Con la caída del Estado Islámico en el norte de Siria, surge una crisis humanitaria

Más de 60.000 mujeres y niños han acudido en masa al campo de refugiados de Al Hol, poniendo al límite su capacidad.

Por Lynsey Addario
fotografías de Lynsey Addario
Publicado 28 mar 2019, 13:52 CET
Mujeres y niños
Mujeres y niños, parientes de soldados del Dáesh y firmes partidarias del Estado Islámico miran a través de la verja del campo de refugiados de Al Hol, en el norte de Siria, donde se congregan los recién llegados desplazados desde Baghuz.
Fotografía de Lynsey Addario, National Geographic

Un flujo infinito de mujeres y niños desaliñados y desorientados salía de las partes traseras de las camionetas en el campo de refugiados de Al Hol en la gobernación de Hasaka, en el norte de Siria. Muchas eran las mujeres e hijos de combatientes del Dáesh y figuraban en la ola más reciente que se rindió y huyó del último bastión del EI en Baghuz, en la gobernación siria de Deir ez-Zor.

Las mujeres que habían viajado durante horas con sus hijos y lo poco que quedaba de sus posesiones cubiertas de polvo, metidas en mochilas de estilo militar, bolsas de plástico y maletas con ruedas. Con velos negros que les cubrían el pelo y el rostro y largos vestidos negros e informes que suelen llevarse en lugares con una interpretación del Islam más conservadora, algunas eran transportadas semiinconscientes en camillas, otras en sillas de ruedas rudimentarias, otras llegaban caminando desafiantes, otras llegaban aliviadas. Todas estaban exhaustas y hambrientas.

El Comité Internacional de Rescate estima que más de 5.000 mujeres y niños que huían del combate entre las fuerzas sirias y los restos del Estado Islámico llegaron al campo de Al Hol en un periodo de 48 horas a principios de marzo. Desde diciembre, casi 60.000 han llegado al campo de refugiados, lo que lo ha puesto al límite, según declaran los trabajadores humanitarios. Casi cien personas, la mayoría niños, han fallecido en camino al campamento o poco después de llegar debido a desnutrición grave, neumonía, hipotermia y diarrea, según el Comité Internacional de Rescate. Estos nuevos refugiados se suman a más de 65 millones en todo el mundo, más que nunca desde la Segunda Guerra Mundial, según Naciones Unidas.

Las Fuerzas Democráticas Sirias, respaldadas por Estados Unidos y la coalición internacional que lidera, clamaron victoria sobre la franja de tierra restante controlada por el Estado Islámico en la ciudad de Baghuz, mientras decenas de miles de familiares de los soldados se han rendido en un corredor humanitario establecido por las FDS en las últimas seis semanas bajo intensos bombardeos y enfrentamientos. Mujeres y niños, la mayoría de los cuales siguen jurando un apoyo inquebrantable al Dáesh y algunos de los cuales probablemente fueran utilizados como escudos humanos, habían vivido en túneles y cuevas con alimentos, medicación y servicios sanitarios limitados.

Las organizaciones internacionales, nacionales y gubernamentales se afanan por acoger esta crisis humanitaria espontánea y nadie estaba preparado para la situación de desesperación en la que llegaron en masa. Sobre todo ello se cernía la incógnita de qué hacer con muchas de estas mujeres y niños, dada su feroz lealtad al Estado Islámico y su interpretación radicalizada del Islam.

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    Sanaa, de Helsinki, Finlandia, con su hija (a la derecha) y otras mujeres y niños que han huido recientemente de Baghuz.
    Fotografía de Lynsey Addario, National Geographic

    Los niños parecían hundirse dentro de sus cuerpos, sus ojos de aspecto vacío, vidriosos por el trauma, el hambre y la confusión. El polvo y la tierra cubrían sus complexiones pequeñas y huesudas. Pese a lo desesperado de la escena, muchas de las mujeres aún hablaban de las virtudes del Estado Islámico y lamentaban su fin cercano. Algunas mujeres, procedentes del Cáucaso ruso, Kirguistán, Irak, Siria, Finlandia, Francia, Inglaterra y otros países —entre ellos Estados Unidos—, aún cavilaban sobre los primeros días del Dáesh y se preguntaban cuándo volvería aparecer el califato en el futuro.

    «Cuando llegué al califato, la vida era normal y era buena», explicó Sanaa, de 47 años, procedente de Helsinki, Finlandia. «Mis hijos iban a la escuela y llevábamos una vida normal. Pero casi un año y medio después empezaron los bombardeos y todo se hizo más difícil». La poca piel visible de Sanaa se veía a través de la fina franja en torno a sus ojos cansados y vidriosos, y sus manos curtidas. Abandonó Finlandia para vivir en el califato hace cuatro años con su marido marroquí y se quedó durante cuatro años durante los cuales dio a luz a su hijo más pequeño. Su hija de 13 años está casada.

    Las madres cuidan de sus hijos tras su llegada al campo de refugiados de Al Hol, en el norte de Siria.
    Fotografía de Lynsey Addario, National Geographic

    «Quiero pedir a mi madre que, por favor, contacte con la Cruz Roja o el gobierno o alguien para que nos saquen de aquí. Queremos volver a Finlandia y vivir allí. Llevo aquí cuatro años y medio. Tengo cuatro hijos. Ahora me arrepiento de haber venido, porque no es agradable. Ya no quiero esto, pero no puedo cambiar la historia».

    Miriam, de 29 años, procedente del Cáucaso ruso, tiene tres hijos demacrados con pelo escaso, un síntoma de desnutrición grave. Su hija pequeña, Fatima, de un año, observa cómo su madre saca un trozo de pan de una bolsas de plástico que acababan de distribuir las agencias humanitarias. La apática Fatima estaba demasiado desnutrida como para llorar, gritar o intentar coger un trozo de pan. Era como muchos más niños que salieron cojeando del Baghuz del Dáesh.

    Mujeres y niños que forman parte de una de las últimas olas de familias y simpatizantes de los soldados del Dáesh aguardan a que los transporten a camionetas tras haber sido registrados por mujeres combatientes que forman parte de las Fuerzas Armadas Sirias a las afueras de Baghuz.
    Fotografía de Lynsey Addario, National Geographic

    La mayoría de los niños de la guerra son obligados a aceptar responsabilidades cuando apenas han dejado de ser bebés. No van a la escuela, no juegan en los parques ni aprenden a socializar, no se ríen a carcajadas como suelen hacer los niños. Permanecen sentados sin expresión, apáticos, visiblemente traumatizados, unas ventanas humanas de lo que solo podemos imaginar que han presenciado con su corta edad. Con siete años, sus vidas suelen quedar relegadas a cuidar de sus hermanos pequeños: cambiar pañales, consolarlos, vigilarlos. Les han robado su infancia, que ha quedado abandonada en una parte de Siria que sus padres veneraban.

    A las afueras de Baghuz, un niño sirio de dos o tres años con un parche en el ojo se aferra a su madre, que está sentada en la parte trasera de una camioneta metálica a la espera de que los transporten al campo de refugiados de Al Hol con un nuevo grupo de simpatizantes del Dáesh. Una bala le había atravesado el ojo y salido por el cuello, según me explicó su madre. No quería dar detalles sobre su hijo. Su hijo era solo una víctima más de esta guerra.

    ¿Qué ocurrirá con las mujeres e hijos de los soldados del Estado Islámico que han sido adoctrinados y cegados por años de radicalización? Muchos países han dicho que revocarán su ciudadanía y no les permitirán regresar a sus casas. Apátridas y sin la posibilidad de adoptar una versión más moderada del Islam, estas decenas de miles de mujeres y niños parecen más peligrosos que nunca.

    Lynsey Addario es una fotógrafa galardonada que ha documentado conflictos en Afganistán, Irak, Darfur, Sudán del Sur, Libia, Siria, El Líbano, Yemen y la República Democrática del Congo. Es la autora del libro It’s What I Do, superventas del New York Times, y recientemente publicó su primer libro de fotografía Of Love and War.
    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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