El peligroso mundo de la mafia de la minería de arena de la India

La India figura en segundo puesto por detrás de China en uso de arena de construcción, un recurso menguante y cada vez más valioso.

Por Paul Salopek
fotografías de Paul Salopek
Publicado 28 jun 2019, 14:18 CEST
Camiones
Hasta 300 camiones al día salen llenos de arena de una mina del río Son, en el estado de Bihar. El auge de la construcción extrae de los ríos grandes volúmenes de arena, un ingrediente fundamental para el hormigón. Los medioambientalistas afirman que la extracción es insostenible y que perjudica a la hidrología y la fauna locales.
Fotografía de Paul Salopek
Out of Eden Walk es una odisea narrativa por el mundo que sigue las huellas de nuestros ancestros humanos del escritor y National Geographic Fellow Paul Salopek. Este es su último reportaje desde la India.

«Debéis de ser periodistas. ¿Os interesa la minería de arena?».

Estamos en apuros.

Son los matones locales. Son cuatro. Hombres encapuchados de brazos grandes que han detenido su todoterreno blanco para interrogar a mi compañero de caminata, Siddharth Agarwal, y a mí en un dhaba, un local donde sirven comida en el norte de la India. Nuestra mesa de plástico tiembla ante el paso de los camiones pesados. ¿Qué transportan estas hileras de vehículos? Un torrente de arena extraído: los lechos fluviales dragados del río Indo y sus afluentes en el desamparado estado de Madhya Pradesh. La carga de cada camión está destinada a distintos lugares de construcción. Gran parte de esa carga es ilegal. La arena es un bien muy lucrativo en la India. Alimenta un mercado negro del que se aprovechan y que protegen los matones. Los mineros de arena han matado a agentes de la ley que han intentado detener la minería a cielo abierto en los ríos indios. Han asesinado a periodistas que han sacado a la luz la práctica prohibida de excavar los cursos de agua. Agarwal y yo intercambiamos miradas.

«Buscamos a periodistas para que nos ayuden», afirma uno de los hombres fornidos sobre el barullo del tráfico.

¿En serio?

«Sí. Los otros tíos camino abajo nos están extorsionando demasiado con los camiones», nos cuenta. «Nos dejan poco dinero. Tenemos documentos que lo demuestran. No es justo. Queremos hablar con los medios».

La India. Aquí todo el mundo tiene una queja, hasta la mafia de la arena.

Los mineros de arena extraen este bien preciado del río Ganges en Uttar Pradesh. Las autoridades permiten la minería manual, pero las minas ilícitas suelen emplear maquinaria pesada.
Fotografía de Paul Salopek

Para la mayoría, puede que la arena parezca un bien de contrabando insólito. Este pobre recurso es poco más que rocas molidas, granitos de sílice y cuarzo arrastrados río abajo desde las montañas erosionadas. La arena extraída ilegalmente no evoca el romanticismo oscuro de, por ejemplo, los diamantes de sangre, o el pathos del tráfico de fauna silvestre. Además, parece que existe un suministro infinito de este material. Pero no es así.

Nuestra civilización moderna se ha construido sobre arena: hormigón, carreteras pavimentadas, cerámica, metalurgia, fracturación hidráulica —hasta el cristal de los teléfonos inteligentes—, todo ello precisa esta humilde sustancia. La arena fluvial es la mejor, ya que los granos de arena del desierto son demasiado redondeados para servir de agentes aglutinantes industriales y la arena marina es corrosiva. Sin embargo, un estudio de Naciones Unidas calcula que el consumo total de arena de la humanidad —más de 40 000 millones de toneladas anuales— duplica la cantidad de sedimentos repuestos de forma natural por todos los ríos del mundo.

En la actualidad, la arena es tan valiosa que se transporta a largas distancias: Australia manda barcos llenos de arena a Arabia para proyectos de ganancia de tierras. China, principal constructor del mundo, también es el país que más arena consume en el planeta. Solo entre 2011 y 2014, los chinos emplearon más hormigón —compuesto principalmente de arena— del que utilizó Estados Unidos durante todo el siglo XX. Con megaciudades en auge, la India figura en segundo puesto en consumo mundial de arena.

A menudo observo pruebas de ese apetito arenoso en mi travesía de 3700 kilómetros por el país.

Las retroexcavadoras arrebatan el lecho arenoso de decenas de ríos, exponen canales desnudos de lecho rocoso, cieno y arcilla. Barcazas destartaladas transportan montículos de arena a puertos improvisados. Las carreteras de la India están deformadas y agujereadas por los ejércitos sobrecargados de camiones de arena. La factura medioambiental que pasa esta industria apenas supervisada es incalculable.

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    Dos mineros de arena artesanales cargan su carro en el río Ken, en el norte de la India.
    Fotografía de Paul Salopek

    «La minería de arena puede cambiar el curso de los ríos», afirma Rishikesh Sharma, biólogo gubernamental jubilado que ha trabajado durante años en el Santuario Nacional de Chambal, una importante reserva fluvial india que protege a cocodrilos en peligro de extinción llamados gaviales, así como a delfines de río. «La minería perjudica a la fauna silvestre porque les arrebata un hábitat que sirve para tomar el sol y poner huevos».

    La rampante minería de arena también perjudica de forma directa a las personas.

    Privar a los ríos de su arena provoca el descenso del nivel freático, una preocupación inquietante en la India, donde millones de personas sufren ya una escasez de agua histórica. La minería de arena en masa también ha erosionado deltas fluviales de todo el continente asiático, expuesto comunidades costeras a una grave pérdida de tierras y agravado los efectos del aumento del nivel del mar provocado por el cambio climático.

    Las autoridades indias insisten en que están imponiendo el orden.

    El estado de Uttar Pradesh declaró una prohibición minera hasta que sus ríos pudieran reponer su importante arena. Otros lugares prohíben las operaciones industriales a gran escala. En teoría, los permisos limitan la extracción de arena. Pero los beneficios del auge de la construcción en la India mantienen la minería de arena en la frontera donde no rige la ley.

    En el río Betwa, en Madhya Pradesh, conocimos a mineros desconfiados que viven en campamentos básicos. Hablan de trabajadores y tiendas arrastrados por descargas repentinas en las presas. En el Ganges, en Uttar Pradesh, las retroexcavadoras ambulantes sacan la arena de debajo de los ghats funerarios, piras junto a los ríos donde los hindúes incineran a sus muertos. Y en una sola operación a gran escala en el río Son, en Bihar, miles de hombres trabajan por turnos para cargar 300 camiones al día. Ganan 500 rupias (poco más de seis euros) por carga, el doble de lo que gana un jornalero.

    «Es imposible que el Son se quede sin arena, ¿cómo puedes decir eso?», dice Vinay Kumar, trabajador de 22 años. «Cada monzón trae arena nueva».

    Pero Kumar admite que el lecho del Son ha descendido al menos 1,8 metros desde que empezó a trabajar como minero, cuando era un adolescente.

    En el río Indo, mientras tanto, este grupo de frustrados hombres musculosos —los extorsionistas de los camiones de arena que interrogan a mi compañero Agarwal y a mí en el local— saben más.

     «El río se secará», predice su jefe.

    Es franco. Sincero. Se identifica como Rajiv Yadav.

    Yadav afirma que la mafia de la arena de la India no desaparecerá pronto, porque incluye a muchos empresarios y políticos. La parte que se lleva la policía, según él, infla los precios de las arenas fluviales finitas de la región de 15 000 rupias (unos 190 euros) por camión a entre 40 000 y 80 000 rupias (entre 500 y 1000 euros).  Es escandaloso. Lo único que pide es justicia: su parte proporcional. Y cuando hayan desaparecido las arenas naturales, entonces quizá pueda fabricarse arena artificial machacando rocas. O ladrillos.

    Este artículo se publicó en la página web de la National Geographic Society dedicada al proyecto Out of Eden Walk y se ha traducido del inglés. Puedes explorarla aquí
    Paul Salopek ha sido galardonado con dos premios Pulitzer por su labor periodística cuando trabajaba como corresponsal en el Chicago Tribune. Síguelo en Twitter @paulsalopek.
     

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