¿Cómo podemos llorar la pérdida cuando el coronavirus nos obliga a separarnos?

Reunirse para lamentar la defunción de un ser querido es fundamental para nuestro bienestar emocional. Sin embargo, la pandemia ha cambiado los ritos funerarios.

Por Craig Welch
Publicado 17 abr 2020, 12:29 CEST

Una mujer contempla un ataúd en la morgue de uno de los mayores cementerios de Milán, Italia.

Fotografía de Gabriele Galimberti

Paula Bronstein estaba en el cementerio sentada en un Ford Fusion alquilado, escuchando al rabino y sacando fotos por la ventana. Los miembros de su familia, en tres coches tras ella, seguían las palabras del rabino por videoconferencia.

Bronstein, que es fotoperiodista, había volado desde Tailandia a sabiendas de que podría ser la última vez que vería a su padre. George Bronstein había nacido durante la pandemia de gripe española de 1918. Estaba muriendo de causas naturales a los 101 años y ya estaba preparada para despedirse de él, pero no para que una pandemia se interpusiera entre ellos.

El padre de Paula Bronstein, George, sopla las velas en la fiesta de su 100º cumpleaños.

Fotografía de Paula Bronstein

Cuando llegó a Estados Unidos, tuvo que ponerse en cuarentena por el nuevo coronavirus y no pudo ver a su padre en persona. Cuando falleció el 30 de marzo, las medidas de distanciamiento social aplicadas para ralentizar el virus ya afectaban a las ceremonias funerarias. No se reunirían en casa, ni habría misa en la sinagoga, ni recibirían las visitas reconfortantes durante el shiva, el periodo de luto judío. Solo unos pocos familiares podrían asistir al entierro si se quedaban en sus coches. El rabino, solo, podría arrojar tierra sobre la tumba si traía su propia pala.

Mientras el coronavirus asola comunidades de todo el mundo, el aumento de las defunciones y el distanciamiento social han trastocado las ceremonias conmemorativas y los rituales fúnebres sagrados. Esto transforma dónde y cómo se llora la muerte y altera las formas en que procesamos la pérdida.

«He visto muchas cosas y he vivido cosas horribles», afirma Bronstein. Ha documentado guerras, terremotos, tifones y hambrunas. Pero «todo eso no me preparó para tener que ver cómo enterraban el ataúd de mi padre sola en un coche de alquiler».

En varios tipos de creencias, la pérdida suele procesarse en común. Sin embargo, afrontar la muerte en la era de la COVID-19, la enfermedad que provoca el coronavirus, se ha convertido en una batalla muy solitaria.

Por ejemplo, esta primavera, en la muy católica región italiana de Bérgamo, donde nació el papa Juan XXIII, cientos de personas han muerto solas. El temor a la infección ha puesto fin a los velatorios y los funerales, y los ataúdes se acumulan en las iglesias. Los crematorios funcionan 24 horas al día, pero un convoy militar ha tenido que transportar a decenas de difuntos a localidades cercanas para que los incineren.

Actualmente se desaconseja a muchos capellanes de hospital que se acerquen a los pacientes moribundos con COVID-19 y que los consuelen dándoles la mano; los médicos y los enfermeros no pueden dejarles los EPI limitados para usos no vitales. Un hospital de Long Island proporciona pequeños moldes de arcilla de las huellas de las víctimas como recordatorio para los seres queridos que no han podido acompañar a sus seres queridos en sus últimas horas.

Y en Nueva York, donde han fallecido más de 10 000 personas y los cadáveres se almacenan en camiones frigoríficos, las familias musulmanas se ven obligadas a prescindir del tradicional lavado del difunto. En su lugar, golpean suavemente la tierra con las manos y la espolvorean sobre un cuerpo envuelto y sellado.

«La gran cantidad de gente que fallece desborda cada parte del proceso», afirma el imán Khalid Latif, capellán universitario y director ejecutivo del Centro Islámico de la Universidad de Nueva York.

Todo este caos ha dejado a mucha gente que ha perdido a sus seres queridos con «emociones irreconciliables», añade.

Ni siquiera quienes atienden a los supervivientes están seguros de cómo proceder.

«Es un territorio completamente nuevo», afirma el rabino Elias Lieberman, que ofició el entierro del padre de Paula. «La verdad es que aún estoy intentando orientarme en medio de todo esto».

¿Cómo podemos encontrar paz?

Para agravar la confusión, todo ocurre demasiado deprisa. Lo que es aceptable en un momento dado deja de serlo al siguiente.

En el caso de Bronstein, la tumba de su padre está supervisada por la Asociación de Cementerios Judíos de Massachusetts, que posee o gestiona 123 cementerios en Boston y sus alrededores. Ante la COVID-19, la asociación prohibió las visitas a los cementerios y endureció las normas de los servicios fúnebres apenas días antes de que su padre falleciera. Lieberman presionó en nombre de los Bronstein, pero «había representantes de la asociación presentes para asegurarse de que se seguían las normas. Su principal preocupación era proteger a los trabajadores del cementerio», afirma Lieberman.

Un coche fúnebre lleva el ataúd de George Bronstein, aparcado cerca del cementerio judío de Baker Street, en Boston. Fue el único lugar donde su hija, Paula, pudo despedirse y ver su cuerpo antes del funeral, ya que la capilla estaba cerrada al público debido al coronavirus.

Fotografía de Paula Bronstein

La familia se planteó posponer el servicio hasta que la situación se relajara, pero eso podría llevar semanas o meses. Aunque no es alguien que suela aceptar un «no» por respuesta, la afligida Bronstein no contemplaba ninguna opción más.

«Ni siquiera podíamos ponernos en círculo alrededor de la tumba manteniendo la distancia social apropiada», afirma. Su último recuerdo de la cara de su padre fue ver su ataúd abierto desde el aparcamiento junto al cementerio.

«Ha sido muy doloroso para nuestra familia; no podría haber sido peor», cuenta. Encontrar la paz «va a llevarnos un tiempo, porque no hemos podido hacerlo bien».

Ese es un sentimiento conocido para la amiga de Lieberman, la reverenda Nell Fields, de la Iglesia Congregacionalista de Waquoit, Massachusetts. En marzo, mientras se aplicaban las medidas de distanciamiento social, falleció un anciano de su congregación, un veterano de la II Guerra Mundial. Fields llamó a su familia para posponer el funeral, pero ahora sospecha que tendrá que volver a aplazarlo.

«Lo que ocurre es que la gente tiene que postergar su dolor. Está en un lugar suspendido en el que no puede retroceder, pero tampoco avanzar. Si piensas en el proceso de duelo como si fuera un arroyo, nos lleva a algún sitio. Pero cuando ese arroyo se ve interrumpido, te quedas atrapado», afirma Fields.

En New Canaan, Connecticut, una familia observa el shiva, el periodo de duelo tradicional del judaísmo. Amigos y familiares se reúnen de forma remota por Zoom por su pariente anciano, que falleció de insuficiencia cardíaca. Como murió durante la pandemia de COVID-19, sus familiares no pudieron despedirse en el hospital ni planificar el funeral.

Fotografía de Andrew Lichtenstein, Corbis/Getty Images

Antes del coronavirus, la gente tenía alguna idea de cómo podría ser el funeral de un ser querido. Tenía expectativas.

«Y después les echaron un jarro de agua fría encima sin ningún tipo de advertencia. Tienes que llorar la pérdida de lo que habías planeado y hacerte a la idea de cómo será todo cuando volváis a reuniros», explica Fields.

También ha cambiado la forma en que morimos

No solo han cambiado los rituales, sino también la forma en que fallecemos.

Carol LeCompte ha pasado muchas horas de su vida dando la mano a personas moribundas. LeCompte es capellán de hospital en el Atrium Health Pineville, en Charlotte, Carolina del Norte, y sabe que la gente suele tener más miedo a morir sola que al dolor. «La sola idea estremece a las personas», afirma.

Para los pacientes con coronavirus, esta suele ser la única opción.

Las soluciones creativas pueden ayudar. Un compañero colocó un móvil en un poste hecho para el goteo intravenoso e hizo una videollamada para que la familia pudiera despedirse de un paciente por el que ya no se podía hacer nada. La llamada duró cinco horas. Ahora, el hospital de LeCompte aguarda una entrega de iPads para poder ofrecer una compañía virtual similar.

Con todo, pese a toda la ansiedad, también es posible que la forma en que gestionemos esta pérdida no cambie tanto como creemos.

El dolor y la tristeza «son muy adaptables», afirma George Bonanno, del Teachers College de la Universidad de Columbia y autor de The Other Side of Sadness.

Tras 30 años estudiando el duelo, ha descubierto que, estadísticamente, pocas cosas alteran nuestra respuesta a la muerte. Casi dos tercios volvemos a la normalidad tras unos pocos meses, un cuarto tardamos uno o dos años y del cinco al 10 por ciento podemos necesitar muchos años para afrontar una pérdida. Eso se aplica a quienes han perdido seres queridos por accidentes traumáticos, la edad, los huracanes o problemas médicos.

En un estudio tras otro, sus colegas y él han descubierto que «la mayoría de la gente afronta muy bien la pérdida. La mayoría se recupera de la pérdida en un plazo relativamente breve. No quiere decir que no atravesemos episodios de tristeza o dolor. Quiere decir que podemos funcionar. Podemos trabajar y sentirnos unidos a otras personas», afirma. Cuando estamos de duelo, necesitamos tiempo para retraernos y recalibrarnos, pero «puede pasar bastante rápido».

Según Bonanno, eso tiene sentido desde una perspectiva evolutiva. Si los humanos nos sumiéramos excesivamente en el dolor de la pérdida, no sobreviviríamos. Chimpancés de Gombe (1986) de Jane Goodall describió una y otra vez síntomas similares a la depresión en chimpancés jóvenes cuyas madres habían muerto. Bonnano indica que, aunque los chimpancés adultos solían cuidar de los huérfanos, los jóvenes más letárgicos y tristes eran abandonados a su suerte. Aunque reconoce que suele resultar difícil comprender los estados emocionales de los animales, sugiere que esa podría ser una señal más de que la prorrogación del duelo podría ser perjudicial.

Los funerales y las ceremonias conmemorativas de muchas culturas incrementan las cosas que haríamos de todos modos: nos permiten reunirnos, pasar tiempo con la familiar, celebrar y rememorar. Estas congregaciones dan a las personas una oportunidad de demostrar a los supervivientes que se preocupan. Nos permite pintar una imagen del difunto tal y como queremos que lo recuerden. Bonanno señala que, si entendemos cómo nos ayudan estos rituales, podemos recrear las partes importantes para nosotros, aunque lo hagamos de forma virtual.

«Hemos sobrevivido a todo tipo de cosas y también sobreviviremos a esto», afirma.

El hecho de que todos estemos viviendo esto juntos podría incluso llegar a reducir el dolor, en última instancia. Bonanno explica que si dentro de cuatro años le cuentas a alguien que perdiste a un familiar durante la pandemia, enseguida entenderán el contexto y se harán una idea aproximada de lo que has pasado.

«Es un momento histórico compartido», afirma. Eso no significa gran cosa para las personas que lloran la pérdida ahora mismo, dice, pero «creo que lo hará en el futuro».

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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