Estos localizadores revelan los patrones de vuelo del charrán ártico

En sus 30 años de vida, este ave migratoria recorre más de 2,4 millones de kilómetros, el equivalente a tres viajes de ida y vuelta a la Luna.

Por Ed Yong
Publicado 7 mar 2018, 11:34 CET

El charrán ártico viaja más de 70 000 kilómetros en su migración.

Fotografía de Oddurben

Acabo de volar de Londres a Carolina del Norte, un trayecto de unos 6.200 kilómetros. En lo que a vuelos respecta, es una distancia patética, una mera excursión por el parque en comparación con el viaje épico del charrán ártico. Cada año, este gran viajero animal hace un viaje de ida y vuelta de 70.000 kilómetros en una búsqueda incesante de luz diurna alrededor del mundo. En verano, pasa sus días tomando el sol en el Ártico; en invierno, se dirige a los climas igualmente luminosos de la Antártida. En sus 30 años de vida, este gran aeronauta vuela más de 2,4 millones de kilómetros, el equivalente a tres viajes de ida y vuelta a la Luna.

El vuelo maratoniano del charrán ártico es ligeramente familiar, pero estimar la distancia de un trayecto tan inmenso no es fácil. Sería justo perdonar a los científicos por equivocarse, teniendo en cuenta que dependen de observaciones desde el mar y de la captura de aves etiquetadas en lugares diferentes. Pero algunos han predicho lo mucho que se equivocan las cifras de los libros de texto. Normalmente, se afirma que un charrán ártico recorre 40.000 kilómetros al año. El ave debería sentirse insultada: en realidad vuela casi el doble de esa distancia.

Su itinerario real se desveló en 2010 mediante diminutos dispositivos de rastreo. Dispositivos similares han revelado los planes de vuelo de aves marinas más grandes como albatros, petreles o pardelas. Pero estos artilugios siempre eran demasiado grandes y aparatosos como para colocarlos en aves más pequeñas: poner un localizador de 400 gramos en un ave de 100 gramos no va a darte una imagen precisa de sus capacidades de vuelo.

Carsten Egevang, de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, cambió todo esto desarrollando geolocalizadores diminutos de menos de 1 gramo. Estos localizadores pueden rastrear los movimientos de las aves migratorias registrando la cantidad de luz que cae sobre ellos en diferentes puntos de su trayecto, y ya se han empleado para registrar la migración de los pájaros cantores. Egevang puso los rastreadores en las patas de 50 charranes y consiguió recuperar 11 la estación siguiente, cuando las aves regresaron.

La migración hacia el sur es la parte más ardua del viaje. Al final de la época de apareamiento, los charranes dejan Groenlandia e Islandia y se dirigen al suroeste para hacer una escala que no se conocía. Se encuentra en medio del Atlántico norte, donde las aguas septentrionales llenas de comida se encuentran con las corrientes meridionales, más cálidas pero menos productivas. Los charranes pasan allí una media de 3 a 4 semanas entre agosto y septiembre, reuniendo fuerzas antes de poner rumbo sureste hacia África.

Todos siguen la misma trayectoria hasta llegar a las islas de Cabo Verde, frente a la costa noroccidental de África, donde se dividen en dos grupos. Un grupo sigue disfrutando de la costa africana, mientras que otro cruza el Atlántico y sigue la curva de Brasil. A unos 40 grados sur, ambos grupos cambian de un vuelo hacia el sur a vuelos este-oeste, y algunos llegan hasta el océano Índico.

En noviembre, todos han llegado a su destino. Tardan una media de 93 días, aunque las aves más rápidas migran en solo 69 días. Y todo su esfuerzo tiene su recompensa. La luz solar perpetua empieza a bañar la costa antártica, dándoles la oportunidad de sumergirse en los abundantes mares en busca de kril y otros alimentos durante 24 horas. Se quedan varios meses pero migran de nuevo hacia el norte a principios o mediados de abril.

Este viaje es más directo. Llenos de energía gracias al kril y con la ayuda de vientos favorables, los charranes viajan 500 kilómetros al día y solo tardan una media de 40 días en llegar a casa. Evitan sus rutas costeras en favor de un vuelo más recto sobre aguas profundas. Trazan una S a través de la atmósfera en dirección a la punta suroccidental de África, cruzan el Atlántico y regresan por la misma ruta de paso en el Atlántico norte que visitaron en su viaje hacia el sur. Finalmente, llegan a su hogar del Ártico en mayo, exhaustos y listos para aparearse.

El charrán ártico es sin duda una de las aves migratorias más hábiles, pero no es la única. Muchas aves anidan en el alto Ártico y viajan al sur en invierno. Pero la migración no es un paseo por el parque: es una maratón que absorbe la energía y expone a las aves a condiciones meteorológicas extremas. Muchas perecen durante el viaje y las que sobreviven tienen que enfrentarse al entorno extremo del Ártico y ser lo bastante fuertes para aparearse y criar en él.

¿Por qué se someten a travesías de dimensiones épicas? Un destino final en el norte debe tener beneficios gigantescos que superen unos costes tan significativos. Estudios previos han encontrado dos explicaciones: las latitudes más altas implican menos parásitos y, cuantas más horas de luz diurna, más tiempo tienen las aves para atrapar el alimento que tanto necesitan. Pero las aves podrían disfrutar de esos mismos beneficios haciendo escala en una zona subártica más al sur, reduciendo en gran medida sus viajes y apareándose en climas más indulgentes.

Laura MicKinnon, de la Universidad de Quebec, tiene una tercera respuesta que podría explicar este viaje final hacia el norte: es más seguro. McKinnon estudió la influencia de los depredadores en un estudio pancontinental. Colocó más de 1.500 nidos artificiales en criaderos de Canadá, desde latitudes subárticas, a 53 grados, al alto Ártico, a 83 grados.

Estudiar la depredación es una tarea complicada. Los progenitores podrían compensar la amenaza de los hambrientos depredadores construyendo defensas resistentes, mediante el camuflaje o apareándose en momentos más oportunos. Normalmente, este tipo de variables confundirían un experimento como este, pero los nidos artificiales de McKinnon le permitieron retirarlas todas para centrarse solo en la ubicación.

Descubrió que aparearse a un grado más de latitud reduce las probabilidades de que te devoren. En el experimento, 29 grados separaban los lugares de apareamiento más al norte y más al sur, lo que se traduce en un riesgo un 65 por ciento inferior de caer en las fauces de los depredadores. Es una gran ventaja según los estándares de cualquier ave, pero ¿puede compensar el gasto energético de la migración? Esa es una cuestión para otro estudio.

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