Una crisis hídrica histórica amenaza a 600 millones de personas en la India

Un recorrido por el norte de la India revela que el agua subterránea del país está desapareciendo.

Por Paul Salopek
fotografías de Paul Salopek
Publicado 23 oct 2018, 12:28 CEST
Verinder Singh y Siddharth Agarwal
Los compañeros de viaje de Paul Salopek, Verinder Singh (izquierda) y Siddharth Agarwal (bebiendo al fondo) rellenan sus botellas en un camión cisterna que pasaba por allí.
Fotografía de Paul Salopek
Out of Eden Walk, del escritor y socio de National Geographic Paul Salopek es una odisea narrativa de una década por todo el mundo. Recorre los caminos de la primera migración humana desde África hasta la punta de Sudamérica. Esta es su última actualización desde la India.

«¿Hacéis trucos de magia?».

Son los aldeanos. Nos ven pasar bajo el cegador sol blanco del desierto de Thar. Recorremos la India a pie con una mula de carga. Los lugareños nos confunden con artistas vagabundos, curanderos viajantes, nómadas de circo. La respuesta a su pregunta es, por supuesto, que sí. Llevamos magia. Pero todo el mundo la lleva.

Se encuentra en el agua.

Los seres humanos son pozos móviles de agua ligeramente salada. Como sabe cualquier niño, nuestros cuerpos contienen la misma proporción de agua —71 por ciento— que la parte de la superficie terrestre que está cubierta por océanos. No hay misterio alguno. Somos animales acuáticos nacidos en un planeta acuático. El agua está por todas partes y en ninguna parte. Es un compuesto inquieto: transitorio, inquieto, en constante movimiento. Su forma cambia constantemente de gas a líquido y a sólido y vuelta a empezar. Incluso fluye, aunque lentamente, congelada en el polo sur en un casquete de hielo a una profundidad de más de 2.400 metros que tiene un millón de años. Los océanos contienen el 97,25 por ciento del agua del planeta. Los polos y los glaciares contienen el dos por ciento. La cantidad potable y absurdamente pequeña restante —el preciado 0,75 por ciento de agua dulce líquida de la que depende el Homo sapiens para sobrevivir— es la que desperdiciamos como dementes en un desierto.

En la India, un país de 1.300 millones de habitantes, la mitad de la población sufre una crisis hídrica. Más de 20 ciudades —entre ellas Delhi, Bangalore e Hyderabad— habrán secado sus acuíferos en los dos próximos años. Esto se traduce en un millón de personas que viven sin agua subterránea. Los agricultores del Punjab, uno de los graneros más importantes de la India, se quejan de que sus capas freáticas han descendido 12, 18 o 30 metros en una sola generación. Una herencia hídrica acumulada desde la última glaciación a lo largo de miles de años está siendo extraída de forma incansable por parte de la agricultura industrial, por la revolución verde. ¿Y cuál es la respuesta del gobierno? Construir más presas (India ya tiene 5.000) y recanalizar el curso de los ríos para saciar la red de regiones secas. Por su parte, las importantes lluvias del monzón son cada vez más erráticos ante un clima cambiante. Y la demanda de agua dulce aumenta en 16 millones de seres humanos al año.

«¿Conservación? Nadie habla de ello», afirma mi compañera de caminata Arati Kumar-Rao, fotógrafa de naturaleza que ha vivido entre los agricultores de secano del Thar.

Pozos seculares como este salpican el desierto de Thar de Rayastán.
Fotografía de Paul Salopek

La tecnología de recolección de lluvia de los moradores del desierto de la India es antigua y compleja. Estudian detenidamente el amplio terreno, observando depresiones suaves llamadas aagor, cuencas hidrográficas. Canalizan las escasas lluvias por estas laderas apenas perceptibles hacia estanques efímeros llamados khadeen. En estos embalses alimentados por la lluvia han plantado sin irrigación, durante siglos y quizá milenios, cultivos resistentes a la sequía como el mijo.

Kumar-Rao y yo nos detenemos en un pozo del desierto. El sol es tóxico. La temperatura es de 45 grados centígrados. Estamos sedientos. Tiro un cubo de lata por una trampilla. Oigo una salpicadura e izo un delicioso peso con una cuerda.

«¡Já!», grita un hombre. «¿Qué hacéis?».

Ha salido de una cabaña. Es un pastor. Es agua de lluvia, recogida de forma radial desde las muchas hectáreas agrietadas hacia este agujero excavado a mano. Nos dice que podemos beber cuanto queramos —el derecho de todo viajero—, pero no podemos lavar nada.

Cuando Kumar-Rao y yo nos despidamos en la ciudad de peregrinación de Salasar, se enjuagará los pies doloridos en un cubo de líquido transparente.

La comodidad del agua sobre agua.

* * *

Un átomo de oxígeno. Dos átomos de hidrógeno.

Las moléculas de agua se tuercen como la punta de una flecha, como un codo. Esto les proporciona cierta polaridad, una carga infinitesimal, que modifica el mundo de forma colectiva. Son el disolvente mágico, vinculadas y disueltas en neuronas, montañas, el vapor del café del desayuno, las placas tectónicas.

Camino por el límite del desierto de Thar.

Atravieso aldeas donde el cambio del uso del agua envenena a la gente de forma silenciosa. En el pasado, las precipitaciones superficiales bastaban para satisfacer la demanda de la humanidad. Ahora, la agricultura moderna y el crecimiento demográfico han llenado la tierra de miles de pozos: capilares perforados por máquinas cuyas bombas profundizan hasta acceder al agua subterránea. Pero no todos estos suministros antaño inaccesibles son sanos. Contienen minerales. Fluoruro. Arsénico. Cambia de un lugar a otro. Esta es la mitad de la crisis: no la cantidad, sino la calidad.

«¿Saben que su nivel de fluoruro está por encima de los estándares seguros?», pregunta mi nuevo compañero de viaje, el medioambientalista Siddharth Agarwal, a los aldeanos reunidos.

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    Siddharth Agarwal mide el nivel de fluoruro en el agua de los pozos de las aldeas del desierto de Thar.
    Fotografía de Paul Salopek

    Agarwal, que ha caminado miles de kilómetros a lo largo de los ríos de la India, suele detenerse para analizar al agua de los grifos de las aldeas en su ruta. Emplea un dispositivo fijado a su teléfono móvil que mide los niveles de fluoruro. Introduce unas cuantas gotas de agua en un recipiente. Saca una foto. El color del agua, analizado mediante una aplicación, revela su contenido mineral. El exceso de fluoruro provoca la desfiguración de dientes y huesos.

    Los aldeanos asienten con tristeza. Están al tanto del fluoruro. Pero ¿qué pueden hacer? Las autoridades han prometido un filtro. Mientras aguardan —algunos han esperado años—, compran el agua que entrega un camión cisterna. O beben ese lento veneno. Nuestros cuerpos son pozos vivos. Nadie puede sobrevivir sin agua.

    «La superficie más importante no es la que pisamos, sino la capa de agua bajo nuestros pies», me cuenta Agarwal.

    Observa el paisaje a través de su prisma de rayos X. Los árboles cambian, los cultivos cambian, la vida humana cambia, todo depende de la topografía húmeda subyacente. Un inframundo líquido que se desvanece.

    Semanas después, mientras cruzamos el lago salado de Sambhar cerca de la ciudad de Jaipur, vi cómo trabajaban las mujeres. Ganan menos de tres euros al día. Caminan hacia atrás durante horas, rastrillando sal sobre una vasta llanura de color blanco. La luz doblada por el calor hace que sus piernas aparezcan y desaparezcan. Una visión infernal. Es el abracadabra amargo de algún hechicero. Pero no lo es. Somos nosotros.

    Una trabajadora rastrilla la sal cerca de la antigua ciudad de Jaipur, en Rajastán.
    Fotografía de Paul Salopek

    Este artículo se publicó originalmente en la página web de la National Geographic Society, dedicado al proyecto Out of Eden Walk. Ha sido traducido del inglés. Puedes explorar la página web aquí.

    Paul Salopek ha sido galardonado con dos premios Pulitzer por su trabajo periodístico siendo corresponsal en el extranjero para el Chicago Tribune. Puedes seguirlo en Twitter @paulsalopek

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