Tras un año de pandemia, los desconocidos hallan consuelo compartiendo su dolor

En el año transcurrido desde que la OMS declaró la pandemia global, millones de personas intentan asumir la pérdida.

Por Nina Strochlic
Publicado 10 mar 2021, 11:04 CET
Fotografía de dos manos entrelazadas

Para quienes han perdido a seres queridos durante la pandemia, las circunstancias de sus muertes han dejado cicatrices duraderas. Ahora, un año después de que se declarara la pandemia global de COVID-19, millones de personas tratan de hallar sanación y comunidad.

Fotografía de Nicola Muirhead

Poco antes de Navidad, Flor Betancourt visitó a su neurólogo para una cita habitual. No pudo evitar mencionar que su hermano pequeño había muerto de COVID-19 la pasada primavera y no la había llamado ni escrito un mensaje para despedirse. Desde el pasado 26 de abril, se había torturado a sí misma y a todo el que la conocía con la misma pregunta: ¿por qué no la había llamado Juan desde el hospital ni respondido a sus llamadas?

Juan Vazquez le habían amputado ambas piernas por complicaciones de la diabetes, así que le era prácticamente imposible moverse. Desde la ventana de su piso de Brooklyn, en un bajo, había repartido comida para perros y recibido los paquetes de sus vecinos. Betancourt no sabe que su hermano había contraído el virus, pero antes de que lo metieran en la ambulancia, consiguió llamarlo: le dijo que lo quería y le recordó que se llevara el cargador del móvil. Vazquez no volvió a responder a sus llamadas. Murió nueve días después.

En la consulta del neurólogo, con el corazón cerrado, Betancourt sollozó. «Quiero explicarle algo», la consoló el doctor. «Los pacientes con COVID se vuelven hipóxicos. Se quedan obnubilados. No les llega oxígeno al cerebro». La autopsia había concluido que Vazquez había muerto de hipoxia. Algo se encendió dentro de Betancourt. No llamó porque no era capaz de pensar.

Betancourt sintió una euforia física. Llamó a un compañero de trabajo y después a su madre. Se lo contó a su marido y, más tarde, a su orientador. «Desde ese momento pude deshacerme del 99 por ciento del duelo», cuenta. «Estaba obsesionada con eso: por qué no me había llamado. No podía dejarlo pasar. Y después me dije que era el momento de avanzar».

Un año después de que la Organización Mundial de la Salud declarara una pandemia global, millones de personas que han perdido a seres queridos durante la pandemia tratan de encontrar formas de sanar durante una tercera ola de infecciones.

«La gente habla de la segunda pandemia como la “pandemia de la pérdida”, o “pandemia del duelo”», afirma la Dra. M. Katherine Shear, fundadora y directora del Centro para el Duelo Complicado de la Universidad de Columbia. En junio, un estudio calculó que una media de nueve familiares directos están de luto por cada persona que fallece por COVID-19. En el país con más casos, Estados Unidos, donde el número de muertos ha superado el medio millón de personas, eso significa que más de 4,5 millones de estadounidenses están en duelo por haber perdido a un familiar, por no mencionar los millones que han perdido amigos, compañeros de trabajo y vecinos.

El «trastorno por duelo prolongado» —que pronto entrará oficialmente en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, la biblia de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría— causa una tristeza paralizante que afecta a la capacidad funcional y dura más de lo habitual en las personas que sufren el duelo.

El Centro para el Duelo Complicado nunca ha tenido tanto trabajo. Shear lo fundó hace ocho años con la convicción de que algunos tipos de duelo no responden a los antidepresivos ni a la psicoterapia tradicional. El tratamiento que desarrolló hace que los pacientes avancen a través de siete hitos de sanación: de la aceptación hasta conectar pacíficamente con los recuerdos del difunto.

En un proyecto titulado «Unseen», la fotógrafa Nicola Muirhead cubrió sus Polaroids de los desinfectantes que suelen utilizarse durante la pandemia. Aquí, un geranio sobresale de un parterre en su apartamento.

Fotografía de Nicola Muirhead

Shear y sus empleados pasaron el verano del 2020 organizando ciberseminarios para médicos del departamento de salud mental de Nueva York y para profesionales de Noruega, el Reino Unido y China. Este año, su idea es duplicar los talleres y también crear una versión virtual de la terapia.

Shear afirma que la COVID ha causado un repunte drástico del duelo complicado. Pese a ser investigadora del duelo, le cuesta comprender la magnitud del sufrimiento en su país.

La solidaridad de los desconocidos

En junio, antes de que falleciera su padre, Rose Carmen Goldberg escribió un editorial para el East Bay Times, un periódico local del Área de la Bahía de San Francisco, donde ejerce como profesora de derecho en la Universidad de California, Berkeley. En «Losing and Finding My Dad During the Coronavirus Pandemic» («Perder y encontrar a mi padre durante la pandemia de coronavirus»), describió cómo su padre, Harold Jay Goldberg, había sido ingresado en una residencia de ancianos tras sufrir un ictus y cómo tuvo que ver por las puertas de cristal de su habitación lo difícil que le resultaba entender por qué no podía entrar. «Tenía pesadillas sobre que muriera solo y asustado», escribió.

Un mes más tarde, después de la muerte de su padre, escribió un editorial para USA Today. Goldberg había podido visitarlo, pero su hermana vivía lejos y su madre estaba en estricta cuarentena. «Le leí un poema», escribió. «Sabía que podía escucharme porque me apretó la mano cuando recitaba sus versos favoritos».

Después, fue a ver a su madre. Se quedaron en la acera frente a la casa, sollozando, incapaces de entrar o de abrazarse.

Cuando los trabajadores del centro de cuidados paliativos le recomendaron que participara en un grupo de duelo virtual, Goldberg lo declinó. «Estar en un ordenador me parecía lo contrario a sanar», afirma. Cada día, las noticias la bombardeaban con el número de víctimas. No quería más.

Pero una noche hace cuatro meses, cerró la puerta de su habitación y entró en Zoom. A su lado había una caja de cartón con restos de la poesía de su padre y baratijas de su apartamento. Dos facilitadores y siete participantes aparecieron en una cuadrícula. «Soy Rose y mi padre ha muerto», dijo, sintiendo una oleada de catarsis. Una mujer había perdido a su marido, con quien había estado 65 años. Una madre soltera había perdido a su madre. Y otra hija había perdido a su padre, un exmarine.

«El duelo debe presenciarse», dijo un facilitador, y Godlberg sabía que era cierto. «Había algo en esa presencia que resultaba sanador», afirma. «Me ayudó a comprender lo que había pasado».

Ya no llora hasta ser incapaz de hablar cuando surge el nombre de su padre. Recuerda la vez que lo visitó por las puertas de cristal.

El día de Año Nuevo, escribió un editorial final para el Los Angeles Times que inspiró a los lectores a escribir acerca de sus propias pérdidas: un alumno de instituto cuyo hermano había muerto. Un vendedor que había perdido a sus padres. Otros le contaron que también habían decidido unirse a grupos de duelo.

«Me imaginé que encontraría a dolientes en cuadrados, una cuadrícula pixelada de caras tristes y desconocidas. Me pregunté si tenía sentido prepararme para más oscuridad», escribió. «Pero lo que encontré fueron personas con el corazón roto, pero enteras. Como yo. Con dificultades durante la pandemia y anhelando un nuevo futuro, al mismo tiempo que aprendíamos a construir puentes con seres queridos perdidos en el pasado».

La lucha mediante el activismo

El 8 de julio, el día del funeral de su padre, Kristin Urquiza publicó lo que denominó un «obituario honesto» en Arizona Republic. Describió a Mark Anthony Urquiza como «un amante de la naturaleza» y «el alma de la fiesta». Y prosiguió: «Su muerte se debe a la negligencia de los políticos que siguen poniendo en peligro la salud de los cuerpos marrones a través de una falta evidente de liderazgo, el rechazo a reconocer la gravedad de esta crisis y la incapacidad y renuencia a dar instrucciones claras y decisivas sobre cómo minimizar el riesgo».

En mayo, el gobernador de Arizona, Dough Ducey, había reabierto el estado e instado a los residentes a que reanudaran sus vidas normales. Mark había ido a un bar con karaoke con unos amigos. Dos semanas y media después, estaba muerto. Urquiza puso un altar frente al capitolio estatal e invitó al gobernador al funeral.

«Sentí emociones muy intensas», dice Urquiza. «No era solo tristeza; era rabia. Sabía que tenía que canalizarla en algo o temía que iba a explotar». Para ella, la única forma de avanzar fue combatir la pandemia con activismo.

Urquiza se tomó una excedencia de su trabajo en San Francisco y fundó Marked by COVID, una plataforma de recursos y activismo para quienes hubieran perdido a seres queridos durante la pandemia. Cada día, habla con un grupo de personas a quienes no conocía hace un año. Viven en Brownsville y Brooklyn y Jefferson City. Organizan campañas, planean protestas y presionan a los políticos. Exigen una comisión para investigar la respuesta federal a la pandemia, como la que se formó tras el 11 de septiembre. Los une la pérdida.

«No creo que pueda estar en paz con el fallecimiento de mi padre si no sé que me he esforzado para hallar paz para todos los fallecidos», afirma Urquiza.

Los planificadores de la Convención Nacional Demócrata tomaron nota de Urquiza y en agosto apareció en un vídeo pregrabado para la inauguración, culpando a los líderes del país de la muerte de su padre. Enseguida se hizo viral.

El 19 de enero, la noche antes de la toma de posesión de Joe Biden, Urquiza vio cómo se encendían las luces alrededor del monumento a Lincoln en honor a los 400 000 estadounidenses que habían fallecido de COVID. Estaba en Arizona con su madre, pero se le unió una congregación virtual formada por su comisión asesora y casi mil participantes más. Era la primera vez que se conmemoraba a los fallecidos por COVID a nivel nacional.

«Durante meses, hemos llorado solos», dijo Kamala Harris en su discurso. «Esta noche lloramos y empezamos a sanar juntos». Tras meses de negación de la pandemia por parte de los políticos y el público de Estados Unidos, la sencilla ceremonia dio a Urquiza el tipo de alivio que no había sentido desde el fallecimiento de su padre. Por primera vez, dice, «pude ver sanación en el horizonte».

Encontrar una comunidad virtual

Sabila Khan empezó a sufrir insomnio tras la muerte de su padre. Una noche, días después de haber visto su entierro por una transmisión en directo desde su casa en Nueva Jersey, buscó algo de que hablar en internet. En un grupo de Facebook relacionado con la COVID, preguntó si alguien conocía algún grupo de duelo. Ella y otra miembro, Angelina Proia, decidieron crear uno.

Cada día, el grupo COVID-19 Loss Support for Families & Friends se llena de decenas de publicaciones que conmemoran a seres queridos, piden oraciones y comparten fotografías de tiempos mejores. Los miembros responden con corazones amarillos, un indicador de pérdida compartida. Cada semana, Khan da la bienvenida a los nuevos miembros mencionándolos y publica los recursos que ha recopilado: decenas de enlaces a terapia gratuita o asequible, clases de meditación los martes, y un grupo de duelo por Zoom los viernes por la noche y los sábados por la tarde. Tienen una media de 400 nuevos miembros cada semana.

«Nuestro país afronta un tsunami de duelo», afirma Khan. «Esta cantidad de trauma y pérdida no tiene precedentes en la era moderna».

Tras un mes de cuarentena, Muirhead fotografió su mano extendida hacia la ventana un día cálido. Las restricciones por el confinamiento imposibilitaron que las familias se vieran, incluso para llorar sus pérdidas.

Fotografía de Nicola Muirhead

Su padre, Shafqat Khan, era un organizador comunitario que trasladó a la familia de Pakistán a Nueva Jersey y que defendía los derechos de los inmigrantes. Meses después de su muerte, su hija decidió continuar su legado a través de su trabajo.

Sabía que algunas personas no tienen otro lugar al que ir y nadie más que las comprenda. «Sí, resulta molesto, pero esto se ha convertido en mi fin: reconfortar a estas personas. Estoy sentada en el trauma. Estoy marinándome en él», dice.

Cada viernes noche, decenas de miembros se unen a Zoom para hablar sobre qué les ayuda a afrontarlo, qué no y qué desencadena su pena. Lloran y ríen juntos. Hablan de los celos que sienten cuando ven fotos de pacientes de COVID recuperados que salen de la UCI en sillas de ruedas y lo culpables que les hace sentir eso. Khan sabe que nunca se recuperará de cómo murió su padre, solo e incapaz de hablar con su familia.

Pero cuando terminan las videoconferencias del grupo sobre la muerte, se siente llena de vida. «En esos momentos, siento que en cierto modo estamos extrayendo lo bueno de esta montaña de dolor», explica. «Eso ha sido sanador».

Rezos por la sanación

A lo largo de la historia, las sociedades han encontrado formas públicas de llorar a los difuntos: mediante la ropa, los rituales y las ceremonias. Esta pandemia ha alterado drásticamente el proceso de duelo, pero la tecnología está resucitando la pérdida —y la sanación— como experiencia colectiva.

Hace poco, un viernes por la noche, una cuadrícula de caras llenó el ordenador de Flor Betancourt: su otro hermano en Manhattan, un primo de Georgia y la amiga de la infancia más cercana de Betancourt, que ahora es enfermera en Florida.

Cuando su hermano pequeño, Juan, fue enterrado, Betancourt y su madre empezaron una novena con el rosario, que en la fe católica son nueve días de oraciones. Envió el enlace por mensajes de texto y correos electrónicos. Su primera novena por Zoom tuvo dos docenas de asistentes. Ahora, se unen seis o siete familiares y amigos cada semana.

Un participante dice que su primo falleció de COVID. De los cuadraditos surge un murmullo colectivo. «Dios mío», dice Betancourt. Lo añade a los nombres por los que rezarán, que han aumentado por decenas en los últimos 10 meses. Después, Betancourt empieza la novena:

«Madre admirable, Madre del buen consejo, Madre de nuestro Creador, Madre de nuestro Salvador».

El contorno verde que ilumina al interlocutor salta de recuadro en recuadro mientras los participantes repiten la oración. «Ruega por nosotros».

«Oh, Dios misericordioso, acoge a nuestros familiares que han muerto, incluido nuestro más cercano y querido, Juan Vazquez», dice Betancourt. «Siempre estaremos agradecidos por la bendición de haberlos conocido. Ayúdanos a comprender que la muerte no es un final, sino un nuevo comienzo».

Los rostros de los recuadros responden con un «amén» y hacen la señal de la cruz, y después empiezan a despedirse.

«La semana que viene a la misma hora, las 7:30», dice Betancourt. «Os quiero». Hace la forma de un corazón con las manos y cuelga.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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