La nueva vacuna contra la malaria suscita esperanza, pero las medidas más baratas siguen siendo útiles

Los niños de Kenia, Malaui y Ghana ya están recibiendo la primera vacuna contra la malaria, recién aprobada por la Organización Mundial de la Salud, pero es improbable que erradique la malaria por sí sola.

Por Jacob Kushner
fotografías de Lena Mucha
Publicado 27 abr 2020, 13:19 CEST, Actualizado 8 oct 2021, 12:32 CEST
Bebé recibe la vacuna contra la malaria

En Kenia, Malaui y Ghana, los bebés de menos de dos años reciben gratuitamente la primera vacuna contra la malaria para intentar detener esta enfermedad letal.

Fotografía de Lena Mucha

Una mañana soleada frente a un hospital en el oeste de Kenia, unas 20 madres están sentadas en bancos de madera con sus bebés en brazos. Uno a uno, ponen una inyección a los bebés envueltos en mantas de colores y kitenge. Y uno a uno, lloran. Pole baby —perdona, bebé— dice el enfermero. El pinchazo vale la pena. Estos bebés son unos de los primeros que han recibido la primera vacuna contra la malaria, recién aprobada a nivel mundial por la Organización Mundial de la Salud, lo que supone un hito científico en la historia de la lucha contra una de las enfermedades más letales del mundo.

Cientos de miles de niños en las regiones afectadas de Kenia, Malaui y Ghana están recibiendo la vacuna contra la malaria RTS,S que, según los expertos sanitarios occidentales, es una nueva herramienta muy importante en la lucha global contra la enfermedad. Pero tras 35 años y cientos de millones invertidos en su desarrollo, algunos profesionales sanitarios africanos se preguntan si vale la pena pagar ese precio por la vacuna.

En el Hospital del Distrito de Iguhu, en el oeste de Kenia, las mujeres esperan a que sus bebés reciban la vacuna contra la malaria. En África, unos 285 000 niños fallecieron antes de los cinco años en 2016.

Fotografía de Lena Mucha

Cada año, la malaria enferma a unos 228 millones de personas y mata a 430 000, la mayoría en África y la mayoría niños. En otras zonas del mundo, como el Amazonas, la deforestación y la minería aumentan la vulnerabilidad de las poblaciones indígenas frente a la malaria. El parásito que provoca la malaria, propagada por los mosquitos Anopheles hembra, causa fiebre, letargo y escalofríos. Puede tener a los adultos postrados en la cama durante semanas, impedir que los niños vayan al colegio y dejar a las familias con facturas médicas astronómicas.

Violet Wachiya, de 24 años, fue uno de esos casos. Nació en una vivienda del oeste rural de Kenia donde plantaban caña de azúcar y criaban ganado. A los 12 años dejó la escuela tras un brote extremo de malaria que la dejó hospitalizada. Estaba fatigada, le dolían las articulaciones y enseguida empezó a deteriorársele la vista. «No podía verlo con claridad», afirma. La factura del hospital ascendió a 34.000 chelines kenianos (más de 290 euros). Para pagarla, su familia tuvo que vender ocho vacas y algunas cabras.

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      Dos niñas cortan hierba en un campo embarrado del condado de Kakamega, en Kenia. Los responsables de transmitir la malaria son los mosquitos Anopheles hembra, que se reproducen en el agua estancada y proliferan durante la estación lluviosa.

      Fotografía de Lena Mucha

      Wachiya dice que no quiere que le pase lo mismo a su hijo de 10 meses, Prince Jackson. Por eso el mes pasado lo arropó en una sudadera azul y blanca y lo llevó a un hospital del condado rural de Kakamega para que recibiera su segunda dosis de la nueva vacuna contra la malaria. (Los niños reciben las primeras cuatro dosis a los seis meses y la última a los dos años.) Ahora, «aunque el bebé contraiga la malaria, no estará tan mal», cuenta Wachiya.

      Una vez le han administrado la vacuna, Wachiya lleva a Prince Jackson a casa, en una aldea rodeada de plantaciones de caña de azúcar. Dentro de su pequeña residencia se escucha la música luya que sale de un altavoz mientras una máquina recreativa emite luces coloridas y reproduce de forma periódica el Waka Waka de Shakira, la canción oficial del Mundial de Fútbol de 2006 en Sudáfrica. Hay una silla frente a una pared gris de hormigón donde Wachiya peina a las mujeres de su barrio y donde su marido Vincent Olang’, pintor y barbero, corta el pelo a los niños por 10 chelines cada uno.

      Prince Jackson, de 10 meses, duerme bajo una mosquitera en su casa en el condado de Kakamega, Kenia. Hasta ahora ha recibido dos de las cuatro dosis de la vacuna contra la malaria.

      Fotografía de Lena Mucha

      Por la noche, la familia se va a la cama, se mete bajo una mosquitera azul y duerme en un colchón sobre el suelo. La red los protege del sonoro enjambre de mosquitos que zumba sobre la letrina de pozo que hay en la parte trasera.

      «Hacen tanto ruido que suenan como las abejas», cuenta Olang’ Atraviesa la pequeña parcela de cultivo de su familia para revelar un pantano justo tras su casa. «Cuando rebosa el agua del río, tenemos agua estancada y eso trae mosquitos», explica.

      Para intentar drenar el agua estancada, el tío de Vincent, Benson Musotsi, excavó una trinchera profunda a lo largo de la parcela, sin éxito. Espera que la nueva vacuna contra la malaria proteja más a los habitantes del condado de Kakamega. «Cuando te han vacunado, no puedes contraer la malaria. Si te pica el mosquito, no puede transmitírtela», afirma Musotsi.

      Vincent Olang’ y Violet Wachiya recogen agua en un riachuelo cerca de su casa. Han intentado sin éxito drenar el agua estancada para que los mosquitos no se reproduzcan en ella.

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      Pero Musotsi podría equivocarse. En los ensayos clínicos, la vacuna RTS,S disminuyó un 39 por ciento los casos de malaria y un 29 por ciento los casos graves. En cambio, las vacunas de muchas otras enfermedades tienen una eficacia de entre un 85 y un 95 por ciento. La nueva vacuna es aún menos eficaz si los niños no reciben las cuatro dosis, un reto para muchas familias rurales que viven lejos de los centros sanitarios.

      Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en los últimos 20 años las iniciativas antipalúdicas internacionales han evitado más de 663 millones de casos, salvado 6,8 millones de vidas y reducido los costes sanitarios en más de 900 millones de euros solo en el África subsahariana. Pero nada de eso se ha debido a la vacuna. El crédito se le debe a los insecticidas, las mosquiteras y los medicamentos antipalúdicos.

      Un estudio estimaba que la vacuna contra la malaria sería el triple de cara, de media, que la distribución de mosquiteras para conseguir mejoras sanitarias similares. Ante la financiación limitada, a algunos profesionales sanitarios de Kenia les preocupa que el dinero esté malgastándose.

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        Un ayudante de investigación ofrece la mano a un grupo de mosquitos hembra para alimentarlos con sangre fresca en el Instituto de Investigación Médica de Kenia, donde los científicos estudian mosquitos resistentes a los insecticidas.

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        Sheila Musungu, de cuatro años yace en un catre en el ala abarrotada de un hospital; apenas se mueve y está medio dormida. Los mosquitos zumban a su alrededor. «No come. Ha estado vomitando. Está cansada», cuenta su madre.

        Sheila contrajo malaria cuando estaba en el hospital. Su madre la trajo en enero para una transfusión de sangre, pero como no pudo pagar la factura, Sheila se vio obligada a quedarse durante meses en un catre sin mosquitera. Si hubiera tenido una, es probable que la hubiera protegido de la malaria. Ninguno de los otros 20 pacientes del ala tiene mosquitera.

        «Llevo aquí dos años y durante dos años no hemos tenido las mosquiteras», afirma la enfermera de guardia, Petronilla Buyaki, de 28 años. Según las autoridades sanitarias de Kenia, los donantes internacionales habían prometido entregar las mosquiteras de forma gratuita, pero no cumplieron su promesa.

        Sheila Musungu, de cuatro años, contrajo malaria en el Hospital de Kakamega, a donde la trajeron para una transfusión de sangre en enero.

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        Sammy Nalianya, de ocho meses, es uno de los cientos de miles de niños keniatas que van a recibir la nueva vacuna contra la malaria.

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        Trizah Makungu, de ocho años, sentada en la cama que comparte con sus padres, protegida por una mosquitera. Estas redes, que cuestan menos de 5 euros en el mercado local, han ayudado a salvar millones de vidas.

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        Las mosquiteras cuestan menos de cinco euros en el mercado local. Es la cantidad que sube la factura médica de Sheila cada día. Ahora, su familia debe al hospital más de 27 000 chelines kenianos (232 euros). Hasta que paguen, Sheila seguirá en esta cama, desprotegida de los mosquitos día tras día.

        Las mosquiteras no pondrán fin a la malaria por sí solas, sin duda. A diferencia de Sheila, mucha gente no puede estar bajo estas redes todo el día. Además, según cuenta Desmond Chavasse, que trabaja en control de malaria para la ONG PSI en Kenia, «ya hemos sacado la mayoría de los beneficios que podíamos sacar» de las mosquiteras. Eso se debe a lo que muchas personas que se dedican al desarrollo internacional denominan el problema de la «última milla», la dificultad de llevar una intervención sanitaria a las personas más remotas. Según Chavasse, se necesitan nuevas herramientas, como una vacuna, para salvar esa brecha.

        Los sanitarios como Buyaki afirman que aceptarán cualquier ayuda que reciban. «Casi todos los casos de aquí son de malaria», cuenta Buyaki mientras echa un vistazo por el ala. Una vacuna sería bien recibida, pero agradecería tener los dispositivos de protección baratos y eficaces que ya existen. «Por ahora, lo que necesitamos son mosquiteras».

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          Dos niñas frente a una casa del condado de Kakamega, en Kenia. Los niños corren más riesgo de sucumbir a la malaria porque tienen menos inmunidad.

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          En 1972, unos científicos chinos descubrieron la artemisinina, un medicamento que ahora se usa en todo el mundo para tratar la malaria y que ha salvado millones de vidas. Ahora, algunos científicos chinos creen que las terapias de combinación de artemisinina (ACT, por sus siglas en inglés) pueden destinarse a un nuevo propósito: prevenir la malaria. Si se proporciona ACT a toda una comunidad al mismo tiempo, un proceso denominado administración masiva de medicamentos (MDA, por sus siglas en inglés), pueden reducirse los niveles del parásito de la malaria en la sangre humana de forma que los mosquitos no lo contraigan y no se lo transmitan a la próxima persona.

          «El ciclo vital de un mosquito es de 30 días», explica Ethan Peng, director de la empresa china New South en Kenia, que fabrica ACT. «Mediante la medicación masiva, podemos sacar la fuente de todos los seres humanos, de forma que los mosquitos no puedan volver a contraer el parásito de la malaria» en su breve vida.

          Los científicos chinos ya han usado la MDA para eliminar la malaria en tres de las cuatro islas del archipiélago africano de las Comoras.

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            Las clínicas privadas como el Centro Médico de Cheldeb en Kakamega, Kenia, representan la mayor parte del tratamiento antipalúdico del país, aunque tienen más probabilidades de quedarse sin test que los hospitales públicos.

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            «La eliminación es bastante nueva» como concepto, señala Rebecca Kiptui, que ha trabajado con New South en el desarrollo de un ensayo de MDA en Kenia en nombre del Programa Nacional para el Control de la Malaria. «La cuestión es si puede hacerse la MDA en una zona donde [la malaria] es endémica. ¿Puede replicarse este modelo en otras partes?».

            Kim Lindblade, del Programa Mundial sobre Paludismo de la OMS, afirma que es improbable que se consiga reproducir el éxito de las Comoras en el África continental. «No tenemos una historia igual en ninguna otra parte. ¿Por qué? Porque son islas», afirma Lindblade. «Si va a funcionar en alguna parte es ahí».

            En lo que sí están de acuerdo los científicos es que si no desarrollan nuevas formas de detener la enfermedad, el progreso contra la malaria no solo se ralentizará. Se revertirá. Eso se debe a que el parásito de la malaria está desarrollando resistencia a los medicamentos y a los insecticidas usados para tratarla. La resistencia ya ha contribuido a un aumento de los casos en África y Asia. En 2018, Kenia tuvo 11 millones de casos de malaria; el año anterior había tenido ocho millones.

            «En Kenia hemos visto algunas de las mutaciones que hemos observado en el Sudeste Asiático», afirma el Dr. Bernhard Ogutu, investigador de la malaria en el Instituto de Investigación Médica de Kenia. «Es cuestión de tiempo, si aparecen una o dos mutaciones más...», dice levantando las manos como gesto de preocupación. «La gente no quiere cambiar la forma actual de hacer las cosas. Pero si seguimos haciendo las cosas así, en ocho años la enfermedad aumentará».

            Según Ogutu, la carrera para erradicarla ha comenzado. «Tenemos que salir del modo de esperar a que aparezca un paciente enfermo» y empezar a trabajar para erradicar la malaria por completo. Pero para eso se necesitará más dinero. La meta de la OMS es reducir la malaria un 90 por ciento en todo el mundo para 2030, pero según un estudio del año pasado publicado en The Lancet se necesitarán otros 2000 millones de dólares además de los 4300 millones que ya se invierten cada año.

            Por su parte, a la hora de protegerse de la malaria, Musotsi y su familia no ponen todos sus huevos en la misma cesta: «Llegará un momento en que la vacuna empezará a disminuir», deduce Musotsi. «Entonces, la red aún nos protegerá».

            Este reportaje ha recibido financiación del Centro Europeo de Periodismo.
            Lena Mucha es una fotógrafa alemana que se centra en derechos humanos, aspectos de género y cambios sociales dentro de las sociedades y grupos étnicos que menos suelen aparecer en los medios.
            Jacob Kushner es corresponsal en el extranjero y escribe sobre la salud, la fauna y flora silvestres, la migración y los derechos humanos de África, Alemania y el Caribe.

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