El rápido derretimiento del permafrost del Ártico nos afecta a todos

El suelo congelado se calienta más rápido de lo previsto, modifica el paisaje y libera gases de carbono que contribuyen al calentamiento global.

Por Craig Welch
fotografías de Katie Orlinsky
Publicado 16 ago 2019, 11:02 CEST
Cráter de Batagaika
El cráter de Batagaika de Siberia oriental, de 800 metros de ancho y que sigue creciendo, es el más grande de entre los muchos del Ártico. A medida que se derrite el permafrost mezclado con hielo enterrado, el suelo se derrumba y forma cráteres o lagos.
Fotografía de Katie Orlinsky
Este reportaje aparece en el número de septiembre de 2019 de la revista National Geographic.
Sergey Zimov (derecha) y su hijo Nikita dirigen un centro de investigación del Ártico en Chersky, Rusia, junto al río Kolimá. El mayor de los Zimov averiguó que el permafrost almacena mucho más carbono del que habían calculado los científicos. Parte de ese carbono está liberándose conforme aumentan las temperaturas.
Fotografía de Katie Orlinsky

Sergey Zimov, ecólogo de profesión, tiró un hueso de mamut lanudo al montón. Estaba agachado en el lodo a lo largo del frío y amplio río Kolimá, bajo un enorme acantilado de tierra que se desmoronaba. Era verano en el este de Siberia, muy por encima del círculo polar ártico, en la parte de Rusia que está más cerca de Alaska que de Moscú. No se veía ni una mota de nieve ni escarcha. Con todo, en este acantilado llamado Duvanny Yar, el Kolimá había erosionado y expuesto la capa subyacente: suelo congelado, o permafrost, de decenas de metros de profundidad y en rápido proceso de calentamiento.

Ramitas, materia vegetal y partes de animales de la Edad del Hielo —mandíbulas de bisonte, fémures de caballos, huesos de mamut— figuraban entre los restos varados en una especie de playa en la que Zimov hundía las botas. «Me encanta Duvanny Yar. Es como un libro. Cada página cuenta la historia de la naturaleza», afirmó mientras arrancaba los fósiles del lodo.

A lo largo de 23 millones de kilómetros cuadrados en la cima del mundo, el cambio climático está escribiendo un nuevo capítulo. El permafrost ártico no se está derritiendo de manera gradual, como predijeron en su día los científicos. Geológicamente hablando, se derrite prácticamente de la noche a la mañana. Cuando los suelos como los de Duvanny Yar se reblandecen y se desploman, liberan vestigios de vida antigua —y masas de carbono— que habían permanecido atrapadas en tierra congelada durante milenios. El carbono, que penetra en la atmósfera en forma de metano o dióxido de carbono, promete acelerar el cambio climático mientras los humanos intentamos reducir nuestras emisiones de combustibles fósiles.

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    El metano, un potente gas de efecto invernadero, burbujea del suelo que se derrite bajo lagos del Ártico. En invierno, el hielo en superficie atrapa el gas. En este estanque cerca de Fairbanks, Alaska, los científicos han perforado el hielo y prendido fuego al metano que sale.
    Fotografía de Katie Orlinsky

    Pocos comprenden este problema mejor que Zimov. Desde un centro de investigación destartalado en el puesto de minería de oro de Chersky, a unas tres horas en lancha de Duvanny Yar, ha pasado décadas desenterrando los misterios del calentamiento ártico. En su trayectoria, ha contribuido a tumbar ideas convencionales, sobre todo la idea de que el lejano norte, en las glaciaciones del Pleistoceno, había sido un desierto continuo de hielo y suelos finos salpicados de salvia.

    Más bien, los abundantes fósiles de mamuts y otros grandes herbívoros de Duvanny Yar y otros yacimientos han desvelado a Zimov que Siberia, Alaska y el oeste de Canadá habían sido pastizales fértiles plagados de hierbas y sauces. A medida que estas plantas y animales morían, el frío ralentizaba su descomposición. Con el paso del tiempo, el limo arrastrado por el viento los sepultó en permafrost. Como consecuencia, el permafrost del Ártico es mucho más abundante en carbono de lo que creían los científicos.

    Ahora, nuevos hallazgos sugieren que el carbón se liberará más rápido conforme el planeta se caliente. Por la velocidad inesperada del calentamiento del Ártico y las formas preocupantes en que se desplaza el agua del deshielo a través de paisajes polares, los investigadores sospechan que, por cada grado centígrado que aumente la temperatura media de la Tierra, el permafrost podría liberar el equivalente a entre cuatro y seis años de emisiones de carbón, petróleo y gas natural. Es el doble o el triple de las proyecciones científicas de hace unos años. Dentro de unas décadas, si no reducimos el uso de combustibles fósiles, el permafrost podría ser una fuente de gases de efecto invernadero tan grande como lo es hoy China, el mayor emisor mundial.

    Y no lo estamos teniendo en cuenta. Hasta hace poco, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU no había incorporado el permafrost en sus proyecciones. Con todo, subestima la amplitud con la que se abriría este congelador de Pandora y los estragos que podría provocar.

    La capacidad del permafrost para calentar el planeta queda empequeñecida ante la nuestra. Pero si esperamos limitar el calentamiento a dos grados Celsius, como acordaron 195 países durante los debates de París en 2015, una nueva investigación sugiere que deberíamos reducir las emisiones ocho años antes de lo que proyectan los modelos del IPCC, solo para tener en cuenta el derretimiento que se producirá.

    Este es quizá el motivo menos valorado para acelerar la transición a la energía limpia: para alcanzar cualquier meta que establezcamos para combatir el calentamiento, deberemos actuar más rápido de lo que pensamos.

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      El valle del río Alatna, que fluye al sur desde la cordillera de Brooks, en Alaska, se ha convertido en un corredor para especies silvestres que se desplazan al norte ante el calentamiento del Ártico. Las poblaciones de castores han aumentado y sus estanques —varios visibles en la parte alejada del río, a la izquierda— acelerarán el derretimiento del permafrost.
      Fotografía de Katie Orlinsky

      Zimov llegó a Chersky en los años 70, cuando era un estudiante universitario, para ayudar con la cartografía en una expedición. Adoró el duro paisaje, su aislamiento y su lejanía de los centros de poder soviéticos. Los inviernos oscuros auguraban tiempo para pensar. Volvió unos años después y fundó la Estación Científica del Noreste, al principio con el patrocinio de la Academia de Ciencias de Rusia. En la actualidad, es el propietario y la dirige con su hijo, Nikita. Es una operación dirigida de forma improvisada, con poco dinero y con equipo de segunda mano. Pero la estación atrae a expertos internacionales en el Ártico.

      Un día de verano de 2018, la fotógrafa Katie Orlinsky y yo acompañamos a Zimov en un antiguo barco para transportar suministros a unas instalaciones de supervisión de carbono en la bahía de Ambarchik, cerca de la desembocadura del Kolimá en el océano Glacial Ártico. Originalmente, este lugar había sido un centro de tránsito para prisioneros destinados a los gulags de Stalin y había reliquias de la era soviética por todas partes. Atravesamos pastos esponjosos a través de una pasarela hecha con una cadena de antiguos radiadores de vapor. Zimov, con su largo pelo blanco recogido en una boina, investigaba el suelo hundiendo una vara de metal mientras caminaba. Últimamente, lo ha hecho mucho para comprobar la profundidad del duro permafrost.

      El permafrost —suelo que permanece congelado todo el año— está coronado por varios centímetros de tierra y detritos de plantas. Este suelo, denominado capa activa, suele derretirse cada verano y vuelve a congelarse en invierno, protegiendo el permafrost del calor superior. Pero en la primavera de 2018, un equipo que trabajaba para Nikita descubrió que la tierra cerca de la superficie en torno a Chersky no se había congelado durante la larga y oscura noche polar. Era algo inaudito: en enero hace un frío tan brutal en Siberia que el aliento humano puede congelarse con un tintineo que los indígenas yakutas denominan «el susurro de las estrellas». Los soviéticos solían aterrizar con aviones pesados en el Kolimá. El suelo a 75 centímetros de profundidad debería haber estado congelado. Sin embargo, era más bien papilla.

      «Hace tres años, la temperatura del suelo por encima de nuestro permafrost era de menos tres grados Celsius», explicó Sergey Zimov. «Después, de menos dos. Después, de menos uno. Este año, la temperatura era de dos grados positivos».

      El guía fluvial Michael Wald se sube a una madriguera de castores en el río Alatna. Cuando los árboles y arbustos crecen y se expanden hacia el norte, los castores y otros animales los siguen.
      Fotografía de Katie Orlinsky

      En cierto modo, no resulta sorprendente. Los cinco años más cálidos en el planeta desde finales del siglo XIX se han producido desde 2014 y el Ártico se calienta a más del doble de velocidad que el resto del planeta, ya que pierde la banquisa —o hielo marino— que contribuye a enfriarlo. En 2017, la tundra de Groenlandia se enfrentó al peor incendio forestal documentado en la región. Días antes de que aterrizáramos en Siberia, los termómetros de Lakselv, Noruega, a 380 kilómetros por encima del círculo polar ártico, registraron unos abrasadores 32 grados Celsius. Los renos árticos se escondieron en los túneles de las carreteras para huir del calor.

      Las temperaturas globales del permafrost llevan aumentado medio siglo. En North Slope, Alaska, han subido seis grados Celsius en 30 años. Localizar el derretimiento del permafrost, sobre todo en aldeas donde la construcción perturba la superficie y permite que penetre el calor, ha erosionado el litoral, socavado carreteras y escuelas, roto tuberías y colapsado bodegas de hielo donde los cazadores árticos almacenan carne de morsa y grasa de ballena boreal. Los veranos cálidos ya están alterando las vidas de los residentes del Ártico.

      Sin embargo, lo que los Zimov documentaban en 2018 era algo distinto con consecuencias más allá del Ártico: un deshielo invernal. Paradójicamente, la culpable era la nieve intensa. Siberia es un lugar seco, pero en varios inviernos antes de 2018, había caído nieve muy densa en la región. La nieve había actuado como una manta, atrapando el calor estival en el suelo. En un centro de investigación a 18 kilómetros de Chersky, Mathias Goeckede, del Instituto Max Planck de Biogeoquímica de Alemania, descubrió que la profundidad de la nieve se había duplicado en cinco años. Para abril de 2018, las temperaturas en la capa activa habían aumentado 5,5 grados Celsius.

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        Los suelos antiguos de permafrost ártico, que vemos en la pared del cráter de Batagaika, contienen los restos orgánicos de hojas, pastos y animales que murieron hace miles de años, durante la glaciación. Todo ese carbono ha permanecido sepultado y seguro en tierra congelada, hasta ahora.
        Fotografía de Katie Orlinsky

        El fenómeno no se limitaba a Siberia. Vladimir Romanovsky, experto en permafrost de la Universidad de Alaska, Fairbanks, había observado durante años cómo se congelaba completamente la capa activa a mediados de enero en unos 180 centros de investigación de Alaska. Pero como esos lugares también atravesaban un periodo reciente de nevadas intensas, el congelamiento pasó a febrero y después a marzo. En 2018, ocho de los centros supervisados por Romanovsky cerca de Fairbanks y una docena en la península de Seward, en Alaska occidental, no llegaron a congelarse.

        En todo el planeta, el permafrost alberga 1600 gigatones de carbono, casi el doble del que está presente en la atmósfera. Nadie cree que vaya a derretirse la totalidad o la mayoría de esa cantidad. Hasta hace poco, los investigadores pensaban que el permafrost perdería el 10 por ciento de su carbono, como máximo. Pero eso, según sus proyecciones, podría llevar hasta 80 años.

        Pero cuando la capa activa deja de congelarse en invierno, la situación se acelera. El calor añadido permite que los microbios consuman la materia orgánica del suelo —y emitan dióxido de carbono o metano— todo el año, en lugar de solo durante los breves meses en verano. Y el calor invernal llega al propio permafrost, derritiéndolo más rápidamente.

        «Muchas de nuestras hipótesis se están viniendo abajo», afirma Róisín Commane, química atmosférica de la Universidad de Columbia que rastrea las emisiones de carbono en avión. Sus colegas y ella han descubierto que la cantidad de CO2 emitida por North Slope, en Alaska, a principios del invierno ha aumentado un 73 por ciento desde 1975. «Hemos intentado comprender qué ocurría en el Ártico basándonos en el verano», afirmó Commane. «Pero cuando el sol se pone, ahí es cuando empieza la historia real».

        Unos cuantos inviernos con nevadas no establecen una tendencia; este último invierno nevó menos en Chersky y el suelo volvió a enfriarse considerablemente. En Fairbanks también cayó poca nieve. Con todo, en algunos de los lugares estudiados por Romanovsky en Alaska, la capa activa volvió a retener el calor suficiente para impedir que se congelara por completo.

        «Resulta asombroso», afirma Max Holmes, vicedirector del Centro de Investigación Woods Hole de Massachusetts, que ha estudiado el ciclo del carbono en Alaska y Chersky. «Me había imaginado que el derretimiento del permafrost era un proceso lento y constante, y quizá este sea un lustro inusual. Pero ¿y si no lo es? ¿Y si la situación cambia mucho más rápido?».

        Los Zimov creen que los grandes animales herbívoros ayudaron a mantener los ricos pastizales árticos durante la glaciación, en parte fertilizando los prados. Con la esperanza de recuperar la estepa seca —y ralentizar el derretimiento del permafrost—, están importando caballos salvajes y otros herbívoros a un lugar junto a un afluente del río Kolimá. Lo llaman Parque Pleistoceno.
        Fotografía de Katie Orlinsky

        ¿Y si ese cambio empieza a retroalimentarse como, por ejemplo, en el caso de la banquisa ártica? La banquisa refleja los rayos del sol y mantiene frío el océano subyacente. Pero conforme la banquisa se derrite, el océano oscuro absorbe ese calor, lo que a su vez causa más deshielo.

        Como regla, cuesta predecir los puntos de inflexión a partir de los que se ponen en marcha estos ciclos de retroalimentación. «Sabemos que existen umbrales que no queremos cruzar», afirma Chris Field, director del Instituto Woods para el Medio Ambiente de la Universidad de Stanford. «Pero no sabemos dónde están exactamente».

        En el caso del permafrost, hay mucho que no podemos ver. Abarca un área que mide más del doble que la superficie de Estados Unidos, pero que alberga la mitad de habitantes que la ciudad de Nueva York en unos de los terrenos menos accesibles del planeta. No muchos se supervisan de forma directa. Los científicos estudian pequeñas parcelas, supervisan otras de forma remota y sacan conclusiones sobre el resto, a diferencia de la banquisa, que puede medirse en su totalidad por satélite. «Puedes entrar en Internet y rastrear qué le ocurre a la banquisa», afirmó Ted Schuur, experto en permafrost de la Universidad del Norte de Arizona. «Con el permafrost, apenas se ve nada. Casi no tenemos herramientas para medir lo que ocurre».

        Nikolai y Svetlana Yaglovsky, una pareja aborigen, aún se ganan la vida cazando y pescando en el río Kolimá, cerca de Chersky. Algunos de sus vecinos se han visto obligados a mudarse a la ciudad, ya que el derretimiento del permafrost está socavando las casas frente al río y dificulta el desplazamiento por este paisaje.
        Fotografía de Katie Orlinsky

        Hay un tipo de permafrost que preocupa especialmente a los investigadores: el 20 por ciento que contiene depósitos inmensos de hielo sólido. Parte de ese hielo se formó cuando el agua se filtró por el suelo y se congeló al llegar al permafrost; parte se ha creado durante años de inviernos árticos, cuando el suelo se contrajo y se agrietó en patrones poligonales. En la primavera, el agua del deshielo rellenaba dichas grietas y volvía a congelarse más adelante. Con el paso del tiempo, el hielo sepultado creció hasta convertirse en trozos enormes envueltos de suelo con permafrost. Duvanny Yar está plagado de estos trozos.

        Dicha estructura puede deshacerse rápidamente. Cuando el permafrost se desintegra, el hielo sepultado también se derrite. A medida que el agua se filtra, transporta calor que expande el derretimiento y deja tras de sí túneles y embolsamientos de aire. El suelo se hunde para llenar dichas cavidades, creando depresiones superficiales que se llenan de lluvia y agua de deshielo. El agua hace que las depresiones sean más profundas y devora sus orillas heladas hasta que las charcas se convierten en lagos. Esto hace que más suelo se caliente y más hielo se derrita.

        El «deshielo abrupto», el nombre con el que los expertos describen este proceso, cambia todo el paisaje. Provoca corrimientos de tierra: en la isla de Banks, en Canadá, se documentó que las depresiones masivas en el suelo se habían multiplicado por 60 entre 1984 y 2013. También derriba bosques. Merritt Turetsky, ecóloga de la Universidad de Guelph, en Canadá, ha seguido el deshielo abrupto en un bosque de píceas negras cerca de Fairbanks durante los últimos 15 años. Ha descubierto que, aquí, las inundaciones están desestabilizando las raíces y los troncos de los árboles. Turetsky sospecha que todos los árboles de su «bosque bebido» se caerán pronto y los nuevos humedales los engullirán. «Todavía hay pequeños embolsamientos de tierra, pero tienes que vadear algunos lugares muy húmedos para alcanzarlos», explicó.

        Los ruinosos acantilados de permafrost en Newtok, Alaska, en el río Ninglick, cerca del mar de Bering, se encuentran a unos pocos metros de algunas casas. La aldea se trasladará a un nuevo emplazamiento a 14 kilómetros río arriba, un proceso pionero pero que muchas aldeas de Alaska podrían tener que llevar a cabo algún día.
        Fotografía de Katie Orlinsky

        El derretimiento del permafrost provoca emisiones de gases de efecto invernadero. Pero el agua estancada acelera el peligro. El gas que burbujea en el lodo privado de oxígeno bajo los estanques y los lagos no es solo dióxido de carbono, sino también metano, un gas de efecto invernadero 25 veces más potente que el CO2. La ecologista Katey Walter Anthony, de la Universidad de Alaska, Fairbanks, lleva veinte años midiendo el metano que sale de los lagos árticos. Sus últimos cálculos, publicados en 2018, sugieren que los nuevos lagos creados por deshielo abrupto podrían casi triplicar las emisiones de gases de efecto invernadero estimadas del permafrost.

        No queda claro si los responsables de las decisiones políticas están captando el mensaje. El pasado octubre, el IPCC publicó un nuevo informe sobre la más ambiciosa de dos metas de temperatura adoptadas en la Conferencia de París de 2015. El planeta ya se ha calentado en torno a un grado Celsius desde el siglo XIX. Según el informe, limitar el calentamiento global a 1,5 grados centígrados en lugar de a dos grados expondría a 420 millones de personas menos a olas de calor extremas frecuentes y reduciría a la mitad la cantidad de plantas y animales que se enfrentarían a la pérdida de hábitat. También podría salvar algunos arrecifes de coral y hasta dos millones de kilómetros cuadrados de permafrost. Pero, según el IPCC, para alcanzar el objetivo de 1,5 grados, el mundo tendrá que recortar las emisiones de gases de efecto invernadero un 45 por ciento para 2030, eliminarlas por completo para 2050 y desarrollar tecnologías para absorber grandes cantidades de gases de la atmósfera.

        Este reto puede ser aún más crudo. El informe de la meta de 1,5 grados fue el primero en el que el IPCC tenía en cuenta las emisiones del permafrost, pero no incluía las emisiones por deshielo abrupto. Los modelos climáticos aún no son lo bastante sofisticados como para captar ese tipo de cambio topográfico rápido. Pero a petición de National Geographic, Katey Walter Anthony y Charles Koven, modelista del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, han hecho cálculos aproximados para incluir las emisiones por deshielo abrupto. Para limitar el aumento de la temperatura a 1,5 grados, estiman que deberíamos reducir a cero las emisiones de nuestros combustibles fósiles al menos un 20 por ciento antes, antes de 2044, seis años antes de la fecha prevista por el IPCC. Esto nos daría solo un cuarto de siglo para transformar por completo el sistema de energía global.

        «Nos enfrentamos a un futuro desconocido con un conjunto de herramientas incompleto», afirmó Koven. «Dicha incertidumbre no está de nuestra parte. Las cosas pueden ir mal en muchos sentidos». Por ejemplo, hay más de una forma de crear lagos nuevos.

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          La aldea de Newtok, de 380 habitantes, se hunde conforme el permafrost subyacente se derrite. Mientras cazan aves en verano, cuatro chicos yupik —desde la izquierda: Kenyon Kassaiuli, Jonah Andy, Larry Charles y Reese John— atraviesan una pasarela inundada.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          Unas semanas después de abandonar Siberia, Orlinsky y yo fuimos de viaje en balsa por el parque nacional Puertas del Ártico, en Alaska, junto al ecólogo Ken Tape, colega de Walter Anthony en la Universidad de Alaska. Un hidroavión nos dejó a nosotros y al guía fluvial Michael Wald en el lago Gaedeke, en la región central de la cordillera de Brooks. A partir de ahí, descendimos hacia el sur por el río Alatna. El sol de septiembre bailaba sobre el agua. Tras kilómetro y medio, encontramos ramitas mordisqueadas a lo largo de la ribera. Llevábamos una semana en el río cuando llegamos a un lago de 15 hectáreas que no existía antes. En el centro de aquel lago había un enorme dique de castores.

          Durante años, Tape ha empleado fotografías aéreas y por satélite para rastrear los cambios de la flora y la fauna silvestre de Alaska y cómo dichos cambios podrían afectar al permafrost. A medida que el permafrost se derrite y las estaciones de crecimiento se prolongan, el Ártico reverdece. El tamaño de los matorrales de las llanuras fluviales de Alaska, por ejemplo, se ha duplicado. (Aunque el crecimiento de vegetación puede absorber más carbono, un estudio de 2016 concluyó que el reverdecimiento del Ártico no sería suficiente para compensar el derretimiento del permafrost.) La vegetación atrae a los animales al norte.

          Con sauces lo bastante altos como para atravesar la nieve, las liebres americanas pueden encontrar alimento en invierno y lugares donde refugiarse a lo largo de todo el camino hasta el océano Glacial Ártico. Estos animales, que normalmente habitan bosques, han colonizado North Slope, en Alaska, a cientos de kilómetros de cualquier bosque real. Los linces, que se alimentan de liebres, parecen haberlas seguido. Es probable que ambos recorran un camino trazado por alces, que también se alimentan de sauces y que ahora componen una población de unos 1600 ejemplares en el río Colville, donde antes no estaban.

          Dichos hallazgos han hecho que Tape buscara fotografías de otros recién llegados a la tundra. «En cuanto pensé en los castores, me aproveché», cuenta. «Pocas especies llevan una marca tan visible como para poder observarla desde el espacio».

          Un oso polar inspecciona un coche cerca de Kaktovik, Alaska. El deshielo de la banquisa empuja a los osos polares tierra adentro en busca de comida, del mismo modo que el deshielo y la inundación de las bodegas de hielo obliga a los alaskeños a almacenar carne y pescado fuera.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          En imágenes de tres cuencas hidrográficas que datan de entre 1999 y 2014, encontró 56 nuevas madrigueras de castores que no existían en los años 80. Los animales están colonizando el norte de Alaska y se desplazan unos ocho kilómetros al año. Tape cree que, actualmente, hay hasta 800 madrigueras construidas por castores en la Alaska ártica, entre ellas una con el enorme dique del río Alatna. Tape lo llama madriguera Taj Mahal.

          Era una imagen impresionante: un montículo de ramas y árboles jóvenes, de unos 2,4 metros de alto por 11 de ancho, todo ello unido con barro y musgo en el interior de un lago rodeado de un pantano donde el agua llega a la altura de la cintura. El agua se había desviado del río mediante una serie de presas. «Todo ese pantano alrededor de la madriguera Taj Mahal es nuevo», contó Tape. «Si retrocediéramos 50 años, no habría ningún castor».

          Tape y Wald habían querido explorar el Alatna, en parte porque un guía que trabaja para Wald había encontrado madera mordisqueada por castores a lo largo del río Nigu. El Nigu nace cerca del lago Gaedeke, la cabecera del Alatna, pero al otro lado de la divisoria continental, de forma que fluye hacia el norte y desemboca en el río Colville y el océano Glacial Ártico. A lo largo del Alatna, encima de la madriguera Taj Mahal, encontramos otros estanques y represas abandonadas. Ahora Tape cree que los castores se dirigen a North Slope y que utilizan el Alatna como ruta por la cordillera de Brooks. «Estamos presenciando esta expansión en tiempo real», afirmó.

          Durante miles de años, los aldeanos inupiaq de North Slope, en Alaska, han cazado ballenas boreales. Una sola ballena puede alimentar a una comunidad durante gran parte del año si la carne y la grasa se almacenan de forma adecuada, lo que tradicionalmente se hace en bodegas de hielo excavadas en el permafrost. Cuando el permafrost se derrite, las bodegas de hielo se inundan.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          No puede demostrar que el impulsor sea el cambio climático; la población de castores también ha aumentado desde que finalizó el comercio de pieles, hace un siglo y medio. Pero en cualquier caso, estos ingenieros dentudos podrían remodelar significativamente la topografía del permafrost. «Imagina que eres constructor y dices que te gustaría tener permiso para colocar tres represas en algunos arroyos de la tundra ártica», explicó Tape. «Esto sería algo así».

          Tape ha observado una vista previa. Al sudeste de Shishmaref, en la península alaskeña de Seward, las fotografías de un afluente del río Serpentine no muestran ningún cambio entre 1950 y 1985. Para 2002, los castores habían llegado y habían inundado el paisaje. Para 2012, parte del suelo se había derrumbado y se había convertido en humedales. El permafrost estaba a punto de salir.

          Unos cientos de castores no remodelarán el Ártico. Pero los animales también podrían estar avanzando hacia el norte en Canadá y Siberia, y se reproducen rápido. La experiencia argentina es aleccionadora: se reintrodujeron deliberadamente veinte castores en el sur en 1946 para favorecer el comercio de pieles. En la actualidad, la población de castores supera los 100 000 ejemplares.

          Josiah Olemaun, un joven cazador de ballenas inupiaq en Utqiaġvik (Barrow), Alaska, se toma un respiro mientras almacena carne de ballena en la bodega de permafrost de su familia.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          En la visión de Zimov del pasado y el presente del permafrost ártico, los animales salvajes también desempeñan un papel fundamental, pero las bestias son más grandes que los castores y su efecto en el permafrost es más beneficioso. Durante años, Sergey Zimov ha sostenido que las manadas de bisontes, mamuts, caballos y renos que vagaban por las estepas del Pleistoceno hicieron mucho más que consumir los pastos. Los mantuvieron. Los fertilizaron con sus desechos y la compactaron cuando pisaban los musgos y matorrales y arrancaban árboles jóvenes.

          Desde la última glaciación, estos pastizales ricos y secos han sido remplazados por la tundra húmeda en el este de Siberia, dominada por musgos en el norte y por bosques en el sur. Uno de los principales impulsores de dicho cambio, según Zimov, fueron los cazadores humanos que diezmaron las manadas de grandes herbívoros hace unos 10 000 años. Sin herbívoros que fertilizasen el suelo, los pastos se marchitaron; sin pastos para absorber el agua, el suelo se humedeció. Los musgos y los árboles lo dominaron todo. Pero si los humanos no hubieran empujado al ecosistema más allá de su punto de inflexión hace miles de años, aún habría mamuts pastando por Siberia.

          Hace casi 25 años, en las llanuras cerca de Chersky, Zimov creó un proyecto de demostración de 145 kilómetros cuadrados denominado Parque del Pleistoceno. Su idea era traer grandes herbívoros y comprobar si ellos recuperarían los pastizales. Él y, más adelante, Nikita cercaron caballos salvajes y más adelante trajeron yaks y ovejas del lago Baikal. Esta pasada primavera, Nikita trajo 12 bisontes desde Dinamarca, recorriendo más de 14 000 kilómetros por Rusia en camión y barcaza. En 2018, los Zimov aunaron fuerzas con George Church, genetista de la Universidad de Harvard que cree que puede clonar un mamut. Esperan que, algún día, estas bestias extintas paseen por el Parque del Pleistoceno y salgan adelante en el Antropoceno.

          Esta bodega de permafrost en la comunidad ballenera de Kaktovik se había utilizado durante generaciones, pero las inundaciones la han arruinado.
          Fotografía de Katie Orlinsky
          Los trozos de carne de ballena en el fondo de una bodega de hielo en Utqiaġvik (Barrow). Aunque una bodega no se inunde, el aumento de las temperaturas puede hacerla inútil.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          El parque es la prueba final de la hipótesis de Sergey Zimov y espera que aporte protección contra el futuro cambio climático. Los pastizales, sobre todo cuando están cubiertos de nieve, reflejan más luz solar que el bosque oscuro. Los animales herbívoros aplacan la nieve profunda y permiten que el calor escape del suelo. Ambos factores enfrían la tierra. Si la fauna silvestre fuera capaz de restaurar los pastizales, ralentizaría el deshielo del permafrost y, por consiguiente, el cambio climático. Con todo, para generar un cambio real, habría que liberar una gran cantidad de animales a lo largo de miles de hectáreas del Ártico.

          Los Zimov sostienen que las pruebas de su parque de 14 500 hectáreas resultan prometedoras. Aunque solo tienen unos cien animales, los pastizales del parque permanecen considerablemente más frescos que el suelo del área circundante.

          No cabe duda de que la brecha entre las ambiciones de Zimov y la realidad del parque es enorme. Durante la visita, Orlinsky y yo recorrimos pastos húmedos hasta llegar a una zona pantanosa para ver a los caballos. Un bisonte solitario se ocultaba en la distancia. Nikita nos llevó entre los sauces en un minitanque de ocho ruedas. Tras una escarpada subida, nos detuvimos frente a unos delgados alerces. Por eso necesita herbívoros gigantes, dijo Nikita: «Por ahora, no tenemos animales que puedan matar esos árboles». Pasa mucho tiempo recaudando fondos, más recientemente en California, codeándose con gente como el exgobernador Jerry Brown solo para continuar con su prueba.

          Los salmones blancos, como estos capturados en el estrecho de Kotzebue, son una importante fuente de alimento en verano e invierno en el noroeste de Alaska. Al igual que los salmones, otros peces nadan río arriba para desovar y la erosión que provoca el derretimiento del permafrost podría nublar sus terrenos de desove con sedimentos.
          Fotografía de Katie Orlinsky
          Flora Aiken procesa una foca que mató su tío cerca de Utqiaġvik (Barrow). Conforme el cambio climático y la modernización menoscaban las prácticas de caza y pesca de los inupiaq, cada vez más mujeres se implican para mantener vivas sus tradiciones.
          Fotografía de Katie Orlinsky

          El concepto ha recibido críticas. Algunos científicos disputan las estimaciones de Zimov sobre cuántos animales de gran tamaño vagaban por Siberia en el Pleistoceno o insisten en la excesiva simplicidad de su teoría de cambio ecológico, tanto pasado como presente. Por encima de todo, la mayoría de las críticas van dirigidas a la osadía de los Zimov. Max Holmes, de Woods Hole, que los conoce bien, ve una chispa de genialidad en su trabajo. Los Zimov están «en los márgenes, pero de ahí suelen salir las grandes ideas y los grandes cambios», afirma Holmes.

          Fuera del Parque del Pleistoceno, el mundo moderno ha respondido al calentamiento del Ártico con exceso de confianza. Hemos pasado décadas ignorando las pruebas del cambio climático y esperando que la situación no empeore mucho. Depositamos nuestra esperanza en avances tecnológicos que parecen estar muy lejos de nuestro alcance. Y lo hacemos a pesar de que los climatólogos —sobre todo los expertos en permafrost— afirman que todas las señales apuntan a la necesidad de acciones urgentes y audaces.

          Los Zimov son diferentes: han pasado toda su vida combatiendo un paisaje implacable que recompensa la terquedad. ¿Es intentar salvar el permafrost restaurando la estepa ártica una locura más grande que esperar que los humanos rediseñen pronto el sistema mundial de energía? Quizá necesitemos un poco de locura.

          «Combatir el cambio climático exige varias acciones desde varios frentes», dijo Nikita. Solo podremos evitar que el futuro «sea completamente miserable» si las combinamos todas.

          El último reportaje del escritor en plantilla Craig Welch se centraba en los cambios ecológicos en la península Antártica. La fotógrafa Katie Orlinsky, que trabaja desde la ciudad de Nueva York, lleva más de cinco años realizando reportajes sobre el Ártico.
          La National Geographic Society, organización sin ánimo de lucro, ha financiado este artículo dentro de su labor par proteger los recursos del planeta.
          Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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