La brutalidad de la II Guerra Mundial aún atormenta a los niños que sobrevivieron

75 años después, una escritora recuerda los horrores que sufrió su madre y cómo se enfrentó a ellos.

Por Indira A.R. Lakshmanan
Publicado 27 nov 2020, 12:18 CET

Montaje de fotos de la familia Romanowski de la década de 1930, en la Polonia de preguerra.

Fotografía de Dermot Tatlow

A los ocho años, a mi madre Teresa le arrebataron su infancia.

Mientras dormía aferrada a su querido zorro de peluche, en las horas previas al amanecer del 1 de septiembre de 1939, la terrible tormenta de un ataque aéreo alemán anunció el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Quince días después, la guerra llegó a sus puertas cuando los soldados polacos cavaron trincheras en el jardín familiar. Los alemanes que avanzaban hacia Varsovia lanzaron un ataque de artillería contra Młociny, el pintoresco pueblo donde vivía su familia, a 13 kilómetros al noroeste de la capital. Los caballos atravesaron la pradera al galope cuando un regimiento de caballería polaco se unió a la defensa. Los alemanes les tendieron una emboscada y “los mataron sin más”, recuerda mi madre, chasqueando los dedos.

Teresa Romanowska de joven en la Polonia de la década de 1950.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Teresa a los 8 años poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Los proyectiles de artillería destruyeron el techo de su casa, perforaron una pared de su habitación, aplastaron el porche y explotaron en el jardín. Teresa, su hermano mayor, Thomas, y sus padres se atrincheraron en el sótano durante horas, angustiados por los gemidos de un soldado polaco moribundo pidiendo una ayuda que no podían proporcionarle.

Cuando terminó aquel día, cuatro combatientes polacos yacían muertos en su jardín. Las tropas alemanas les ordenaron salir de la casa con "ametralladoras apuntándonos a la garganta", recuerda mi madre. Asesinaron a un vecino judío ante sus ojos. Se llevaron a su esposa e hijos histéricos; mi madre nunca los volvió a ver. Unos guardias armados se llevaron a mi abuelo y a otros hombres y ordenaron a las mujeres y los niños que enterraran los cadáveres. Tom y mi abuela enterraron 14 cuerpos aquel día, entre ellos el de un ametrallador polaco decapitado. Les dieron una hora para recoger sus pertenencias y evacuar al bosque.

Mientras recogían todo lo que cupiera en un viejo cochecito de bebé, un soldado alemán le arrebató el zorro plateado de peluche a mi madre y lo colocó en la cabina de su camión, un trofeo perverso de la subyugación de otros seres humanos.

Una infancia robada

Los cinco años siguientes trajeron horrores inimaginables. Los 75 años transcurridos desde el Día de la Victoria, cuando los nazis se rindieron, no han sido suficientes para borrar esas cicatrices indelebles. Mi madre era solo una entre decenas de millones de niños cuyas vidas se vieron golpeadas por fuerzas de la historia que estaban fuera de su control.

Teresa cuando era un bebé (derecha), con su madre, Alina Sumowska Romanowska, en su casa de campo en Choceń, 1933.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

El padre de Teresa, Bohdan Romanowski (izquierda) con su hermano Thomas a principios de la década de 1930.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Ella fue de las afortunadas. Su nombre, Teresa Romanowska, aparece sin la nota a pie de página "fallecida" en la "Lista de Conmemoración" del campo nazi donde fue procesada. Sin embargo, hoy sus recuerdos más profundos, sus miedos persistentes y sus fantasmas, están arraigados en esos años formativos. Ni siquiera seis décadas en los Estados Unidos, al otro lado del océano y de la guerra, han podido borrar el trauma de la inocencia perdida.

Mi madre recuerda su infancia anterior a la guerra como idílica, una vida despreocupada en una casa de campo rodeada de huertos y árboles frutales; colmenas y pollos; vacas y caballos; un poni temperamental llamado Kucka; y un perro de caza llamado Fiel.

Sus padres provenían de una nobleza educada; su padre, Bohdan Romanowski, era descendiente de Kazimierz Pułaski, un noble polaco que luchó en la Revolución de las Trece Colonias y salvó la vida a George Washington en 1777. Mi abuelo, un ingeniero educado en Polonia, Alemania y la Rusia imperial, dirigía una planta de remolacha azucarera en un pueblo llamado Choceń, en el centro de Polonia, cuando nació mi madre.

La casa familiar de Teresa en Młociny, un pueblo en las afueras de Varsovia, se convirtió en una línea del frente cuando los alemanes invadieron Varsovia en 1939.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Su madre cosmopolita, Alina Sumowska Romanowska, hablaba cuatro idiomas y creció en la actual Ucrania, en una finca familiar que fue quemada en la Revolución rusa de 1917, cuando se vieron obligados a huir a Cracovia.

La Gran Depresión cerró la planta de azúcar en 1933. La familia se trasladó a Młociny, un enclave bucólico entre el bosque de Kampinos y el río Vístula, y construyó una villa de dos pisos. Ahorraron hasta que Bohdan encontró trabajo en una empresa estadounidense. En 1937, pudo comprar una fábrica de ladrillos.

Cuando los nazis arrasaron Młociny en septiembre de 1939, mi abuelo fue capturado y obligado a trabajar al principio como intérprete en un cuartel general del ejército alemán a 48 kilómetros al este de Varsovia. Como ingeniero mecánico formado en Dresde, habría resultado útil para la operación bélica alemana, pero se negó a colaborar. Le confiscaron la fábrica de ladrillos.

Teresa con su niñera Maria (centro) y su hermano Tom (izquierda) en el poni de Tom, Kucka, en Choceń, 1933.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Sin medios de subsistencia, mi abuelo tuvo que vender sus tierras y alquilar un apartamento en Bielany, un suburbio de Varsovia. El único trabajo que pudo encontrar fue trabajo manual como técnico de reparación de tranvías. Las raciones de alimentos eran escasas y apenas bastaban para evitar que murieran de hambre. Thomas, que entonces tenía 14 años, devoró las novelas de Dickens para solazarse con los banquetes imaginarios. Mi abuela Alina vendió sus joyas para completar su dieta.

Muerte y rebelión en Varsovia

La ideología nazi consideraba que tanto los judíos como los polacos católicos romanos como la familia de mi madre eran subhumanos que ocupaban un territorio crucial para Alemania. En un discurso a puerta cerrada a sus generales poco antes de la invasión de Polonia, se citó a Adolf Hitler dando la orden de “enviar a la muerte sin piedad y sin compasión a hombres, mujeres y niños de derivación e idioma polacos. Sólo así ganaremos el Lebensraum [espacio de vida] que necesitamos.”

El primer blanco fueron los judíos polacos. En la primavera de 1940, los nazis también atacaron a los no judíos vinculados a la resistencia y organizaron ejecuciones públicas en el centro de Varsovia. La familia de mi madre se quedó horrorizada al enterarse de que su antigua institutriz alemana se había convertido en espía nazi y había denunciado a su vecina y tutora de francés por no declarar un arsenal de armas de caza que el hermano de la tutora y mi abuelo habían enterrado antes de la invasión. La enviaron Auschwitz, donde falleció.

Ese otoño, obligaron a los 350 000 judíos de Varsovia a entrar en un gueto rodeado de muros de tres metros de altura cubiertos de alambre de espino. Los que huían eran ejecutados en el acto, como una mujer y un niño que vio mi tío cuando los capturó un soldado de las SS intentando salir de una alcantarilla. En 1942, los nazis enviaron a 265 000 judíos de Varsovia a su muerte en el campo de exterminio de Treblinka. En 1943, los que se habían quedado organizaron la rebelión judía más importante de la Europa ocupada, pero el levantamiento del gueto de Varsovia fue sofocado en un mes.

Un año después, los líderes de la resistencia polaca planearon liberar la ciudad de los nazis mientras los soviéticos se acercaban por el este. Tom, que entonces tenía 19 años, gestionó en secreto la distribución de un boletín de prensa clandestino. El 1 de agosto de 1944, advirtió a la familia de que a las cinco de la tarde se daría la orden de iniciar el levantamiento de Varsovia. Ese día, mi abuelo no volvió a casa.

Durante 63 días, los nazis lanzaron un bombardeo implacable, disparando artillería y bombas sobre la ciudad día y noche. Decenas de miles de ciudadanos fueron masacrados en las calles. En septiembre, una brigada nazi llegó a la manzana donde vivía mi madre, ordenó a todos a salir a la calle y empezó a lanzar artefactos incendiarios a las casas como castigo. La familia acababa de terminar de comer y, presa del pánico, mi madre salió corriendo llevándose con ella los platos sucios.

Teresa vestida para un baile en Polonia, 1958.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Tom volvió impulsivamente para tratar de retirar la bomba incendiaria. Un soldado le apuntó con el rifle y Alina gritó: "¡Tom! ¡Tom! ¡Agáchate, te va a matar!”. Tom huyó, pero la casa se quemó. "Estaba parada en medio de la calle con una palangana de platos sucios, viendo nuestra casa arder", recuerda mi madre.

"¡Teresa, salta!”.

Los líderes nazis dieron órdenes de asesinar a los habitantes de Varsovia y arrasar la ciudad. Las deportaciones a los campos empezaron con el traslado de civiles a Pruszków, al oeste de Varsovia, donde los nazis habían convertido un taller ferroviario en un campo de tránsito conocido como Durchgangslager 121. En tres meses, 650 000 residentes de la ciudad y sus alrededores fueron procesados allí, hacinados en estrechos talleres de trenes separados por alambre de espino y custodiados por la Gestapo y los soldados.

"Si tenías que ir al baño, te ponías en cuclillas ahí mismo y lo pisabas", recuerda mi madre. Las trincheras que normalmente se usaban para reparar vagones de tren estaban llenas a rebosar de aguas residuales, petróleo y basura. Había tifus, disentería y piojos, pero Teresa tenía más miedo de los alemanes vestidos de personal médico que de la suciedad y las enfermedades.

Teresa cuando era estudiante de posgrado en la Universidad Estatal de Ohio, en Columbus, 1961.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

La autora, Indira Lakshmanan, con sus padres, T.R. Lakshmanan (izquierda) y Teresa R. Lakshmanan (derecha) en la década de 1970. Pittsburgh, Pensilvania.

Fotografía de Teresa R. Lakshmanan

Un día, una mujer embarazada dio a luz y un guardia agarró al recién nacido y lo ahogó en un pozo de petróleo. La madre, angustiada, dejó escapar un grito sangriento antes de lanzarse a su muerte tras su bebé, una escena que se repite en las pesadillas de mi madre hasta el día de hoy.

Las familias quedaron divididas. Los hombres jóvenes y fuertes como Tom fueron enviados a campos de trabajos forzados en Alemania; mi madre y mi abuela fueron asignadas a un grupo destinado a campos de concentración. Mi abuela le dio las joyas que le quedaban a un guardia con la esperanza de comprar un mejor trato. Pero mi madre y ella acabaron en vagones de ganado que, según temían, iban en dirección a Auschwitz.

El tren se detuvo a las afueras de Cracovia para expulsar el hedor de los excrementos de los vagones y, mientras el guardia salía a fumar y el tren comenzaba a moverse, mi abuela saltó, gritando: "¡Teresa, salta!”. Mi madre la siguió y corrió para esconderse en unos arbustos cercanos. Resonaron disparos en esa dirección mientras el tren traqueteaba, pero no las alcanzaron. Nunca supieron si fue suerte o si aquel soborno supuso la diferencia.

Teresa Lakshmanan (izquierda) con su nieto Devan Tatlow (derecha) rezando en la tumba de sus padres en Varsovia en 2014.

Fotografía de Indira A.R. Lakshmanan

Se escondieron hasta el anochecer y siguieron las vías hasta Cracovia, donde llegaron a la casa de la hermana de Alina, Ewa, que vivía en la casa de su suegro, un famoso artista polaco llamado Józef Mehoffer.

Teresa y su madre se escondieron en las habitaciones vacías de los sirvientes durante el resto de la guerra. Ahora, la Casa Mehoffer es un museo de arte público y las habitaciones se conservan tal y como estaban cuando mi madre vivía allí.

Los registros de Durchgangslager 121, que ahora es un monumento conmemorativo a los detenidos en el levantamiento de Varsovia, demuestran que el tren de mi madre se dirigía a Mauthausen, un campo en Austria utilizado principalmente para el "exterminio mediante el trabajo" de intelectuales y las clases altas de países ocupados por Alemania.

El 7 de abril de 1945, los estadounidenses liberaron con tanques Sherman la aldea alemana donde mi tío era trabajador forzado. (Tom nunca volvió a vivir en Polonia y viajó a los EE.UU., donde más tarde se alistó para luchar en Corea, asistió al MIT conforme a la ley G.I. Bill y se labró una carrera ilustre como físico nuclear. Trajo a mi madre a Estados Unidos como alumna de posgrado en 1959.)

El 6 de mayo de 1945, la ciudad alemana de Breslau (ahora la ciudad polaca de Breslavia) se rindió a los soviéticos y mi abuelo fue liberado de los trabajos forzosos. Tardó un mes en llegar a Cracovia, viajando a pie y en un transporte de la Cruz Roja.

Mi madre respondió cuando llamó a la puerta, pero no reconoció el esqueleto que había dentro de un abrigo holgado con unos pies sucios que sobresalían por los agujeros de los zapatos. Pensando que era un mendigo, cerró la puerta, pero él protestó: “Teresa, soy tu padre.”

Agotado por su viaje de Alemania a Polonia, pasó el año siguiente entrando y saliendo de hospitales, pero ya era demasiado tarde. Falleció en agosto de 1946, a los 61 años. La salud mental de mi abuela se deterioró y la ingresaron varias veces en una institución para tratarla con terapia de electrochoque. Tras recuperarse, encontró trabajo como traductora de francés y alemán en una agencia estatal para mantenerse a sí misma y a mi madre.

Curtida y atormentada por la batalla

Para Teresa, la guerra lo cambió todo. Mató a su padre, quebró a su madre y alejó a su hermano de casa. Bajo la ocupación alemana, "no nos trataron como humanos", sino como seres desechables, "sin almas", dice. Es difícil imaginarse a una chica curtida por la batalla a los 13 años, pero la guerra la volvió dura y desconfiada.

Esa determinación la ayudó a sobrevivir a las vejaciones de los años siguientes. La vida bajo la ocupación soviética era sombría y llegó a despreciar a los comunistas casi tanto como a los nazis. A su familia se le asignó un apartamento de una habitación en Varsovia con turnos en una cocina común y acceso semanal a unas duchas públicas. Se sacó un máster en geografía, pero nunca se unió al Partido Comunista, por lo que sus oportunidades fueron limitadas hasta que llegó a los Estados Unidos. Allí, la vida le jugó más malas pasadas: un divorcio amargo, dificultades para volver a trabajar y problemas financieros. Sin embargo, se levantó y perseveró con tenacidad y obtuvo un doctorado en biblioteconomía.

Teresa a los 88 años en su residencia en Washington, D.C.

Fotografía de Dermot Tatlow

Ahora, mi madre tiene 89 años y sufre demencia. Pero algunos desgarros en el tejido de una vida joven nunca se reparan ni se olvidan. El año pasado, tras un accidente cerebrovascular incapacitante, fueron los recuerdos de guerra los que atravesaron esa neblina. A pesar de la parálisis parcial, se enfrentó a las enfermeras de la UCI que intentaban ponerle inyecciones porque pensaba que eran guardias nazis haciendo experimentos. Me pidió que tapara las salidas de aire de su habitación porque había visto a espías escuchando en el techo. Tuvo alucinaciones de soldados que marchaban frente a su ventana. Cuando los delirios se disiparon, fue su determinación obstinada lo que aceleró su rehabilitación. Sorprendió a sus terapeutas con su fuerza de voluntad para recobrar parte del movimiento del brazo y la pierna del lado izquierdo.

Ahora vive en una residencia de ancianos donde no hemos podido visitarla en dos meses debido a las restricciones del coronavirus. Puede que sus instintos de supervivencia la estén ayudando a sobrellevar el aislamiento mejor que muchos. Tuvo neumonía, pero se recuperó. Es "dura de roer", me tranquiliza mi marido. Esa voluntad indomable de sobrevivir se forjó en los fuegos de su infancia.

Indira A.R. Lakshmanan es redactora ejecutiva en National Geographic. Síguela en Twitter.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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