¿Volveremos a sentirnos seguros en medio de una multitud?

Si socializar te da repelús, no eres el único. Los científicos dicen que la pandemia está reconfigurando nuestras sensaciones de miedo y aversión, y no está claro cuánto durará este cambio.

Por Philip Kiefer
Publicado 30 sept 2020, 11:59 CEST
Multitud

Los neurocientíficos y los psicólogos proponen que la gente no se muestra reacia a los desconocidos y las multitudes por sensaciones preexistentes de miedo o aversión. Más bien, muchas personas están aprendiendo simultáneamente una nueva experiencia emocional.

Fotografía de Richard Heathcote, Getty Images

Cuando veía una reposición de Seinfeld, la comedia de situación de los 90, observé el primer indicio de que la COVID-19 podría estar modificándome la mente a largo plazo. En la pantalla, los personajes estaban juntos, sentados en una mesa del Monk’s Café. Kramer entró en escena, y colocó el brazo en el respaldo de otra silla ocupada. Estaba tocando a otra persona y yo sentí que reculaba físicamente.

Entonces, mi ciudad natal, Nueva Orleans, llevaba unas cuantas semanas de pandemia y yo ya caminaba por la carretera cuando se acercaba otra persona caminando por la acera. Si mi paranoia pasaba por alto a alguien y me pillaba de improviso en la acera, aguantaba la respiración y ponía los ojos en blanco mientras me adelantaban. Este tipo de comportamientos me parecían naturales, aunque a mediados de marzo los expertos ya señalaban el bajo riesgo de transmisión de coronavirus al aire libre. Todos mis amigos me habían contado que se sentían igual y una amiga me contó que tuvo que apagar la tele cuando apareció una escena del metro. No estábamos solos. Aunque algunos estados han empezado a reabrir, la mayoría de los estadounidenses —independientemente de su afiliación política— dicen que se sienten incómodos si se encuentran en espacios concurridos, ya sean cerrados o al aire libre, según una encuesta reciente de Morning Consult.

Los neurocientíficos y los psicólogos proponen que la gente no se muestra reacia a los desconocidos y las multitudes por sensaciones de miedo o aversión preexistentes. Más bien, muchas personas están aprendiendo simultáneamente una nueva experiencia emocional.

El proceso de construir una emoción es la forma que tiene nuestro cerebro de dar contexto a las experiencias viscerales de la vida real, para poder categorizar mejor la ola de inquietudes que crecen a nuestro alrededor. Lisa Barrett, neurocientífica y psicóloga de la Universidad Northeastern, en Boston, señala que estas reacciones mentales ni siquiera tienen que implicar un encuentro de primera mano con el coronavirus. «Basta con leerlo en el periódico o con que alguien te hable del tema», añade. Después de «enterarte de que alguien ha contraído la COVID y que ha muerto porque estuvo en una multitud, tu cerebro no tarda mucho en aprender esa contingencia».

Para entender por qué la gente siente una fuerte aversión a las multitudes, hay que desentrañar la diferencia entre experimentar una emoción y una incomodidad refleja. Y si nos basamos en la historia, es posible que la gente simplemente «desaprenda» las aversiones a las multitudes una vez amaine la pandemia.

¿Cuándo se convierte un instinto en una emoción?

Que alguien se sobresalte al ver una multitud no significa que sienta un miedo instintivo necesariamente. La transformación de una reacción visceral en una emoción se produce más adelante, mediante la repetición, ya que el cerebro aprende a clasificar esta nueva situación y sensación.

«El cuerpo envía información sobre el estado de los sistemas corporales al cerebro constantemente. Tú experimentas esas sensaciones como un instinto visceral de calma y comodidad o un instinto visceral de nerviosismo o angustia», explica Barrett. «La mayoría de la gente llama humor a este instinto visceral; los científicos lo llaman afecto».

La investigación de Barrett ha desvelado que las emociones no se experimentan igual de una persona a otra, y ni siquiera en una misma persona. El concepto del miedo es un conjunto de casos a los que tu cerebro puede dar el mismo nombre. Están las náuseas que acompañan el miedo a las alturas, pero también la emoción de una montaña rusa o el pavor gélido al escuchar que cruje el suelo en una casa vacía. Nuestro cerebro conecta todas esas experiencias etiquetándolas como miedo. Por eso parece que un miedo puede manifestarse de varias formas, como un vacío helado en el estómago, la sensación de estar congelados o el deseo de gritar y echar a correr.

Según Barrett, debido a la pandemia y a la amenaza invisible de los contagiadores asintomáticos, las personas están aprendiendo a categorizar la sensación incómoda de estar en medio de una multitud o ver a alguien que incumple las normas sociales de la COVID-19. Sus mentes buscan la etiqueta adecuada.

Lo que yo he empezado a sentir como miedo o aversión al ver multitudes en la televisión puede manifestarse en forma de ira en otra persona. Una tercera persona podría sentir el impulso repentino de inculcar el distanciamiento social a la multitud y no lo sentiría como algo emocional.

Un arcoíris de reflejos viscerales

Los animales pueden ofrecer pistas sobre por qué desarrollamos estos reflejos viscerales. La investigación del neurocientífico Cornelius Gross en cerebros de ratones y monos sugiere que las reacciones diferentes ante el peligro se efectúan por vías independientes en los cerebros de los animales. Dice que es razonable creer que se aplica una situación similar a los humanos, ya que parte de la arquitectura cerebral se ha conservado evolutivamente en todos los mamíferos.

«El miedo a tocar un fogón porque está caliente [o el] miedo a alguien que te mira con severidad es muy diferente al miedo a un depredador», explica Gross, que dirige la sucursal de Roma del Laboratorio Europeo de Biología Molecular.

Sospecha que estas diferentes vías de respuesta existen porque las amenazas a nuestra existencia entrañan niveles de riesgo diferentes y nuestras mentes tratan de adaptarse a cada una de ellas. Como era de esperar, una vez el cerebro decide que una persona sin mascarilla entraña un peligro físico, hará sonar las alarmas al ver o encontrarnos con alguien así, indica Gross. «Creo que es porque hemos impuesto en las personas esa sensación de contagio y amenaza», afirma. Algunas personas comprenden que esa amenaza está vinculada a los cuerpos de los demás y sienten el peligro físicamente.

Este tipo de aprendizaje ocurre de manera constante. Sentir náuseas al pensar en una comida que te provocó una intoxicación alimentaria es, en esencia, lo mismo que la aversión que puede sentir alguien cuando otra persona se le acerca demasiado en una multitud.

Las enfermedades en las ciudades del siglo XIX
Históricamente, las ciudades han sido centros de comercio, industria… y enfermedades. A principios del siglo XIX, había tal densidad de población en las ciudades que las enfermedades empezaron a propagarse a un ritmo sin precedentes. Parecía que no quedaban esperanzas hasta que se produjo una serie de descubrimientos científicos que desencadenaron una revolución en la higiene y la salud urbanas.

Los humanos hemos incorporado estas reacciones viscerales que protegen nuestra integridad física. Según Erika Siegel, psicóloga cognitiva de la Universidad de California, San Francisco, que estudia la relación entre la psicología y las emociones, en Estados Unidos suelen estar relacionadas con la forma en que se comprenden los conceptos culturales y sociales. Siegel señala que, en la cultura estadounidense, se suele hablar de los tabúes sociales empleando el lenguaje de la aversión: el asesinato es lo más inmundo y moralmente repugnante. «Normalmente, la gente describe a las personas que les parecen moralmente censurables diciendo que sienten ganas de vomitar». En esta era pandémica, una multitud no tiene que ser peligrosa de verdad para provocar una de estas reacciones, sino que puede que se desencadene porque nos parece la decisión equivocada.

El rechazo a las multitudes puede manifestarse incluso en personas que no tienen amigos ni familiares que hayan contraído el virus, gracias a la capacidad para la empatía. Gross señala la investigación de las «neuronas espejo», que parecen permitir que las ratas experimenten dolor cuando electrocutan a otra rata, y la investigación psicológica que secunda la idea de que la angustia tras los desastres —como los brotes o los tiroteos en masa— está estrechamente relacionada con leer o ver las noticias sobre esos sucesos. Por eso las imágenes de multitudes o de contacto casual en la televisión nos resultan perturbadoras. Gross propone que nos imaginemos a alguien tocando un fogón caliente y el respingo inmediato que acompaña esa imagen.

«Los humanos poseemos la capacidad increíble de ponernos en el lugar de otras personas», afirma Gross.

¿Persistirán estos miedos en el futuro?

Pese a la intensidad emocional de la pandemia, la investigación sobre otros momentos de estrés y angustia colectivos sugiere que el impulso visceral del distanciamiento social podría ser temporal. Esto podría deberse a que la memoria es pasajera o porque la mayoría de las personas son versátiles de formas que no perciben. Sea como fuere, los precedentes históricos son claros.

«Es increíble lo rápido que se olvidó la gente de la gripe española», explica Peter Stearns, historiador de las emociones en la Universidad George Mason. «Hay un estudio sobre las reacciones de los estadounidenses a la gripe española que sostiene que el único cambio permanente fue que las escuelas dejaron de usar los vasos comunes para beber».

Ese estudio, de la historiadora local Judith Johnson, se basa en la reacción de Kansas a la pandemia de gripe de 1918. Johnson señaló que las autoridades sanitarias trataron de hacer que los gobiernos locales financiaran los hospitales públicos para atender a las víctimas de la gripe, pero la propuesta se archivó cuando la enfermedad cesó. Explica que, durante el punto álgido, los niños «rodeaban el jardín de una persona para evitar una casa donde había casos de gripe» y que miles de comercios se cerraron para contener la propagación. Sin embargo, cuando se levantaron las órdenes, esas medidas enseguida pasaron al olvido. Lo único que quedó fueron los vasos Dixie, que remplazaron los vasos comunes utilizados para beber en las escuelas.

Esto podría deberse a que la gripe de 1918 fue la última «pandemia clásica» que afectó a todos los niveles de la sociedad estadounidense, hasta la COVID-19. Ahora, Stearns se pregunta si esta pandemia dejará una huella psicológica mayor debido a los medios modernos. Nuestra exposición al gran volumen de noticias y datos sobre la pandemia no se parece en absoluto a la cobertura mediática de la gripe de 1918.

Parte de la investigación de Stearns sugiere que la gente es más propensa a reaccionar con miedo a acontecimientos similares después de que haya transcurrido un tiempo. Según su libro de 2006 American Fear, en el que comparó los artículos de periódicos y otros relatos históricos sobre Pearl Harbor y los ataques terroristas del 11 de septiembre, dice que «hay muchos argumentos que respaldan que el miedo fue más intenso tras el 11S». En los artículos periodísticos y las historias orales sobre Pearl Harbor, los entrevistados solían reconocer que habría «tiempos difíciles», pero decían que confiaban en que los líderes estadounidenses sacaran adelante al país. En cambio, los entrevistados tras el 11S eran más propensos a describir sensaciones de miedo y angustia sobre el futuro.

George Bonanno es profesor de psicología clínica en la Universidad de Columbia, donde estudia a las personas que se recuperan del trauma y el duelo sin síntomas duraderos. Apunta que será más difícil predecir las repercusiones de la COVID-19 a largo plazo, ya que cree que la pandemia es más parecida al estrés crónico que a un trauma grave.

Su investigación ha desvelado que la mayoría de las personas se recuperan del estrés agudo —ataques terroristas, ingresos en el hospital por el SARS, muertes de un familiar cercano— con pocos síntomas de trauma duraderos. En cambio, «no solemos superar igual de bien el estrés crónico. Nos deja desarmados». Este estrés no es un monolito; la gente que solo sufre un pánico leve a la hora de evitar a los demás en público no siente las mismas presiones constantes que quienes han perdido a un ser querido o su empleo, o que la gente que se ha visto obligada a seguir trabajando en peluquerías o restaurantes para llegar a fin de mes.

Con todo, dice que la mayoría muestran señales de lo que denomina «flexibilidad regulatoria», que les permite reconocer el contexto de sus temores, desarrollar estrategias de afrontamiento y supervisar sus propias reacciones. «Hemos descubierto que estos tres factores se le dan razonablemente bien a la mayoría de las personas y que algunas tienen déficits evidentes en uno o en más».

Barrett cree que, aunque recordemos la COVID-19 décadas después del fin de la pandemia, los miedos que la acompañan no durarán.

Quizá nunca nos lo pensemos dos veces a la hora de asistir a una reunión multitudinaria, pero «ahora sabemos que las multitudes en las que la gente no lleva mascarillas son peligrosas», explica. «Pero en cuanto un virus está controlado, el cerebro se recalibra».

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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