Los inmigrantes africanos en Europa cambian unas dificultades por otras

En la actualidad, casi un millón de africanos viven en España. Sus familias escuchan historias de esperanza, pero les ocultan una realidad difícil.

Por Cynthia Gorney
fotografías de Aitor Lara
Publicado 26 jun 2019, 17:32 CEST
Mbaye Tune
Mbaye Tune llegó en 2016 desde Senegal a la zona agrícola del sur de España y empezó a trabajar de forma estacional en plantaciones de mandarinas y otras frutas. Ahora tiene 25 años y ha conseguido un permiso de residencia legal y alquilado un piso que comparte con otros senegaleses.
Fotografía de Aitor Lara

Cuando Youssouf camina por la localidad de Lepe, donde vive provisionalmente en un matadero abandonado, saluda a otros africanos a los que reconoce: los senegaleses, los nigerianos, los hombres de Burkina Faso y Costa de Marfil.

Domina el francés y ha aprendido bastante español, pero habla en bambara con otros malienses como él, idioma que exige cortesías más elaboradas. ¿Qué tal tus parientes lejanos? Están bien. ¿Qué tal tus familiares cercanos? También están bien. ¿Y tu mujer? Está bien.

Cuando sale, a Youssouf le gusta llevar un sombrero de ala corta y gafas de sol. Su ropa y zapatos están limpios cuando va por la calle. Hay agua caliente en el matadero, donde los trabajadores humanitarios han improvisado un refugio para inmigrantes entre cubículos de hormigón. Youssouf ayuda a mantener el orden en el refugio. Por esto y porque sabe lo que se siente cuando un hombre ambicioso se enfrenta a la vergüenza cada mañana —por qué un buen hijo o marido o amigo cuenta mentiras por teléfono a las personas a las que quiere, que están en otro continente—, Youssouf hace lo posible para sentarse con los recién llegados en las salas comunes, solo para hacerles compañía.

Hoy, era un maliense llamado Lassara. Sentado a la mesa en la cocina improvisada, miraba el teléfono con expresión melancólica y se encogía para descansar la cabeza sobre los brazos. «Aún no han empezado próximas cosechas», dijo Youssouf. «Por eso no tiene trabajo».

En los últimos años, la irrigación y los invernaderos han convertido el sur de España en una fuente abundante de frutas del bosque, cítricos y otros productos. Jornaleros de muchos países trabajan los campos. Este joven de Gambia es uno de los miles de africanos que consideran España una primera parada prometedora en su migración al norte de Europa.
Este joven de Senegal es uno de los miles de africanos que consideran España una primera parada prometedora en su migración al norte de Europa.

Lassara llevaba ocho meses en España. Youssouf, que lleva 14 años en España, concibe Lepe como un Carrefour, un cruce de caminos. Quiere decir que es tanto un lugar donde detenerse como un conjunto de caminos alternativos y confusos. El tira y afloja de la migración global moderna hace que los carrefours acaben siendo lugares inimaginables hace unas décadas y, en esta sencilla localidad agrícola, Youssouf se preguntó cuántas veces habría escuchado a hombres como Lassara contar historias iguales a la suya: la decisión de abandonar su hogar ante los relatos que transmitían sus vecinos sobre parientes lejanos y admirables que llevaban buenas vidas y enviaban dinero desde lugares remotos. La convicción de que, pese a violar las leyes de inmigración —pagar mil euros o más para ser transportado al norte país tras país y sobrevivir por la gracia de Dios o Alá al cruce ilegal de Marruecos a España, la masa continental europea más cercana a África—, un inmigrante que trabaje duro en los campos españoles obtendrá de algún modo un permiso de trabajo y conseguirá un trabajo estable y visitará su hogar debidamente, en avión, para abrazar a esos parientes que han sido el motivo de su partida.

Lassara levantó la cabeza, dijo algo en bambara y Youssouf tradujo al español: «Nadie habla de la realidad».

Youssouf vio cómo volvía a bajar la cabeza y asintió. El año pasado, casi 60.000 personas se arriesgaron a cruzar el Mediterráneo siguiendo rutas septentrionales cartografiadas con rumores y contrabandistas. Pero en los carrefours de todo el mundo, los inmigrantes hablan entre ellos de este modo, intercambiando esperanzas, decepción, tenacidad, dolor. Youssouf tiene una hija adolescente a la que no ha visto desde que era un bebé y un hijo al que solo ha visto en fotos; su mujer estaba embarazada de él cuando Youssouf abandonó la capital maliense, Bamako. Ninguno de ellos sabe que duerme en un antiguo matadero. Cuando pasó una década durmiendo en una sucesión de chabolas construidas con láminas de plástico y madera sobrante que consiguen en los campos, tampoco lo sabían. Por eso pidió que solo lo identificáramos con su nombre.

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      Este nigeriano de 38 años con formación en ingeniería imaginaba que España sería la puerta a una vida mejor en Europa. Eso fue hace 14 años. Ahora vive en una chabola en España y se dedica a labores de plantación y cosecha.
      Estas chabolas, cuadradas y atadas como si fueran cajas enormes, albergan a trabajadores inmigrantes que las construyen a partir de materiales agrícolas sobrantes. En Lepe y otras localidades españolas que dependen de la agricultura, los asentamientos de chabolas pueden albergar a cientos de personas. A veces, las chabolas quedan abandonadas y son reocupadas por otros inmigrantes conforme se desplazan por trabajo.

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        Un hombre onubense atraviesa un asentamiento de chabolas y observa a un joven africano que practica con el balón. Jugar al fútbol en los claros de tierra entre las chabolas es un pasatiempo popular.

        «Todos tenemos que guardar secretos», contó.

        Youssouf señaló su entorno con la mano: el sofá maltrecho, el hormigón roto y debilucho del exterior, el cementerio calle arriba, donde una superficie de 2000 metros cuadrados alberga tantas chabolas que, cuando la gente de Lepe se refiere al cementerio, suelen hablar de esta barriada de inmigrantes. «Todo esto», dijo Youssouf. «Ninguno hablará de esto a nuestras familias. Todo esto es un secreto».

        Estoy bien. Aquí las cosas van bien. Que mamá no se preocupe. ¿Cuánta migración humana se ha visto impulsada durante siglos por la ocultación de la verdad para proteger a otros? ¿Y cuán eficaz es hoy, en el siglo XXI, recitar este reconfortante informe por teléfono móvil? Hace unos años, los economistas del Banco Mundial descubrieron que los hogares más pobres del mundo tenían más probabilidades de contar con acceso a un teléfono móvil que a un retrete. Dentro de las chabolas de Lepe, el mobiliario son restos y descartes, pero casi todos tienen teléfono. Algunos de esos teléfonos tienen cámaras y los selfis que envían a casa suelen tener fondos atractivos: el descapotable aparcado de un desconocido, la televisión de un bar o la cocina de un conocido que ha conseguido alquilar una habitación en el pueblo.

        Las amigas senegalesas Fatou Ndoye (izquierda) y Hawka Diallo (derecha), que llevan una década en España, se preparan para celebrar una festividad senegalesa en el piso de Ndoye, en Moguer. Diallo trabaja cosechando bayas; Ndoye y su marido tienen trabajo en un almacén de frutas. Ndoye tiene dos hijos y la más joven, una niña de ocho años, nació en España y es una alumna sobresaliente en el colegio público al que asiste.
        Un cruce furtivo del estrecho de Gibraltar estuvo a punto de acabar con la vida de esta inmigrante maliense de 37 años. Se vio sobrepasada por los gases de la gasolina, el cansancio y la violencia de la mar, pero fue rescatada por la Cruz Roja y recuperó la consciencia en un hospital de Sevilla. Dos años después —aún sin trabajo ni permiso de residencia—, vive en un refugio en la provincia de Huelva.
        Este agricultor de cacao abandonó su hogar en Costa de Marfil hace cinco años, convencido de que podría mantener a su familia si encontraba trabajo en Europa. Ahora tiene 30 años y sigue siendo un inmigrante «irregular», la denominación de la ONU para inmigrantes sin trabajos ni documentos legales. Con todo, dice que el trabajo en el campo le permite enviar dinero a su familia. «La vida en las chabolas es peligrosa, se producen incendios cada verano», cuenta. «La forma de ayudarnos, si los gobiernos europeos quisieran, sería darnos documentos de trabajo».

        Históricamente, Lepe no ha sido un carrefour de inmigrantes. Se encuentra en una parte de la costa de Andalucía que, en las últimas décadas, se ha transformado en una abundante zona agrícola pluriestacional mediante la irrigación intensiva y la agricultura de invernaderos. Las frutas del bosque y los cítricos se transportan a toda Europa y, cuando las plantaciones aún estaban expandiéndose y como se estaban quedando sin españoles dispuestos a aceptar las jornadas y los salarios, los agricultores recurrieron a los extranjeros como mano de obra. Al principio, eran marroquíes y europeos del este, algunos contratados por empresarios que les proporcionaban documentos de trabajo como parte del trato, mientras que otros llegaban ilegalmente y eran contratados de forma «chanchullera». Llegaron cientos de hombres y mujeres. Los productores de frutas del bosque preferían a las mujeres, por tener manos más delicadas. Los tenderos colocaban carteles en polaco, rumano y árabe. Los carniceros empezaron a ofrecer carne con certificación halal.

        Y se corrió la voz a más lugares más pobres y duros que España: una oportunidad. ¿De qué? «De buscar... una vida mejor», afirmó Youssouf, haciendo una pausa para responder de forma satisfactoria. «Había oído hablar de mucha gente que había ido a España. Que era fácil llegar. Que su vida era mejor que la nuestra».

        De hecho, antes imaginaba que encontraría una vida mejor en Francia. Un africano hablante de francés viaja a Europa y asume que se quedará un tiempo en el sur de España, recuperándose y reuniendo recursos para proseguir hacia el norte. Entonces ocurren cosas, un trabajo en el campo lleva a otro, jefes mentirosos que prometen papeles que nunca llegan, los pisos de alquiler son caros y escasos para extranjeros de piel oscura que quieren compartirlos con muchos compañeros para poder seguir enviando dinero a casa.

        Gody Fofana (de pie), procedente de Malí, y su amigo senegalés Atab Bodian llevan veinte años viviendo en el sur de España y han prosperado. Ambos consiguieron la residencia legal tras empezar a trabajar como recolectores de fruta. Ahora son copropietarios de varios negocios, entre ellos uno que exporta coches, como este Mercedes-Benz, de Europa a África.
        Issa Diakite, de 50 años, construyó estas pesas y su casa, una de las decenas de chabolas cerca de una región agrícola de Andalucía. Procede de Malí y se estableció como jornalero regular. Ahora ayuda a los demás a construir chabolas sólidas. Ha convertido una en un centro de reunión, con sofás y mesas, donde los amigos pueden ver el fútbol en una televisión que funciona con energía solar. Su equipo preferido es el Real Madrid.

        Cuando se puso su sombrero y sus gafas de sol una tarde del pasado otoño, Youssouf aún era un jornalero sin permisos de trabajo ni de residencia que le permitieran atravesar más fronteras nacionales de forma legal. «Tirando maletas», contó. Esa era la vida migrante que encontró.

        Pero al menos, dijo mientras caminaba hacia el centro de la localidad, duerme con un tejado sólido sobre su cabeza. Trabajar en los huertos y las plantaciones de frutas del bosque es duro y esporádico, pero cada mes manda a casa al menos cien euros a través de uno de los servicios de envío de dinero que proliferan en Lepe. A su hijo y a su hija les va bien en el colegio. Tienen comida suficiente. Youssouf se ha comprado una tableta de Huawei y, cuando encuentra wifi gratuita, puede descargarse música maliense y hacer videollamadas con su familia. En Bamako, podía tocar a su mujer e hijos y vivir con ellos, pero lo que no podía hacer con los salarios de un jornalero maliense y su pequeña parcela heredada era más de lo que podía soportar. «Estar aquí es mejor», afirmó.

        Sí, Youssouf podría renunciar a Europa. Podría ahorrar para comprarse un billete solo de ida a su casa. Pero no lo hará, aún no. Se han depositado muchas esperanzas en él: los pagos a los contrabandistas, las expectativas acumuladas hace tantos años. Tiene demasiada vergüenza como para regresar. «No con las manos vacías», dijo.

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          En una de las entradas a la madrileña Plaza Mayor, los inmigrantes senegaleses descansan de sus trabajos durante una celebración otoñal con percusión, cantos y oraciones de agradecimiento. En la España urbana, muchos africanos han sido incapaces de obtener permisos de trabajo formales. Una alternativa popular es vender mercancía en mantas que pueden levantar de repente cuando aparece la policía, de ahí su nombre, manteros.

          A la vuelta de la esquina, a una manzana de la plaza de Lepe donde se congregan al atardecer inmigrantes de diversos países, Youssouf saluda a alguien. El joven al que saludaba era un maliense llamado Ibrahim que respondió en bambara siguiendo el protocolo: sí, sus parientes lejanos están bien, sus familiares cercanos están bien, él está bien. Pero no lo estaba. Acababa de volver a Lepe tras haber ido a trabajar en la cosecha en otra provincia y había pasado la noche durmiendo en una caja de cartón, en la calle.

          Youssouf e Ibrahim se miraron. «No, a mi familia no le cuento gran cosa», dijo Ibrahim. «Envío el dinero a mi hermano. Él lo comparte con todos. Llevo casi diez años sin verlos».

          Juntos en la calle, pensaron en cómo se sentirían si volvieran a Malí con dignidad.

          Unos días después de pagar a los contrabandistas para atravesar el estrecho de Gibraltar, este joven africano de Guinea afronta su nuevo entorno, un centro de acogida del sur de España.
          Unos días después de pagar a los contrabandistas para que los transportaran por el estrecho de Gibraltar, este joven africano de Costa de Marfil afronta su nuevo entorno, un centro de acogida del sur de España. Estas instalaciones ofrecen a los inmigrantes alojamiento y orientación durante unas semanas. Después, puede ordenarse a los recién llegados que no hayan conseguido trabajo y papeles de residencia que abandonen el país.
          En los años 80, conforme la irrigación y los invernaderos transformaban Andalucía, Francisco Braima Sanhá llegó desde Guinea-Bissau como cocinero. Ahora tiene 59 años y es un veterano entre los trabajadores extranjeros, y comprueba el huerto que ha plantado alrededor de su chabola. La economía agrícola de la Andalucía moderna se ha disparado, según Braima, «gracias a los inmigrantes».

          «Dinero suficiente para comprar una buena casa», dijo Ibrahim.

          «Dinero suficiente para abrir un negocio», dijo Youssouf. «En la agricultura he aprendido mucho».

          Ibrahim dijo que tenía que encontrar una cama cubierta donde pasar la noche. Youssouf le recomendó pasarse por el refugio para inmigrantes. También hay wifi dentro del edificio y, más tarde, esa misma noche, Youssouf usó su tableta para enviar su colección más reciente de fotografías de Lepe. Había encontrado una aplicación para hacerlas más especiales para su familia. Clicas en una flecha, suena música de piano y las imágenes van apareciendo una tras otra: Youssouf en una playa, Youssouf en un parque, Youssouf junto a un coche. En las últimas fotos, está sentado en una silla de oficina, lleva una camisa y un bolígrafo en el bolsillo del pecho y las gafas de sol sobre la cabeza. Tiene las piernas extendidas. Sonríe a la cámara. Tiene un aspecto estupendo.

          Artículo producido por National Geographic a través de una alianza periodística con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

          Cynthia Gorney escribió un artículo sobre trabajadores inmigrantes en los Emiratos Árabes Unidos en el número de enero de 2014 de la revista National Geographic. El fotógrafo español Aitor Lara colabora por primera vez con la publicación.
          Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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