Una familia de linces rojos
Publicado 11 may 2018 13:32 CEST
Aunque otros linces rojos que aparecieron saltaban la valla, la madre tenía su propia forma: en lugar de pasar por encima, pasaba a través de esta, pasando su diminuto cuerpo a través de los huecos de 15 centímetros entre el alambre cuadrado.
Dos de las tres crías eran machos. En sus primeros días de exploración del jardín cercado, estos dos hermanos eran inseparables. Siempre los encontraban juntos, trepando las vigas de madera hasta el voladizo del porche delantero o jugando a saltar entre los arbustos.
La familia se estiraba, se acicalaba y jugaba, hasta que la madre desaparecía en el bosque para cazar.
Las crías, apenas diferentes a un gato doméstico en sus juegos, se agotaban cada tarde, mientras esperaban a que su madre regresara.
Muchas mañanas y tardes, la familia pasaba el tiempo alrededor de la casa, pese a poder ver a Aigner observándoles por las ventanas del salón.
Aigner se sentaba en el porche por la tarde, la madre lince se marchaba y las crías la seguían, volvían, jugaban, bebían, se aburrían y exploraban. Parecían aceptar su presencia.
Tras una tarde de juegos, las crías subían al árbol junto al porche de la casa, donde todas se quedaban dormidas, a veces colgando en posiciones precarias sobre las ramas.