
Aunque otros linces rojos que aparecieron saltaban la valla, la madre tenía su propia forma: en lugar de pasar por encima, pasaba a través de esta, pasando su diminuto cuerpo a través de los huecos de 15 centímetros entre el alambre cuadrado.
Fotografía de Karine AignerDos de las tres crías eran machos. En sus primeros días de exploración del jardín cercado, estos dos hermanos eran inseparables. Siempre los encontraban juntos, trepando las vigas de madera hasta el voladizo del porche delantero o jugando a saltar entre los arbustos.
Fotografía de Karine AignerLa familia se estiraba, se acicalaba y jugaba, hasta que la madre desaparecía en el bosque para cazar.
Fotografía de Karine AignerLas crías, apenas diferentes a un gato doméstico en sus juegos, se agotaban cada tarde, mientras esperaban a que su madre regresara.
Fotografía de Karine AignerMuchas mañanas y tardes, la familia pasaba el tiempo alrededor de la casa, pese a poder ver a Aigner observándoles por las ventanas del salón.
Fotografía de Karine AignerAigner se sentaba en el porche por la tarde, la madre lince se marchaba y las crías la seguían, volvían, jugaban, bebían, se aburrían y exploraban. Parecían aceptar su presencia.
Fotografía de Karine AignerTras una tarde de juegos, las crías subían al árbol junto al porche de la casa, donde todas se quedaban dormidas, a veces colgando en posiciones precarias sobre las ramas.
Fotografía de Karine Aigner