La historia inédita de la batalla de tanques más dura del mundo

Hace 30 años, miles de tanques se enfrentaron en un campo de batalla en el desierto. En la actualidad, aquella noche todavía atormenta a los veteranos de la guerra del Golfo.

Por Bill Newcott
Publicado 3 mar 2021, 15:30 CET
Los soldados estadounidenses examinan un tanque iraquí

Los soldados estadounidenses examinan un tanque iraquí destruido en febrero de 1991, cuando 35 países aunaron fuerzas para liberar Kuwait de la ocupación militar del dictador iraquí Sadam Huseín.

Fotografía de Eric Bouvet, Gamma-Rapho/Getty Images

La mayor batalla campal de tanques de la historia no fue contra los nazis en Europa o en el norte de África, sino hace solo 30 años, en el desierto de Irak.

La Operación Sable del Desierto, una ofensiva terrestre de cuatro días en el marco de la operación militar de seis semanas conocida como Tormenta del Desierto, consistió en una batalla encarnizada entre tanques que sobrepasó incluso a la salvaje batalla de Kursk de la Segunda Guerra Mundial, en la que unos 6000 tanques alemanes y soviéticos se enfrentaron durante un periodo extenuante de seis semanas.

«Kursk fue mayor si se tiene en cuenta toda la campaña», afirma el coronel retirado e historiador Gregory Fontenot, que comandó un batallón de tanques en las que probablemente fueron las horas más intensas de la Tormenta del Desierto, una noche de batalla campal que los participantes acabarían llamando «Fright Night» («Noche del Miedo»).

«Pero no ha ocurrido ninguna batalla —ni antes ni después de la Tormenta del Desierto— en la que lucharan más de 3000 tanques, y miles de vehículos blindados más, en el transcurso de apenas 36 horas».

Los tanques de batalla Abrams M1A1 y otros vehículos de combate recorren el desierto del norte de Kuwait. El éxito de la campaña dependió de que las fuerzas de la coalición hallaran formas ingeniosas de desplazarse por los vastos campos minados de Sadam.

Fotografía de Corbis/Getty Images

En tres encuentros épicos —llamados batallas de 73 Easting, de Medina Ridge y Fright Night (conocida oficialmente como batalla de Norfolk)—, los vehículos blindados de ambos bandos se enfrentaron y convirtieron el desierto en la galería de tiro de tanques más concentrada de la historia.

Para los millones de estadounidenses que se quedaron pegados a sus pantallas a finales de febrero de 1991, las noticias que llegaban desde Kuwait parecían triunfantes. Las tropas aliadas estaban derrotando a las fuerzas del dictador iraquí Sadam Huseín, invadiendo sus posiciones y ahuyentándolas de Kuwait, el pequeño país abundante en petróleo que el ejército de Huseín había invadido el agosto anterior.

Las noticias mostraban flotas de tanques aliados recorriendo el desierto como una estampida de búfalos, desviando los tanques iraquíes fabricados en Rusia y volándolos, dejando a su paso columnas de fuego y humo. Supuestamente, una multitud de soldados iraquíes estaban rindiéndose sin pelear. Las imágenes nefastas de cadáveres calcinados de iraquíes, con las manos chamuscadas y cerradas, parecían servir de lecciones objetivas sobre los peligros de desafiar el poder de «los buenos» del mundo.

Cuando todo terminó, menos de cien horas después de que empezara la ofensiva final, quienes estábamos viendo la televisión escuchamos los informes de las bajas: 292 soldados de la coalición habían muerto, comparados con decenas de miles de soldados iraquíes. Sentados en nuestros cómodos sofás, nos miramos y dijimos: «Bueno, ha sido fácil».

Pero no lo fue.

Desde el momento en que Irak invadió a su vecino meridional más pequeño, el 1 de agosto de 1990, varios países condenaron la acción. Durante los meses siguientes, se reunió una fuerza militar de 35 países encabezada por Estados Unidos en la adyacente Arabia Saudí. Supuestamente, el objetivo de la presencia militar era que Irak no invadiera Arabia Saudí. Pero no era ningún secreto que, si Irak persistía en la ocupación de Kuwait, la coalición actuaría para expulsar a las fuerzas iraquíes.

«En primer lugar, nunca digas que fue una guerra de cien horas. Es un flaco favor para la Fuerza Aérea y el personal militar que empezó a enfrentarse a los iraquíes en enero», afirma Fontenot, sentado en el estudio de su casa en Lansing, Kansas. Tras él hay un cuadro de dos tanques estadounidenses cargando hacia el observador, «de la forma en que los vieron los iraquíes».

El 17 de enero de 1991, la coalición empezó los ataques aéreos contra Irak, bombardeando bases de misiles y otras instalaciones militares. Por su parte, los soldados sobre el terreno en Arabia Saudí entrenaban para la guerra en el desierto mientras se producían escaramuzas aisladas entre ambos bandos en la frontera saudita.

A mediados de febrero, las fuerzas de la coalición parecían estar centrando su atención en la ciudad de Kuwait, la capital portuaria del país ocupado. A medida que los buques de guerra se congregaban mar adentro, los iraquíes se convencieron de que el ataque previsto se centraría en la costa.

Pero mientras los iraquíes estaban preocupados por el porche delantero de Kuwait, la coalición atacó por la puerta trasera: el 24 de febrero, una de las mayores fuerzas de tanques que se han reunido jamás —más de 3000—, así como miles de vehículos blindados e infantería, atravesaron la vasta y poco protegida frontera iraquí-saudí en el oeste. El general al mando, Norman Schwarzkopf, había ideado este gran plan que llamó «gancho izquierdo»: los tanques de la coalición avanzarían al norte hacia Irak durante una distancia preestablecida, después girarían abruptamente hacia el este, hacia la ciudad ocupada de Kuwait, y destruirían la resistencia enemiga por el camino.

«Cuando eres tanquista, lo eres para siempre»

Paul Sousa contempla un enorme tanque M1A1 Abrams con el afecto de un hombre de mediana edad que se ha reunido con su primer coche. La máquina mide casi 10 metros de largo y pesa casi 68 toneladas, pero para él es un auto precioso.

«Esta es mi bestia», dice sonriendo. «Estuve dentro estas cosas durante 18 años. En la Tormenta del Desierto, estuve en uno durante 100 horas seguidas. Solo salí para ir al baño o para repostar, o para sostener una ametralladora mientras los demás repostaban».

Casi 1900 de estos monstruos fueron enviados contra los iraquíes en la Tormenta del Desierto. El enemigo tenía miles de tanques de la era soviética, pero nada comparable al arsenal al alcance de la mano de Sousa, un artillero de la 1.ª División de Caballería.

Todavía hay versiones modernizadas del M1A1 apostadas por todo el planeta, pero este en particular, ubicado en un rincón del Museo del Patrimonio Estadounidense en Stow, Massachusetts, es el único tanque de este tipo exhibido públicamente en todo el mundo.

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    Un obús autopropulsado M109 dispara contra las posiciones iraquíes. La pieza de artillería podía disparar a casi 16 kilómetros. En los tanques M1A1, los enormes cañones disparaban proyectiles con forma de dardo —algunos cargados con uranio empobrecido— que recorrían un kilómetro y medio en un segundo y agujereaban fácilmente los tanques enemigos.

    Fotografía de Steve McCurry, Magnum Photos

    Los iraquíes se retiran y prenden fuego a los campos petroleros de Burgan. Una nube tóxica de más de 48 kilómetros de ancho enseguida se extendió sobre el golfo Pérsico. «Pudimos ver una franja de luz en el horizonte», cuenta el artillero Paul Beaulieu. «Sobre nosotros había una nube de humo de los campos petroleros y bajo nuestros pies, el suelo estaba empapado de petróleo».

    Fotografía de Bruno Barbey, Magnum Photos

    Cuatro soldados conducían el M1A1: un comandante, un conductor, un artillero y un cargador. Estos hombres se autodenominaban tankers en inglés, o «tanquistas». «Cuando eres tanquista, lo eres para siempre». El comandante se sienta arriba, observando el terreno circundante. El conductor va delante y su cabeza sobresale de un agujero justo debajo del cañón. Sin embargo, ir en el asiento del artillero significa hacerse una idea de haber tenido una máquina construida a tu alrededor. No hay ni un centímetro de sobra; solo equipo y munición.

    «Yo pasé toda la guerra abajo, en la oscuridad, mirando por un periscopio», añade Sousa. «Enclaustrado, en cierto modo».

    A primeras horas de la mañana del 24 de febrero, las fuerzas de la coalición se extendieron en secreto a lo largo de 480 kilómetros de la frontera entre Arabia Saudí e Irak. Los oficiales militares iraquíes albergaban sospechas, pero no hicieron nada.

    «Te diré una cosa: mi madre lo había averiguado», cuenta Randy Richert, que sirvió en la 1.ª División de Infantería. Había entrenado como tanquista, pero acabó trabajando de conductor para un coronel en las formaciones de tanques en movimiento en un Humvee no blindado, como un delfín saltando entre un grupo de ballenas.

    «Mi madre siguió viendo las noticias sobre todas las divisiones que estaban reuniéndose cerca de Kuwait, al este, pero no escuchó nada sobre nosotros. Les dijo a sus amigos: “Creo que Randy está en alguna parte del desierto”».

    Antes de la Tormenta del Desierto, muchos de los tanquistas del ejército habían pasado casi una década en tanques M1A1 en Europa, entrenando en caso de una posible invasión soviética del otro lado del Telón de Acero.

    «Era la época de la Guerra Fría», recuerda Paul Beaulieu, un artillero. «Siempre estábamos en alerta; siempre esperando la invasión soviética. Nunca pensé que utilizaríamos ese entrenamiento en algún lugar del desierto, pero estaba preparado».

    Mientras camina alrededor del M1A1 del Museo del Patrimonio Estadounidense, Beaulieu señala que el viaje fue suave incluso en el terreno más agreste del desierto gracias al avanzado sistema de suspensión del tanque. Señalando un antiguo tanque Sheridan M551 de los años sesenta, que también estuvo en la Tormenta del Desierto, añade: «Comparado con conducir ese tanque de ahí, este es como un Cadillac». Irónicamente, el Sheridan fue construido por Cadillac.

    «Llovía lodo»

    Aquella primera mañana, los tanques, acompañados por la infantería y por otros vehículos blindados, traspasaron las defensas iraquíes —muchas de las cuales habían sido casi destruidas en ataques aéreos anteriores— mientras avanzaban hacia el norte.

    Sin preparación, decenas de miles de soldados de infantería iraquíes —la mayoría adolescentes y hombres jóvenes presionados por Sadam para formar parte del servicio militar— lucharon de forma encarnizada, pero estaban en inferioridad. Muchos se rindieron cuando los tanques llegaron a sus campamentos. Sin embargo, estos no eran los combatientes más hábiles de Irak. Solo eran carne de cañón, colocados en perímetros amplios frente a la temida Guardia Republicana iraquí.

    En Estados Unidos, los espectadores vieron las películas de stock de los tanques M1A1 acelerando por un desierto seco y plano bajo cielos soleados. Pero aquellas eran películas de entrenamientos. En Irak, el tiempo era terrible: durante la mayor parte de la ofensiva, llovió en el desierto. Y aún peor: era lluvia pegajosa y oleosa, causada por la mezcla de la precipitación con el humo de los campos petroleros de Kuwait, a los que los iraquíes habían prendido fuego.

    El rápido éxito de la invasión sorprendió hasta al mismo Schwarzkopf, que ordenó a sus tropas que avanzaran antes de tiempo. La decisión aumentó la ventaja de la coalición, pero pasó factura a los soldados ya fatigados.

    «No dormíamos», cuenta Richert. «En cuanto parábamos, te dormías. Igual podías echarte una siesta de 20 minutos y eso era todo durante las ocho horas siguientes».

    Hubo una serie de escaramuzas entre tanques durante los dos primeros días de la operación, pero la guerra blindada comenzó realmente el 26 de febrero, cuando el 2.º Regimiento de Caballería de Estados Unidos y otras unidades se toparon con los tanques de la Guardia Republicana después de haber girado hacia Kuwait. En un enfrentamiento notable, la compañía A —dirigida por el futuro asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, el capitán H.R. McMaster— se apostó sobre el lecho seco de un río y, durante cuatro horas, combatió una ola tras otra de tanques iraquíes.

    Horas más tarde, a pocos kilómetros de distancia, la 1.ª División de Infantería y la 3.ª Brigada de la 2.ª División Blindada (también conocida como «Hell on Wheels» o «Infierno sobre ruedas») se enzarzó en una batalla en plena noche con más tanques de la Guardia Republicana, la «Fright Night» de Fontenot.

    En la oscuridad, entre la lluvia, entre el humo, las condiciones no podrían haber sido peores. Los tanques se dispararon los unos a los otros sin saber del todo a qué bando pertenecían. Los soldados iraquíes se arremolinaron en torno a los tanques de la coalición, tratando de encontrar agujeros por los que disparar con sus ametralladoras. Los tanquistas respondieron sellando las escotillas mientras los camaradas de los taques cercanos los acribillaban con las ametralladoras.

    El cielo estaba iluminado con localizadores. Mientras los tanques pasaban por colinas bajas o depresiones, los combatientes iraquíes saltaban de sus escondites, blandiendo lanzagranadas e intentando derribar los tanques desde atrás. Solo la rápida acción de los artilleros de los tanques impidió el desastre.

    «A veces eran hileras de tanques disparándose los unos a los otros. Fue una batalla de 360 grados», cuenta Fontenot.

    Inevitablemente, en la confusión de la oscuridad, ocurrieron accidentes mortales. En su libro, The First Infantry Division and the U.S. Army Transformed: Road to Victory in Desert Storm, Fontenot relata el momento atroz en el que los disparos errantes de un M1A1 destruyeron un vehículo de combate de infantería Bradley de Estados Unidos, haciendo saltar chispas.

    Fontenot ordenó específicamente a sus hombres que no dispararan hasta estar absolutamente seguros de que habían visto a un enemigo. Con todo, aún le atormenta lo que llama el «fratricidio» de aquella noche caótica. Una combinación de fuego amigo y enemigo mató a seis estadounidenses e hirió a 32.

    «Había muchos factores», dice. «Llovía lodo, por el amor de Dios. Había nubes y humo que jugaban malas pasadas a la visibilidad. Alguien dijo que aquella noche la visibilidad era como mirar dentro de un armario con gafas de sol».

    Fontenot señala que la fatiga también estuvo implicada. «Los hombres vieron cosas que esperaban ver, pero que en realidad no estaban ahí. Si ves vehículos de combate que se dirigen hacia ti, vas a hacer algo, y quizá no sea lo correcto».

    Tras aquella noche, quedaba una gran batalla de tanques: una contienda de 40 minutos en un lugar llamado Medina Ridge en la que participaron unos 3000 vehículos, entre ellos 348 tanques M1A1. Fue la última batalla de la Guardia Republicana iraquí, que opuso resistencia lo mejor que pudo durante la breve guerra. Con todo, los M1A1 eran tan superiores respecto a los iraquíes que podían disparar casi con impunidad. Los helicópteros de ataque y los aviones antitanques A-10 acudieron volando para ayudar.

    La victoria en Medina Range fue rápida y decisiva y, para muchos de los estadounidenses, traumática.

    «No creo que mi mujer necesite saber qué pasó allí», contó un tanquista al New York Times. «No quiero que conozca esa faceta mía».

    Una patrulla estadounidense se acerca a un tanque iraquí destruido y a un cadáver calcinado. Las fuerzas de la coalición liberaron Kuwait el 27 de febrero de 1991. Hasta 50 000 soldados iraquíes fallecieron y el paisaje de Kuwait aún conserva las cicatrices de los vertidos de petróleo, los incendios y las huellas de los tanques.

    Fotografía de Bruno Barbey, Magnum Photos

    Desde el principio hasta el alto el fuego, las batallas de la Tormenta del Desierto duraron poco menos de cien horas. Mataron a entre 25 000 y 50 000 soldados iraquíes y capturaron a 80 000. De los 219 soldados estadounidenses fallecidos, 154 perecieron en la batalla, muchos de ellos por fuego amigo.

    Unos 3300 tanques iraquíes fueron destruidos en las batallas del desierto y en ataques aéreos. La coalición perdió 31.

    Un lugar sombrío

    El M1A1 del Museo del Patrimonio Estadounidense es brillante y parece nuevo. Es un lunes y el museo está cerrado, y Hunter Chaney me pregunta si me gustaría sentarme dentro del vehículo. La respuesta, por supuesto, es sí.

    Necesito una escalera para subirme al tanque. Un soldado joven habría trepado como una cabra montesa. Me meto en el interior oscuro del tanque, abro el asiento con resorte del artillero y me coloco en posición. Botones e interruptores controlan el ventilador de la torreta y el estado armado/seguro del cañón principal de 120 mm. La placa del fabricante me informa de que, solo la torre, ubicada sobre mi cabeza, pesa 23,1 toneladas.

    La última vez que vi una de estas cosas en persona fue en los meses posteriores a la Tormenta del Desierto, durante un desfile triunfal en las calles de Washington D.C.

    Pero aquí no hay una sensación triunfal. Es un lugar sombrío, más apagado todavía por el hecho de que un hombre murió en el asiento que está a mi lado. Cuando terminó la guerra del Golfo, este M1A1 en particular se quedó en Oriente Medio, donde lo utilizaron durante la guerra de Irak. El 3 de agosto del 2006, mientras patrullaba a las afueras de Faluya, el tanque fue alcanzado por un artefacto explosivo improvisado (o IED, por sus siglas en inglés). La metralla atravesó el cuello del comandante, un joven padre llamado George Ulloa.

    En un vídeo tributo que se reproduce en bucle cerca del tanque, la mujer de Ulloa llora mientras habla de su amor por sus tres hijos y su amor por su país.

    Las guerras pueden ser rápidas; las guerras pueden parecer infinitas. Y dependiendo de tu perspectiva, hasta una guerra de cien horas puede parecer una eternidad.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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