Millones de indígenas podrían ser desahuciados de sus casas

La demanda de un grupo de medioambientalistas de la India podría desplazar a millones de adivasi de sus tierras ancestrales, que están dentro de un santuario.

Por Paul Salopek
fotografías de Paul Salopek
Publicado 16 may 2019, 17:31 CEST
Cordillera de Kaimur
Un valle sin carreteras al pie de la cordillera de Kaimur, en el estado indio de Uttar Pradesh, forma parte de una región que alberga a los indígenas adivasi, marginados y desplazados de un cercano santuario de fauna silvestre.
Fotografía de Paul Salopek
Out of Eden Walk es una odisea narrativa por el mundo que sigue las huellas de nuestros ancestros humanos del escritor y National Geographic Fellow Paul Salopek. Este es su último reportaje desde la India.

Recorremos el norte de la India. Es un cosmos de aldeas. ¿Cuántas aldeas?

Según el último censo, hay exactamente 649.481 comunidades rurales, aldeas y burgos salpicadas por la India. Albergan a dos tercios de los 1.300 millones de habitantes del país. Día tras día, semana tras semana, durante más de un año, hemos atravesado estos asentamientos a pie, puestos avanzados de la humanidad tan numerosos que se apiñan y se distinguen uno tras otro. Entonces, en un rincón remoto de Uttar Pradesh, encontramos un espacio abierto. Una rara tierra salvaje. El santuario de fauna silvestre de Chandraprabha.

Los adivasi de Uttar Pradesh, como algunos de los 100 millones de personas indígenas de la India, son portadores de marcadores genéticos que datan de la colonización de Asia de la Edad de Piedra.
Fotografía de Paul Salopek

Los campos de trigo y arroz se desvanecen. Las carreteras se marchitan y se convierten en senderos polvorientos. Hemos atravesado la abultada cordillera de Kaimur y pasado al bosque seco. Las espinas nos rompen la ropa. Vemos nilgós, antílopes del tamaño de vacas que tienen el hermoso color azul grisáceo del humo de las hogueras. Y después, más adelante, cerca del cuartel general del parque, nos topamos con un fornido guarda forestal. Bloquea el camino. No a nosotros, sino a un grupo de hombres y mujeres bajos, delgados y alerta que sostienen ollas sobre sus cabezas. Aldeanos locales. Han venido a hacer un picnic junto a un río. Han entrado al santuario sin permiso.

¿Quiénes son estos intrusos?

Adivasi: un término general que se refiere a todos los habitantes tribales indígenas de la India. En este caso, los miembros del grupo étnico kol, los residentes indígenas de las colinas de Kaimur. Cazadores tradicionales. Recolectores de madera y miel salvaje. Recolectores de hierbas medicinales, muchas olvidadas. Los propietarios originales del bosque. El guarda, un hombre de ciudad, regaña a los adivasi por colarse en el santuario para no tener que pagar una tasa de entrada de 30 rupias (38 céntimos).

«Dejan basura por todas partes», murmulla antes de permitir a regañadientes que los adivasi entren en sus antiguas tierras.

¿Cuándo empezaron dichos enfrentamientos? Hace mucho. Datan de la fundación de los santuarios, parques y reservas: conservación.

Cuando se creó el primer parque nacional del mundo, Yellowstone, en 1872, se prohibió la entrada a al menos 26 tribus nativo-americanas diferentes a sus terrenos de caza. Un sheriff de Wyoming y su pelotón mataron a tiros a un miembro de la tribu bannock —un anciano cazador de uapitíes— a modo de advertencia para otros «furtivos». Quitar a pueblos nativos de parques y reservas ecológicas se ha convertido desde entonces en una práctica habitual. Incluso ocurre en la actualidad, por todo el mundo, aunque de manera menos violenta que en el salvaje Oeste. Los cazadores-recolectores batwa son expulsados por la fuerza de sus selvas en Uganda para dejar espacio a los gorilas de montaña en peligro de extinción. El pueblo tharu, en su día agricultores itinerantes, fueron reubicados para la expansión de un parque nacional en Nepal. En muchas de las más de 100.000 reservas de todo el mundo, la historia se repite: el precio oculto de la entrada al parque suele incluir dolorosos desahucios de habitantes nativos.

En la vasta India, donde solo se ha preservado el 5 por ciento de la tierra para proteger hábitats naturales —en Venezuela, la superficie conservada llega al 50 por ciento, mientras que en Estados Unidos es del 14 por ciento—, la difícil situación de dichos «refugios verdes» se ha convertido en un escándalo nacional.

En el Tribunal Supremo, la demanda de una coalición de grupos de conservación amenaza con desahuciar a hasta siete millones de adivasi de sus hogares en el bosque. ¿Por qué? Porque, según sostienen los conservacionistas, cientos de miles de alegaciones de derechos indígenas eran falsas y promovían la invasión de tierras.

«Las imágenes por satélite han mostrado invasiones tribales en bosques protegidos», explicó Debi Goenka, demandante del Conservation Action Trust, al periódico The Guardian. Los activistas indígenas han criticado la sentencia por tratarse de «ecocolonialismo». Goenka ni se inmutó. «No se dan cuenta de que, salvo dos, todos los ríos de la India dependen del bosque. ¿Puede un país sobrevivir sin bosques? Si creen que la India puede sobrevivir sin bosques ni agua, que así sea».

Las protestas públicas han dado pie a una revisión del caso. Pero la polémica es solo la salva más reciente en la batalla sobre cómo equilibrar las necesidades humanas y de la fauna y flora silvestres de los 716.000 kilómetros cuadrados de bosques de la India, cada vez más fragmentados y la mayoría de los cuales se encuentran en las áreas adivasi.

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    El remoto santuario de fauna silvestre de Chandraprabha, en el norte de la India, era el hogar de los adivasi, moradores del bosque.
    Fotografía de Paul Salopek

    Recorro con mi compañera de caminata, la periodista Bhavita Bhatia, las líneas de batalla del santuario de fauna silvestre de Chandraprabha.

    Dentro de la reserva hay 77 kilómetros cuadrados de colinas, cuevas y valles a la sombra de los bosques mixtos con árboles como tendu, mahua y saagun. Leopardos, osos y sasines acechan entre los densos matorrales. Los jabalíes olfatean los abrevaderos casi secos. En la actualidad, un albergue VIP presta servicio a los burócratas que lo visitan. Los turistas aparcan sus todoterrenos para sacarse selfis junto a hermosas cascadas.

    A las afueras de la reserva hay campos de trigo agotados, tierra agrietada y un laberinto de caminos surcados por baratos zapatos de plástico. La aldea adivasi de Jamsoti se cuece al sol a lo largo de una carretera que discurre desde la entrada de la reserva. Sus cabañas están estucadas con estiércol de vaca. Los pozos siempre se secan después de las lluvias. (Los adivasi cargan cubos de agua desde camiones cisterna que recorren la carretera asfaltada.) Para evitar el hambre, los aldeanos necesitados se ven obligados a viajar a las ciudades para alquilar sus músculos por dos o tres euros al día. Aquí escasea todo salvo el tiempo.

    «Hemos vivido en este bosque antes que nadie», afirma Ramjatan Prasad, adivasi que cultiva junto al santuario de Chandraprabha. «Pero tratan mejor a los turistas que a nosotros».

    Prasad es bajo, enjuto y de piel ajada por el sol. Ya no es joven. Nos guía fuera de la reserva y salta ágilmente de piedra en piedra, como un gato. Vemos la misma agilidad en un equipo de leñadores kol en el bosque de espinos. Son tan compactos como bailarines, espectros entre la maleza de espinos por la que no dan un paso en falso ni hacen ruido.

    Hay 270.000 adivasi kol en el estado de Uttar Pradesh. En épocas anteriores, practicaban la poligamia. En la actualidad, la mayoría se ha convertido al hinduismo o al cristianismo, aunque no han olvidado a sus antiguos dioses de la naturaleza: aplacan a Marang Buru, una deidad de la montaña que controla las lluvias, mediante sacrificios de animales. Su idioma es austroasiático, lo que apunta a antiguas migraciones desde el Sudeste Asiático o el sur de China. En su ADN transportan marcadores genéticos que se remontan a la primera colonización de Asia en la Edad de Piedra.

    Los kol figuran entre los casi 100 millones de habitantes tribales de la India, una población asombrosamente diversa que oscila desde diminutos bastiones de isleños «no contactados» en el océano Índico hasta grupos dispersos de agricultores y pastores que se ganan la vida en los bosques aluviales del Ganges o a los pies forestados del Himalaya. La mayoría son solo espectadores de la historia de modernización de la India: sus auges tecnológicos, su clase media creciente. Los adivasi ocupan los peldaños más bajos de la escalera social de la India junto a los dalits, o «intocables». Ellos son invisibles para la mayor parte de la población de la India. Y casi 10 millones han sido desplazados de sus bosques y otras tierras tradicionales por proyectos de desarrollo: presas, minas, planes industriales y agrícolas, y áreas de conservación.

    Es un caso habitual: en el estado central de Madhya Pradesh, 1.545 familias adivasi perdieron sus granjas debido a una zona de amortiguación de hábitat para ocho leones asiáticos en peligro de extinción. Los adivasi, trasladados por el gobierno a una nueva aldea en un árido páramo, ahora rompen rocas para convertirlas en gravilla como forma de supervivencia.

    Los guías adivasi nos conducen por la cordillera de Kaimur.
    Fotografía de Paul Salopek

    En el remoto santuario de fauna silvestre de Chandraprabha, las relaciones entre el departamento forestal y las minorías kol locales no parecen mucho mejores. Las prácticas medioambientales habituales como la «conservación comunitaria» —que implica a pueblos indígenas en programas de fauna o en la gestión de la reserva— no se manifiestan. En su lugar, hay resentimiento.

    «Introdujeron leones aquí en los años 60», recuerda Mohalal Gupta, un guarda retirado del santuario. «Mataron al último hace muchos años, probablemente fue envenenado por los adivasi porque se comía a su ganado».

    Un trabajador del santuario señaló que existen planes para construir instalaciones de deporte de aventura en la reserva aislada, «una tirolina, cosas así». También se está trabajando en un vago plan de ecoturismo. Pero las comunidades kol circundantes no saben nada de dichas ideas. Aparte de los privilegios de recoger madera, siguen desterradas de sus bosques. Hablan de los trabajadores del santuario con una deferencia hostil que podría haber resultado familiar a los marajás de Benarés, que en el siglo XVIII robaron los bosques a los adivasi para utilizarlos como terreno de caza real.

    «Hemos suplicado tantas veces por tener una carretera, un embalse de agua, muchas cosas», comenta Kaloo Prasad, agricultor adivasi. «Siguen diciendo que lo harán. Pero nunca lo hacen».

    Bhatia y yo seguimos caminando.

    Pasamos frente a hermosas y espumosas cascadas. Allí, los guardabosques gritan a los turistas que se acercan demasiado a las repisas. («Perdemos a un visitante al año».) Nos abrimos paso entre aldeas kol sumidas en una forma de desmoralización que es más profunda que la pobreza, que desvela la total desorientación y la inercia de la falta de hogar. Atravesamos caminos poco transitados por las colinas redondas y oscuras. Cuando volvemos a los verdes valles fluviales que se parecen a Edenes encapsulados vemos pastizales exuberantes sembrados de árboles peepul, alguna que otra granja kol y senderos por los que jamás ha pasado un coche. Bhatia dice que nunca ha visto una India tan primordial. Es la belleza del abandono absoluto. Si quitas a las personas, podría ser un parque nacional.

    Bhavita BhatiaSiddharth Agarwal han contribuido a este artículo, publicado originalmente en la página web de la National Geographic Society dedicada al proyecto Out of Eden Walk. Puedes explorarla aquí.
    Paul Salopek ha sido galardonado con dos premios Pulitzer por su labor periodística cuando trabajaba como corresponsal en el Chicago Tribune. Síguelo en Twitter @paulsalopek.

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