El cambio climático ha creado una nueva crisis migratoria en Bangladesh

El país, que ya se enfrenta a la crisis de los rohinyás, sufre ahora un devastador problema migratorio: cientos de miles de personas se ven obligadas a elegir entre las costas maltrechas y las barriadas urbanas empobrecidas.

Por Tim McDonnell
Publicado 25 ene 2019, 14:02 CET
Bangladesh
En Bangladesh, una mujer usa fardos de paja para proteger una ribera que se erosiona por culpa de las crecidas. Gran parte del país es el epicentro de una crisis climática global.
Fotografía de G.M.B. Akash, Panos Pictures, Redux
Este artículo se ha redactado en colaboración con la National Geographic Society.

Golam Mostafa Sarder comienza cada día antes del amanecer, levantándose de una colchoneta roja en el cobertizo que comparte con otros 15 compañeros. Cada uno cuenta con el espacio suficiente para tumbarse. Se pone pantalones cortos deportivos y una camiseta a la luz de una sola bombilla.

Frente a la puerta abierta del cobertizo, a las afueras de Daca, la vasta megacapital de Bangladesh, se encuentra la fábrica de ladrillos donde trabajan Golam y sus vecinos durante 15 horas diarias, siete días a la semana y al menos seis meses al año. Gabura, su hogar, una aldea remota en la costa suroeste del país, está a más de un día de viaje de la ciudad en bus, rickshaw y ferry.

El trabajo de Golam consiste en empujar carretillas llenas de barro a la cadena de producción. Las hileras de ladrillos colocados a secar discurren desde un horno enorme que expulsa humo sobre un área del tamaño de la manzana de una ciudad. A las seis de la tarde, su cuerpo larguirucho está salpicado de barro gris. Esa tarde, el aire está plagado de mosquitos. Le quedan las fuerzas suficientes para limpiarse los pies descalzos y una cara de rasgos angulares, cenar lentejas con arroz y desplomarse en su colchoneta.

Un adolescente trabaja en un campo de ladrillos en Bhola, Bangladesh. Los campos de ladrillos en áreas urbanas son un destino habitual de refugiados medioambientales de la costa, sobre todo de hombres jóvenes.
Fotografía de Mahmud Hossain Opu

Golam nunca ha oído hablar del calentamiento global. Pero dice que sabe algo a ciencia cierta: «Si el río no se hubiera llevado nuestra tierra, no tendría que estar aquí».

Bangladesh, una nación ribereña y densamente poblada del Sudeste Asiático, siempre ha sobrevivido a tormentas tropicales, inundaciones y otros desastres naturales. Pero hoy, el cambio climático acelera esas fuerzas de destrucción, crea nuevos patrones de desplazamiento y alimenta una urbanización rápida y caótica. La semana pasada, un informe de la Oficina de Contabilidad Gubernamental de Estados Unidos determinó que el Departamento de Estado y otros organismos de asistencia extranjeros no han hecho lo suficiente para combatir la migración provocada por el cambio climático en los países en vías de desarrollo y destacaron la especial vulnerabilidad de Bangladesh. Y mientras el cambio climático provoca la migración de hasta 200 millones de personas en todo el mundo para 2050, Daca es un cuento con moraleja para las ciudades que sirven de refugio en todo el mundo.

Las entrevistas con decenas de familias de inmigrantes, científicos, planificadores urbanos, defensores de los derechos humanos y autoridades gubernamentales de todo Bangladesh revelan que, aunque el país es plenamente consciente de su vulnerabilidad al cambio climático, no se ha hecho suficiente para igualar el ritmo y la escala del desplazamiento y la urbanización resultantes, lo que echa por tierra cualquier posibilidad de una vida humana para una de las mayores poblaciones del mundo de refugiados medioambientales.

«Ahora mismo, la visión del gobierno es no tener visión», afirma Tasneem Siddiqui, científica política que dirige la Unidad de Investigación de Movimientos Migratorios y de Refugiados en la Universidad de Daca. «Todo está en Daca y todo el mundo acude a Daca. Y Daca se está derrumbando».

Los desplazamientos provocados por el clima

Bangladesh alberga a 165 millones de personas en un área de menos de 150.000 kilómetros cuadrados. Un tercio vive a lo largo de la costa sur en un panal de aldeas, granjas y estanques de peces en islas unidas por diques de contención. La mayor parte del área terrestre del país ya no se encuentra más por encima del nivel del mar que la ciudad de Nueva York y, durante la estación lluviosa, más de una quinta parte del país puede estar inundada a la vez.

Durante decenas de miles de años, los habitantes del vasto delta del Ganges aceptaron un paisaje volátil y peligroso de inundaciones y tormentas tropicales como coste a cambio de acceder a un suelo agrícola fértil y rutas de comercio marítimas lucrativas.

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    Forida Khatun tras su casa de Gabura, Bangladesh, en noviembre. Dos de sus hijos migraron a Daca cuando la casa familiar quedó destruida por las tormentas varias veces y perdieron trabajos agrícolas por la intrusión salina. «Solo Alá puede salvarnos», dice. «No tenemos poder para salvar a nuestros hijos».
    Fotografía de Tim McDonnell

    «La gente siempre ha hecho frente a las inundaciones y ha aprendido a hacer frente a la muerte», afirma Siddiqui. «Pero con el cambio climático, muchos de los daños son permanentes y se ven obligados a adaptarse a una nueva forma de vida».

    El cambio climático altera los patrones tradicionales de precipitaciones —sequía en algunas zonas, diluvios inesperados en otras— y el incremento de la escorrentía de sedimentos de los glaciares del Himalaya, río arriba, provoca un aumento de las inundaciones y la erosión ribereña. Cada año, desaparece un área superior a la de Manhattan. Mientras tanto, el aumento del nivel del mar introduce agua salada en las zonas agrícolas costeras y promete sumergir permanentemente grandes extensiones.

    En la última década, los desastres naturales han desplazado a una media de casi 700.000 bangladesíes, según el Centro de Supervisión del Desplazamiento Interno. Esa cifra aumenta en años con ciclones catastróficos, como el Aila de 2009, que desplazó a millones de personas y mató a más de 200. Pero en años relativamente tranquilos también incrementan los desplazamientos, a medida que el aumento del nivel del mar, la erosión, la intrusión salina, las malas cosechas y las inundaciones reiteradas hacen que la vida en la costa sea insostenible.

    En total, el número de bangladesíes desplazados por los diversos impactos del cambio climático podría alcanzar 13,3 millones para 2050, lo que lo convertiría en el motor principal de la migración interna, según un informe del Banco Mundial de marzo de 2018.

    «En la costa, podemos predecir con gran certeza que muchas personas que viven allí ahora no podrán seguir allí en el futuro, porque desaparecerá su forma de ganarse la vida», afirma Saleemul Huq, director del Centro Internacional del Cambio Climático y el Desarrollo de Daca y uno de los principales científicos climáticos del país.

    Mientras la gente huye de áreas costeras vulnerables, la mayoría acude a barriadas urbanas pobres, sobre todo en Daca, una de las megaciudades más densamente pobladas y de mayor crecimiento del mundo. La ciudad se considera un bastión de oportunidades económicas, pero también está plagada de pobreza extrema, amenazas para la salud pública, trata de personas y otros riesgos, incluyendo su vulnerabilidad a las inundaciones. Cada año llegan a Daca 400.000 inmigrantes de ingresos bajos.

    «Daca está plagada de personas que huyen de sus aldeas porque se las ha tragado el mar o los ríos», afirma Huq. «Será imposible absorber a los próximos millones».

    Cómo se produce la migración

    Actualmente, planificadores urbanos, responsables políticos, científicos y agricultores refuerzan los diques, elaboran diseños domésticos más innovadores, reconstruyen comunidades, erigen refugios y cultivan semillas de arroz resistentes a la sal, entre otras medidas. Pero sus acciones son demasiado lentas como para ayudar a muchas personas como Golam, que sobrevivió a una serie de tormentas catastróficas solo para descubrir que era su única opción era emigrar.

    Golam era solo un niño la primera vez que la casa de su familia quedó destruida. Era demasiado pequeño como para recordar el viento que arrancó los árboles frutales de su padre, las crecidas que arrasaron el té y el arroz de la tiendecita familiar, el derrumbe de las paredes de adobe, cómo se refugió con su madre en la casa de un vecino que, más adelante, también quedó devastada mientras huían de la crecida del río en plena oscuridad.

    Una segunda tormenta varios años después se llevó su otra casa. Y después una tercera: el ciclón Aila arrasó no solo su última casa y todo lo que contenía, sino también la tierra donde estaba, la última propiedad de su familia.

    Tras el Aila, la familia de Golam se quedó sin hogar, sin tierras y sin apenas posesiones, e inundados de agua de alta salinidad que sabotearía silenciosamente la pesca y la agricultura durante la próxima década. Para un joven que no había acabado la educación primaria, la fábrica de ladrillos y su promesa de efectivo se convirtió en la única forma de alimentar a su familia.

    «Durante en mi infancia, nadie acudía aquí para trabajar», afirma. «Pero ahora, casi todas las familias de mi aldea envían a una persona como mínimo».

    La familia de Golam envió a dos: hace un par de años, su hermano pequeño se unió a él. Cada uno gana apenas 1.300 euros en seis meses, sus ingresos anuales totales.

    El único descanso que tienen es en días de lluvia. Esos días, cogen un autobús al aeropuerto internacional y contemplan desde la verja del perímetro cómo despegan y aterrizan los aviones, y se imaginan sus posibles destinos.

    «Espero que Dios me vea con buenos ojos y cambie mi suerte», afirma Golam.

    Unos jóvenes descansan en una compuerta hidráulica en la pujante ciudad portuaria de Mongla, Bangladesh. La ciudad quiere reconstruirse como un imán para refugiados medioambientales, invirtiendo en diques y otras infraestructuras adaptativas, fábricas y otras oportunidades laborales, así como servicios públicos como viviendas asequibles, escuelas y hospitales.
    Fotografía de Mahmud Hossain Opu

    Una ciudad con barriadas de cambio climático

    La vida de los refugiados medioambientales que llegan a Daca no suele ser fácil. Los hombres y los niños trabajan en fábricas de ladrillo, conducen rickshaws y construyen rascacielos. Las mujeres y las niñas limpian casas, cosen ropa occidental y crían familias, teniendo que defenderse de la violencia sexual a lo largo del camino. La educación es un lujo; los alquileres son descabellados. Los desahucios pueden ser tan repentinos como el colapso de una ribera. La sensación de hogar ha quedado lejos.

    Sahela Begum, de 34 años, perdió a su marido por un ataque al corazón en febrero. Ha conseguido mantener a sus cuatro hijas con los ahorros de su vida durante unos pocos meses en una localidad llamada Naria, a las orillas del río Padma. Entonces, perdió su casa. En una calurosa tarde de agosto, la orilla sobre la que estaba se derrumbó y la envió río abajo junto a una docena de casas vecinas.

    «Cuando mi casa se fue con el agua, sentí que me estaba dando un ataque y que iba a morirme», cuenta. «Cuando perdimos la casa, nos quedamos sin alternativas».

    Una semana después, partió con sus hijas a Daca, a varias horas río arriba. Consiguieron encontrar una habitación en un barrio pobre llamado Kamrangirchar, cerca del centro de la ciudad, en un callejón sin salida detrás de un ruidoso mercado de telas construido sobre un antiguo vertedero. Paga unos 35 euros al mes, el 70 por ciento del sueldo que gana con labores domésticas diarias, por una oscura habitación de hormigón de tres por tres metros bajo una escalera. Su hija mayor, de 13 años, también hace labores domésticas, mientras su hija de 11 años se queda en casa para cuidar de las hijas de nueve y seis años. Comparten tres baños y una cocina de cuatro hornillos con otras 12 familias que viven en el callejón.

    El 40 por ciento de los residentes de la ciudad vive en barriadas como esta, de las que hay cientos por toda la ciudad. Según la Organización Internacional para las Migraciones, hasta el 70 por ciento de los residentes de los barrios pobres se han mudado por problemas medioambientales.

    Las barriadas emergen sin planificación y sin autorización en las partes traseras de los rascacielos de cristal, a lo largo de las vías del tren, en pilotes sobre llanuras aluviales o en los límites de edificios en construcción. Las camas individuales suelen compartirse entre cinco o más miembros de la misma familia. Las aguas residuales circulan sin control. Los incendios se extienden rápidamente. La mayor parte de la electricidad, si funciona, se obtiene ilegalmente. Las plagas de insectos son ineludibles. Las enfermedades cutáneas y gastrointestinales que se transmiten por el agua sucia son rutinarias y la tasa de mortalidad infantil duplica la de las zonas rurales. El dinero de los alquileres fluye en un mercado negro inmobiliario controlado por empresarios y autoridades locales corruptas.

    «Es muy difícil salir adelante aquí», afirma Begum. «Pero mi vida es la vida de mis hijas. Poder labrarles un buen futuro es mi principal esperanza».

    Ciudades para refugiados medioambientales

    Cuando Bangladesh se independizó en 1971, la población era un 91 por ciento rural. Pero cuando el país empezó a cambiar de una economía agrícola a una diversificada en la fabricación de bienes y otras industrias urbanas, Daca estalló. Hoy, casi un tercio de la población vive en ciudades y la población de Daca casi triplica la de las otras tres mayores ciudades del país juntas. La ciudad alberga a 47.500 habitantes por kilómetro cuadrado, casi el doble de densidad de población que Manhattan.

    En ese proceso de crecimiento, «las personas con ingresos bajos han quedado excluidas del marco de desarrollo de la ciudad», afirma A. Q. M. Mahbub, investigador de estudios urbanos de la Universidad de Daca. Las viviendas asequibles y el transporte público que conecta el centro de la ciudad con las afueras nunca han sido una prioridad, como es habitual en megaciudades de la India y China.

    Las autoridades locales consideran a los habitantes de las barriadas ocupantes ilegales y no residentes con derecho a servicios básicos. Tariq bin Yousuf, un alto funcionario de la Dhaka City Corporation, una agencia gubernamental que gestiona la infraestructura urbana, afirma que, aunque la ciudad planea construir más viviendas asequibles, prefiere que los residentes de las barriadas dependan de la ayuda de las ONG locales e internacionales.

    «Si invertimos dinero directamente en las barriadas o les proporcionamos suministro eléctrico, empezarán a pensar que tienen esas instalaciones y que, por lo tanto, la tierra les pertenece», afirma. «Cuando les demos servicios mejorados, se harán permanentes».

    Muchos de los principales expertos en políticas públicas del país creen que esa actitud —la de que los refugiados medioambientales son una carga lamentable— es imprudente.

    Mohammed Kabir Hossain, que conduce un rickshaw, es uno de los muchos refugiados medioambientales atraídos a Mongla como alternativa a Daca. «Por culpa de la salinidad y las inundaciones, no hay muchas oportunidades en mi aldea. Pero aquí puedo ganar dinero», afirma.
    Fotografía de Mahmud Hossain Opu

    «No puedes detener el cambio climático ni la inmigración», afirma Siddiqui, de la Universidad de Daca. «Pero puedes convertirlos en una oportunidad de desarrollo».

    Mongla, una pujante localidad portuaria en la costa centromeridional del país, está poniendo a prueba esa teoría embarcándose en una renovación urbana que pretende convertirla en un imán para los refugiados medioambientales. Es una de las varias «ciudades secundarias» emergentes, modelos de planificación urbanística que tienen en cuenta el clima y donde la inversión en diques y otra infraestructura adaptativa se combina con fábricas y otras oportunidades laborales manuales, así como con servicios públicos, como viviendas asequibles, escuelas y hospitales.

    «No hay forma de impedir que la gente vaya a Daca, a no ser que otros lugares resulten más atractivos», afirma Huq. «Los próximos diez millones podrían acudir a estas ciudades secundarias. Los niños y niñas de hoy, la próxima generación de ciudadanos».

    Mongla tiene los ingredientes adecuados, o eso esperan los planificadores. Posee un puerto consolidado, rodeado de un área industrial en expansión con fábricas de cemento, instalaciones de almacenamiento de gasóleo y dos docenas de fábricas con trabajos para 4.300 obreros que producen artículos como maletas, dispositivos electrónicos, comida envasada y maniquíes. Ubicada en el centro de la zona costera del país, es lo bastante grande como para ofrecer oportunidades, pero lo bastante pequeña como para tener espacio para crecer.

    «Tenemos un plan maestro para hacer la ciudad más funcional y hermosa», afirma Mohammed Alauddin, teniente de alcalde de Mongla. «La gente solía irse de Mongla para encontrar trabajo. Ahora acuden a trabajar en la industria y se quedan por las buenas condiciones de vida».

    Hasta ahora, las autoridades locales han invertido en dos compuertas hidráulicas; un sistema de tratamiento y distribución de agua dulce que, según Alauddin, ha aumentado el número de hogares con agua corriente de un tercio del total a la mitad; once kilómetros de paseos de ladrillo peatonales a lo largo del río; dos docenas de cámaras de seguridad de circuito cerrado; un sistema de altavoces que puede anunciar el mal tiempo y emitir música motivadora; y 4.000 árboles de sombra. Se están construyendo varios edificios de apartamentos, así como una torre desde la que los turistas podrán contemplar el cercano bosque de manglar de Sundarbans.

    Las inversiones parecen dar sus frutos. En los últimos cinco años, la población ha aumentado casi un seis por ciento hasta los 110.000 habitantes y el precio de la tierra se ha disparado. La zona industrial está en la ribera opuesta al centro de la ciudad y, cada tarde, en hora punta, el río se llena de ferris de pasajeros. Además, su reputación se está expandiendo.

    «Por culpa de la salinidad y las inundaciones, no hay muchas oportunidades en mi aldea. Pero aquí puedo ganar dinero», cuenta Mohammed Kabir Hossain, conductor de rickshaw de la zona industrial a la estación de ferri. Llegó a Mongla hace unos años desde Koyra, en la costa suroccidental. «Mucha gente acude aquí desde el sur de Bangladesh, sobre todo quienes no quieren ir a Daca».

    «Solo Alá puede salvarnos»

    En la casa de la familia de Golam, en Gabura, dos edificios bajos de madera enmarcan un patio que se abre en una constelación de estanques rectangulares de camarones que se extienden hasta el horizonte. Justo detrás hay un dique decrépito de tres metros, de apenas un metro de ancho, hecho con los mismos ladrillos grises que Golam y otros hombres producen lejos de su hogar. Tras el dique, un río separa la civilización de los inhabitables Sundarbans, el mayor bosque de manglar del mundo. La familia vive con miedo de que su casa —en una franja diminuta alquilada a la aldea— vuelva a ser arrasada.

    Forida Khatun, la madre de Golam, tiene los mismos rasgos angulares que su hijo. Se agacha contra la pared exterior de la casa envuelta en un sari violeta con flores amarillas y unos brazos llenos de brillantes brazaletes plateados, y ahuyenta a una gallina fisgona. Con voz aguda y baja, recuerda a Golam como un niño astuto y lleno de energía, siempre metido en problemas. Le encantaban los barcos y, una vez, fue en canoa hasta los manglares, pero pasó tanto tiempo que fue incapaz de remar hasta casa. Aquella vez, Khatun pudo mandar a unos chicos mayores del barrio para rescatarlo. Ahora, le preocupa haberlo perdido para siempre.

    «Si aún tuviéramos la tierra y la salinidad fuera menor, nuestros hijos podrían haberse quedado», cuenta. «Solo Alá puede salvarnos. No tenemos la capacidad de salvar a nuestros hijos».

    Aquí, la tierra es riqueza, y a esta familia no le queda ninguna. Además, la salinidad ha envenenado el mercado laboral tanto como el agua y el suelo. Muchas familias más ricas han convertido sus arrozales —una oportunidad segura de trabajo pagado— en estanques de camarones tolerantes a la sal, que básicamente se cuidan solos.

    El efecto corrosivo de la salinidad en las economías agrícolas podría desplazar a 200.000 personas de la costa de Bangladesh, según determinó en noviembre un estudio del Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias. Ese éxodo ya está muy avanzado en Gabura.

    «Hay menos oportunidades laborales por culpa del cambio climático», afirma Isharat Jahan Mintu, presidente del gobierno de la aldea. «Y el gran riesgo de desastres naturales hace que la gente quiera irse a zonas más seguras».

    Mintu estima que la marea alta aumenta una media de 30 centímetros al año y que la salinidad ha inutilizado un tercio de los terrenos cultivables de la aldea. Los agricultores se muestran reacios a cultivar más que una pequeña fracción de los terrenos aprovechables, por miedo a que todos sus ahorros se vayan flotando por el río y los bancos locales, que perciben ese mismo riesgo, son tacaños con los préstamos. Como consecuencia, hasta dos tercios de los hombres de la aldea, entre ellos Golam, se han marchado para encontrar trabajo en Daca y otras ciudades, ya sea temporalmente o para siempre.

    Mientras una generación de jóvenes pierde la fe en la que fue una de las regiones más fértiles y productivas del Asia Meridional, los que se han quedado están preocupados de que el tejido social de la aldea haya sufrido un daño irreparable. Las familias están fragmentadas, los niños crecen sin padres y vecinos de toda la vida se enfrentan por las tierras. Algunas partes del dique parecen ciudades fantasmas, llenas de tiendas cerradas. Nadie quiere irse, pero nadie ve forma de quedarse.

    «La migración es muy sensible», afirma Mintu. «Deja un vacío en el corazón de la aldea».

    Para este reportaje, Tim McDonnell contó con una beca Storytelling de National Geographic. Tim es periodista medioambiental. Síguelo en Twitter @timmcdonnell e Instagram @timothy.m.mcdonnell.

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