¿Cómo afrontamos el distanciamiento social?

El confinamiento podría tener graves repercusiones en la salud mental de muchas personas y los científicos ya están estudiando este experimento sin precedentes.

Por Craig Welch
Publicado 16 abr 2020, 14:00 CEST
Camilla Ferrari

La fotógrafa Camilla Ferrari se sacó este autorretrato en plena cuarentena en Milán. Los psicólogos han empezado a estudiar las posibles repercusiones del aislamiento repentino en la salud mental de las personas.

Fotografía de Camilla Ferrari

Ante la pandemia global, quedarse en casa es obligatorio en muchos países y cientos de millones de personas se han convertido en participantes involuntarios en un experimento que antes era inimaginable. Prácticamente de la noche a la mañana, intentamos averiguar cómo seguir en contacto estando solos.

Los científicos sociales están observándolo con alarma, preocupados por el daño que causará a muchas personas que ya sufren depresión, drogadicción o violencia doméstica. Según una encuesta de la Kaiser Family Foundation, el 45 por ciento de los estadounidenses afirma que el brote de coronavirus ha pasado factura a su salud mental. Las compras de tabaco y alcohol han aumentado. Y en EE. UU., también las compras de armas.

Con todo, una investigación llevada a cabo en Seattle, Washington, mi ciudad y el foco de la COVID-19 en Estados Unidos, sugiere que muchos de nosotros conseguimos salir adelante, al menos por ahora. El condado de King en el estado de Washington, la región circundante de mi casa, fue uno de los primeros lugares del país que aplicó el distanciamiento social y los científicos ya están siguiendo a 500 personas. Los residentes responden cada noche a las preguntas de una encuesta con el móvil o el ordenador: ¿Cuánto ha interactuado hoy con otras personas? ¿Se siente cuidado y conectado? ¿Cómo de sociable ha sido? ¿Cómo de difícil le ha sido no pensar en la COVID-19?

Al mes del comienzo de uno de los primeros proyectos de investigación social ante el brote de coronavirus en Estados Unidos, «este nos cuenta una historia de resiliencia y adaptación», afirma Adam Kuczynski, alumno de posgrado de la Universidad de Washington que dirige el estudio. «Antes, la gente tenía muchos pensamiento intrusivos y era incapaz de sacárselos de la cabeza... Ahora están disminuyendo».

«No me reconozco»

Aún no podemos determinar de qué formas nos cambiará el confinamiento. Los humanos nos necesitamos los unos a los otros para sobrevivir. El aislamiento excesivo puede debilitar el sistema inmunitario, aumentar la tensión arterial e incluso contribuir a la propagación de las células cancerosas. Con el paso del tiempo, la falta de contacto humano podría acabar siendo tan peligrosa como el tabaquismo.

Los vínculos sociales no solo nos protegen. Agustín Fuentes, antropólogo de la Universidad de Notre Dame, afirma que evolucionamos para resolver problemas juntos. Nuestros antepasados crearon herramientas de piedra trabajando en equipo y desarrollaron pegamentos y tintes para compartir ideas a través del arte. Conectar es un elemento esencial de lo que nos hace humanos. «Nos mantiene con vida», afirma Fuentes.

Los peatones recorren las calles vacías cerca del Public Market Center en Seattle, Washington.

Fotografía de Chona Kasinger, Bloomberg, Getty

Ahora se han puesto a prueba esos vínculos, pero de una forma nunca vista. Pese a lo desgarrador y angustioso que es este brote, no se acerca a las enfermedades más devastadoras que han asolado el planeta. No es como la pandemia de gripe española de 1918, que mató de 20 a 50 millones de personas, muchas de ellas niños, justo cuando terminaba una guerra terrible. No es el Londres del siglo XVII, cuando la peste bubónica aparecía cada pocas décadas y la policía cerraba con candado las casas de las víctimas, dejando a los habitantes sanos atrapados.

Estamos aislados y en cuarentena, pero hoy tenemos Zoom, la Xbox y los iPhones. Vemos el mundo en TikTok o en paseos en bici, allí donde lo permiten. Los vídeos de gatos son tan populares como siempre, así como cantar canciones de Broadway en playback y modificar su letra para adaptarla a los tiempos del coronavirus. Si los amigos no pueden compartir la cena, comparten listas. Libros que leer. Listas de deseos. Listas de cosas que hacer. Los viajes rutinarios al supermercado se han convertido en la principal salida social, aunque se haga con mascarillas y manteniendo la distancia de seguridad de dos metros.

En el porche de la casa del otro lado de la calle hay un oso de peluche rechoncho. Forma parte de un movimiento inspirado en las redes sociales para alegrarles el confinamiento a los niños. Los niños sonrientes deambulan por las aceras sus padres y cuentan los animales de juguete que hemos escondido en las escaleras y en las ventanas, algo así como una «cacería de osos».

Con todo, en gran parte del mundo reina un silencio inquieto. Trafalgar Square, la plaza de san Pedro, Times Square, todas están vacías o casi vacías. La Space Needle de Seattle cerró hace semanas.

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    Un hospital ocupa el campo de fútbol cerca de Seattle donde la hija del autor del artículo iba a hacer una prueba para el equipo de fútbol.

    Fotografía de Elaine Thompson, Ap

    Siento esa quietud en mi propia casa y me llena de desasosiego. Durante la mitad de su vida, mi hija de 11 años obsesionada con el fútbol (es cocapitana del equipo municipal y tiene un póster de la estrella del fútbol estadounidense Megan Rapinoe sobre la cama) ha jugado o entrenado cuatro días por semana. Ahora solo mete goles en el jardín jugando contra su padre. El campo donde iba a hacer la prueba para la próxima temporada se ha convertido en un hospital de 200 camas. Hace unos días, por fin preguntó entre lágrimas: «¿Cuánto tiempo queda?». No supe responderle.

    La magnitud del cambio puede volverse patente en cualquier momento. Mi vecina Shannon Campe, a quien no es fácil poner nerviosa, se ha quedado sorprendida por su repentina fragilidad. Una amiga ha perdido su trabajo en un restaurante y su marido también se ha quedado sin empleo. Dos familias de nuestra calle están en cuarentena tras haberse expuesto a amigos o parientes enfermos. La hija de Campe suplica ver a otros niños, pero Campe sabe que lo difícil acaba de empezar. Abrumada, Campe acabó sollozando en la acera el 1 de abril. «No me reconozco», me dijo.

    Algunos, claro está, han mantenido su ecuanimidad. «No nos preocupa mucho», afirma James Smith, un jubilado de 74 años que vive a 48 kilómetros al sur de mi casa, en un rancho de Tacoma. Su madre de 93 años vive sola en Los Ángeles. Su hijo trabaja de paramédico. Pero Smith y su mujer no son de los que se angustian. Ven las noticias, frotan alcohol en el buzón, trabajan en el jardín. Dice que está acostumbrado a que la vida sea difícil. «Esto es solo una cosa más que tenemos que pasar», afirma. Pero «somos gente feliz», añade.

    Mi amigo Mike Lewis, presentador de noticias en la radio y copropietario de un bar de Seattle que tuvo que cerrar hace tres semanas, también lo es. Es de temperamento optimista, pero ahora es lo bastante consciente de su propio estrés para saber que sus oyentes también lo captan. Así que alivia parte de su ansiedad intentando aliviar la de ellos. Disfruta de la oportunidad de compartir chorradas, como el día en el que el Acuario Shedd de Chicago permitió que los pingüinos saltarrocas —Edward, Annie y Wellington— vagaran por los pasillos vacíos y observaran a los animales marinos desde el otro lado del cristal.

    «Es como si ya no hubiera nada a lo que aferrarse», afirma Lewis.

    Está claro que la angustia por el distanciamiento social es normal. «Es nuestro cuerpo, que nos señala la necesidad de reconectar. Al igual que el hambre nos dice que comamos y la sed que bebamos agua, se cree que la soledad es un impulso biológico que nos motiva a conectar», afirma Julianna Holt-Lunstad, experta en psicología de la conexión humana en la Universidad Brigham Young.

    Pero ¿qué pasa si no podemos? Los trabajadores hospitalarios aislados tras exponerse al SARS en 2003 experimentaron más insomnio, irritabilidad, agotamiento y desapego que quienes no estuvieron aislados. La mayoría estuvo en cuarentena solo unas semanas. Sin embargo, sus síntomas se mantuvieron durante años.

    Controlar el estrés día a día

    Kuczynski, el alumno de posgrado de la Universidad de Washington, empezó su encuesta el 14 de marzo, el día después de que el gobernador de Washington Jay Inslee cerrara todos los colegios y el día antes de que anunciara que iba a cerrar todos los bares y restaurantes. Kuczynski y Jonathan Kanter, psicólogo del Centro para la Ciencia de la Conexión Humana de la Universidad de Washington, se dispusieron a recoger las experiencias cotidianas cuando los detalles seguían recientes, antes de que la gente se fuera a dormir. Así que cada día a las 19:30, sus sujetos respondían al menos 27 preguntas, a veces más. La encuesta les llevaba unos tres minutos. Tienen pensado seguir adelante durante un mínimo de 75 días.

    Kanter, experto en socialización y bienestar, estaba preocupado. Para las personas que viven solas o con enfermedades mentales, como trastornos obsesivo-compulsivos, el distanciamiento social podría sacar lo peor. Sus colegas ya le han informado de aspectos similares. «La mayoría caeremos de pie. Pero hay grupos de personas que son más vulnerables y no tienen redes de seguridad», afirma.

    Tras enterarse de que la gente está poniendo arco iris en sus ventanas para que los niños los vean cuando salgan a pasear, la fotógrafa pintó algunos en la ventana de su piso en Brooklyn, Nueva York.

    Fotografía de Nikki Boliaux

    Los resultados preliminares sorprendieron a ambos. En general, parecía que los encuestados estaban soportándolo bien. Expresaron solidaridad y que se sentían cuidados, aunque estuvieran obsesionados con el virus. Kanter sospecha que la naturaleza casi universal de su difícil situación ayuda. «Aunque casi todas las noticias son malas, hay algo en que todos nosotros vivamos el mismo momento que creo que evita que la gente se derrumbe», afirma.

    Con el paso del tiempo, la ansiedad empezó a estabilizarse, así como los conflictos interpersonales. Día tras día, la gente pensaba menos en el virus y hacía más ejercicio. «Quizá están acostumbrándose», afirma Kuczynski. Sin embargo, el día que el gobernador de Washington amplió la orden de confinamiento del estado hasta principios de mayo, el estrés repuntó.

    A pesar de todo y pese a la tendencia generalmente positiva, una minoría considerable ha sufrido ansiedad debilitante y picos de tristeza. «Les preguntamos: “En una escala de 0 a 10, ¿cuánta soledad ha sentido?”», dijo Kanter. A principios de abril, la media aún era de 3. Pero cada día había gente que respondía 0 y gente que respondía 10.

    Eso inquietó a Kanter. Su interés inicial por la investigación era simple: quería identificar quién estaba bien y quién tenía dificultades y descubrir por qué.

    Su perspectiva ha cambiado. La semana pasada, puso en marcha un nuevo proyecto diseñado en parte con el fin de saber si hay alguna forma de aliviar ese sufrimiento. Tiene pensado llevar a cabo una encuesta similar a nivel nacional, pero esta vez la mitad de los participantes recibirán un SMS diario con consejos de bienestar basados en la evidencia durante las semanas dos y tres.

    Algunos serán sencillos, como ejercicios de respiración y sugerencia de que expresen gratitud o contacten con sus amigos. Otras respuestas se involucrarán más y ofrecerán enlaces a una página web que incluya información más detallada. En algunos casos, instarán a la gente a que haga a un compañero 36 preguntas estándar diseñadas para acercar a las personas y que empieza con: «Si pudieras elegir a cualquier persona en el mundo, ¿con quién querrías cenar?».

    «Las interacciones y vínculos sociales habituales de mucha gente se han visto alterados y la soledad y la desconexión social son inquietudes, si no realidades», afirma Kanter. «Ahora mismo, esperamos reconectar a la gente mediante los pasos de baile básicos de las relaciones y la conexión».

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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