderna ha presentado muchos problemas, desde análisis poco fiable de cabellos hasta muestras de ADN extraviadas. Sin embargo, tenemos mucho que agradecer a la forma en que los tribunales de hoy en día reúnen pruebas de un delito: hace unos cuantos siglos, la gente era condenada por asesinato basándose en la idea de que un cadáver sangraba espontáneamente en presencia de su asesino.

Entre el siglo XII y principios del siglo XIX, hombres y mujeres eran juzgados en tribunales de Europa o de la América colonial basándose en una prueba llamada cruentación, o la creencia de que los cadáveres sangran en presencia de su asesino.

En este tipo de testimonio, las heridas supurantes y los chorros de sangre que salían de la nariz y los ojos del fallecido se consideraban pruebas de culpabilidad. 

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Nadie sabe con exactitud el origen de esta creencia, pero una de las primeras menciones registradas es del siglo VI, en el poema épico alemán, el Cantar de los nibelungos. En el poema, Sigfrido, el cazador de dragones, es asesinado y su cuerpo está expuesto en un féretro. Cuando su asesino, Hagen, se acerca, las heridas del cazadragones empiezan a supurar sangre.

La idea ya estaba arraigada en la época en la que se escribió el poema, ya que se describe que: «Fue un gran milagro el que ocurrió entonces, porque cuando el asesino se acercó al muerto, la sangre brotó de las heridas».

Hoy en día es difícil imaginar que nadie se pueda creer que los cadáveres puedan empezar a sangrar en un momento preciso. Para empezar, un cadáver no puede sangar durante mucho tiempo. El livor mortis, es decir, cuando la sangre se acumula en la parte inferior del cuerpo, comienza poco después de la muerte. La sangre se acumula en unas seis horas, según A. J. Scudiere, científica forense y novelista.

«Durante esta franja de tiempo, nadie sangraría realmente, sino que supuraría», afirma. Además, la sangre se coagula y se espesa después de la muerte.

Así que, ¿qué veía la gente para estar tan convencida? Es posible que si un cuerpo hubiera estado muerto durante el tiempo suficiente, durante las primeras fases de la descomposición se podría haber producido un líquido llamado líquido de purga, que puede acumularse en los pulmones.  Entonces, cuando alguien pinchaba o empujaba un cadáver al que traían para un juicio, parte de este fluido podría haberse filtrado por la nariz y otros orificios.

Sin embargo, la gente no practicaba la cruentación de forma cientifica, sino que creían en los milagros en los juzgados, literalmente. La prueba del féretro era una de las varias intervenciones divinas usadas como pruebas tangibles.

También había pruebas de agua, incluyendo la famosa prueba en la que las brujas flotaban y los inocentes se hundían. En las pruebas de fuego, los sospechosos se veían obligados a sostener o caminar sobre hierro candente. Si Dios no sanaba las heridas en tres días, se les consideraba culpables.

Dichos juicios no eran exclusivos de ciudades pequeñas o provincias atrasadas. El mismísimo rey Jacobo I de Inglaterra creía en la cruentación.

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    Un viejo féretro de madera en la iglesia de un pueblo.
    Fotografía de John Bowling, Alamy

    El rey Jacobo es más conocido hoy en día por su versión de la Biblia. Pero en 1597, más de una década antes de que se publicase su Biblia, el rey escribió un tratado sobre los demonios y la brujería denominado Demonología, en forma de diálogo.

    El rey estaba obsesionado con lo oculto, especialmente con las brujas, después de haber acabado con un aquelarre de al menos 70 brujas en 1590 como rey Jacobo VI de Escocia. Las brujas eran torturadas empleando dispositivos como el «desgarrador de senos» —era tan horrible como suena— hasta que confesaban. Finalmente, unas 4.000 personas fueron quemadas en la hoguera en los juicios por brujería en Escocia.

    En Demonología, el rey escribió acerca de su creencia en la cruentación como forma de impartir justicia:

    «En un asesinato secreto, si el cadáver fallecido fuera transportado en cualquier momento por el asesino, saldrá sangre a borbotones, como si la sangre clamase al cielo venganza contra su asesino, habiendo provocado Dios dicho signo secreto sobrenatural».

    Curiosamente, eran sobre todo los cadáveres de hombres los que tenían derecho a «clamar al cielo». En su tesis de máster recién publicada, la historiadora Molly Ingram de la Universidad de Oregón examinó relatos sobre cruentación, muchos de ellos de panfletos y periódicos que describían los juicios por asesinato.

    En particular, las mujeres no suelen aparecer en los relatos de cadáveres sangrantes, a excepción de como acusadas de asesinato. Algo que también falta en los registros de procedimientos judiciales son testimonios de mujeres.

    «El testimonio femenino se consideraba menos creíble que el de los hombres», afirma Ingram.

    Ingram también estudió registros históricos describiendo posesiones demoníacas, algo que, según se creía, ocurría más a las mujeres, de cuerpos más débiles. También descubrió que se confiaba menos en la palabra de los demonios mujeres que en el de los demonios hombres que supuestamente los habían poseído.

    «No me parece sorprendente que existiera esta diferencia», afirma Ingram, debido a la misoginia de la época. «Lo que me sorprende más es que nadie se diera cuenta o hablase de ello» en la descripción actual de esas prácticas.

    «La prueba del féretro» («The Ordeal of the Bier»), cuadro de 1881 del artista húngaro Jenő Gyárfás, que muestra a una novia que mira horrorizada cuando pasa frente al cadáver de su prometido asesinado y este empieza a sangrar.
    Fotografía de Art Collection 4, Alamy

    En un inusual relato de cómo se aplicaba la prueba del féretro a una mujer, un hombre de Maryland llamado Thomas Mertine fue acusado de haber dado una paliza de muerte a su sirvienta Catherine Lake en 1660.

    «La sangre no ha emanado del cadáver», declaró el tribunal, lo que confirmaba que el jurado ya había decidido: pese al testimonio de tres sirvientes que vieron cómo Mertine la golpeaba, Lake no había muerto debido a la paliza, sino por un mal similar a la histeria que afectaba a las madres. El amo fue exculpado.

    Incluso en la época moderna, cuando Cristóbal Colón llegó al Nuevo Mundo y en pleno florecimiento renacentista, la mayoría de la gente todavía confiaba en la magia y los milagros como pruebas en conflictos legales. «El mundo seguía siendo un lugar embrujado», afirma Ingram.

    La mayoría de pruebas en un juicio desaparecieron en el siglo XVI, pero la cruentación permaneció más tiempo, e Ingram sospecha que podría haberse considerado más fiable al estar vinculada principalmente a hombres en vez de a mujeres.

    Afortunadamente, este tipo de pruebas solo se ven hoy en día en arte y en obras de teatro. Al principio de la obra de Shakespeare Ricardo III, por ejemplo, Ricardo el jorobado (entonces duque de Gloucester) había asesinado al rey Enrique VI.

    La noble y su futura esposa Lady Anne Neville le acusa de traición cuando se acerca a ella mientras se dirigía a enterrar al rey y el cadáver comienza a sangrar:

    «¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas congeladas y sangran otra vez! ¡Avergüénzate, avergüénzate, montón de deformidades! ¡Porque es tu presencia la que hace exhalar la sangre de esas venas vacías y heladas, donde ni sangre queda ya!».

    Sigue aprendiendo: La ciencia forense bajo lupa

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