Esta ciudad prohíbe los coches cada domingo, y a la gente le encanta

Este experimento de Bogotá, Colombia, suscitado por problemas medioambientales, se está extendiendo a otras partes del mundo.

Por Alma Guillermoprieto
fotografías de Juan Cristóbal Cobo
Publicado 29 mar 2019, 13:02 CET
Algo más de 120 kilómetros de las carreteras de Bogotá se convierten cada domingo en la Ciclovía y hasta 1,5 millones de bogotanos salen a montar en bici por ellas.
Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

Es como enamorarse de nuevo: todos los domingos y festivos, sin excepción, los habitantes de la ciudad de Bogotá, plagada de coches, ruido y estrés a 2.600 metros de altura en el aire enrarecido de los Andes, sienten que la ciudad les pertenece a ellos y no a los 1,6 millones de coches privados suicidas, 50.000 taxis homicidas, 9.000 autobuses jadeantes y casi medio millón de motocicletas demenciales que abarrotan la capital colombiana el resto de los días de la semana.

Bibiana Sarmiento, directora de la Ciclovía, declaró que, en una sociedad tan estratificada como la colombiana, una de las cosas que más le gusta del programa es su naturaleza igualitaria.
Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

Este milagro semanal tiene lugar en un evento que se podría denominar «reunión comunitaria pacífica sobre ruedas», pero que en realidad se denomina la Ciclovía. A partir de las siete de la mañana y hasta las dos de la tarde, amplias franjas de las principales avenidas y carreteras de la ciudad se ceden a todos para que disfruten de algo de aire fresco. Se permite todo tipo de transporte —bicicletas, patines, escúteres, monopatines, sillas de ruedas— siempre y cuando no funcionen a motor.

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    La Ciclovía no es solo para ciclistas, sino también para tumbarse, hacer flexiones y correr.
    Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

    Los domingos, algo más de 120 kilómetros de carreteras se convierten en la Ciclovía y —solo por citar una estadística— un censo ligeramente inestable muestra que hasta 1,5 millones de bogotanos salen a la calle para montar en bici o en otros medios. Los más vagos también pueden pasear.

    Y comer. Y bailar. Y observar a la gente. A lo largo de la Séptima Norte de la Ciclovía, que atraviesa un estrecho parque en una parte de clase alta de la ciudad, los paseantes se congregan en las terrazas de las cafeterías, sus perros descansan bajo las sillas y colocan junto a ellos las sillitas de sus bebés. Cerca de allí ensaya un grupo de capoeira y algo más lejos, varias decenas de estudiantes de taichí empujan suavemente el aire en una y otra dirección.

    La Ciclovía también ofrece la denominada recreovía. En esta parte en particular, se coloca todos los domingos una banda de salsa justo después de que un instructor de zumba deje de gritar para que lo escuchen a tres manzanas de distancia. Para quienes quieren comer algo sano, en las aceras se venden macedonias de frutas y zumo de naranja. Al otro lado de la calle pueden comprarse vasitos de mango cortado en un carrito con forma de mango.

    La gente observa a los transeúntes y ciclistas que atraviesan la Ciclovía.
    Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

    «Lo más importante es el tejido social que se forma [entre los usuarios de] la Ciclovía», afirma Bibiana Sarmiento, una joven que empezó como patinadora y guardiana de la Ciclovía hace 14 años y que ahora dirige el programa entero. Entre las innovaciones en las que está trabajando su equipo figuran clases para montar en bici dos veces al mes para gente de todas las edades y zonas a lo largo del corredor ciclable donde los padres puedan leerles a sus hijos.

    «La Ciclovía es el momento en el que los vehículos a motor dejan espacio a los seres humanos», afirmó Sarmiento. «Nuestro objetivo consiste en hacer que los ciudadanos dominen el espacio público de la ciudad».

    Una bicicleta hecha para dos.
    Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

    El nacimiento de la idea

    ¿Cómo nació esta idea que ha sido defendida por urbanistas y políticos progresistas de todo el mundo en la capital de un país pobre asediado por la violencia fratricida durante décadas y que carece de numerosas disciplinas urbanas básicas?

    En 1976, a los conductores les gustaba aparcar sus coches justo encima de las aceras que existían principalmente en las partes ricas de la ciudad, y los semáforos se consideraban una incitación a comprobar cuantos podían atravesarse en rojo. Sin embargo, fue entonces cuando un grupo de ciudadanos prominentes —Bogotá todavía era el tipo de ciudad con Ciudadanos Prominentes— presionó a favor de algo insólito, una senda ciclable dominical.

    «Hasta entonces, las bicicletas solo las usaba el repartidor de la farmacia», declaró el otro día Paul Bromberg. «Pero la senda dominical coincidió con una nueva toma de conciencia respecto a la forma física y un boom en la categoría social que se conoce como “juventud”, que atraviesa todas las clases sociales. La idea despegó».

    Veinte años después, Bromberg estaba a cargo de algo llamado Cultura Ciudadana, en el gobierno revolucionario de Antanas Mockus, un matemático de ascendencia lituana que, como alcalde desde 1995 a 1997 y de nuevo entre 2001 y 2003, se centró en la ocupación de Bromberg: crear una ciudadanía más informada y activa mediante la educación y la cultura.

    Podría decirse que la Ciclovía cambió la idea de ciudad para alcaldes y urbanistas que han instalado vías ciclables en todo el mundo —Nueva Zelanda, Europa, China— y también para numerosos celebrantes dominicales.
    Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

    En los cruces, jóvenes actores practicaban mímica para instar a los conductores a no invadir el espacio peatonal y a esperar a que los semáforos cambiaran de rojo a verde antes de seguir su camino. Las autoridades municipales hablaban de los desechos y de cómo reciclarlos. Y, adoptando un plan del hermano de Enrique Peñalosa, que se convertiría en el segundo alcalde revolucionario de Bogotá en 1998, Mockus tomó el programa de las vías ciclables dominicales y lo convirtió en la Ciclovía: una fiesta lenta y calmada en la que lo que ocurre en las aceras es una parte tan integral del espectáculo como los viajes por las avenidas cerradas al tráfico a motor.

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      La Ciclovía también es un lugar para músicos y activistas.
      Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

      Una celebración de la comida y la cultura

      «Francamente, yo solo he venido por la comida», afirmó una joven que salivaba frente al carrito de arepas y maíz asado de Orlando Páez, en la parte de la Ciclovía denominada Boyacá Norte. Al ver la inmaculada cocina sobre ruedas de Páez, me arrepentí de haber desayunado: además del maíz que se cocinaba sobre las brasas y que la joven esperaba impacientemente, había empanadas, dumplings de yuca y arepas humeantes rellenas de queso, pasadas un poquito por la parrilla, que podría haber pedido rellenas de huevos revueltos y que se preparan in situ.

      Mientras esperaba a que salieran de la parrilla, habría pedido zumo de naranja recién exprimido en el carrito de al lado. Podría haber comprado café a un vendedor ambulante con una serie de termos a la espalda llenos de café, leche caliente y aguapanela, una bebida caliente hecha con azúcar sin refinar.

      Los ciclistas reclaman las calles y las rampas en U.
      Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

      La comida no era lo único más vivaz en esta parte de la ciudad de clase media y trabajadora. Frente a la media docena de deportistas que hacen compañía a los instructores de zumba en la recreovía del Virrey, de clase alta, había unas doscientas mujeres y unos cuantos hombres frente al centro comercial de Colina, bailando para los instructores como si se estuvieran preparando para una audición de Brodway al ritmo de salsa colombiana y clásicos de cumbia.

      Los mecánicos ayudan a reparar las ruedas pinchadas.
      Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

      «Es aburrido ir de casa al trabajo y viceversa», contaba Martha Cubillos, una agradable empleada de servicios de la ciudad que declaró que había ido en bici con su marido a la Ciclovía desde las afueras de la ciudad. Según su médico, no le vendría mal perder algo de peso, «así que vengo cada ocho días y nos enseñan aeróbic».

      ¿Era la Ciclovía una de las cosas que más le gustaban de Bogotá? Sin duda. Dio un trago de agua y volvió con la multitud sudorosa.

      Sarmiento, la directora de la Ciclovía, declaró que en una sociedad tan estratificada como la colombiana, una de las cosas que más le gustan del programa es su naturaleza igualitaria. «A nadie le importan la ropa que lleves o a qué clase social pertenezcas: todos son bien recibidos y todos son iguales», declaró. La hilera de bicicletas apoyadas las unas contra las otras junto a la clase de zumba —algunas oxidadas y tambaleantes, otras con cómodos sillines tapizados— apoyaba dicha afirmación.

      ¿Cuáles son sus beneficios?

      Bromberg, exdirector de Cultura Ciudadana, que más adelante sería un prestigioso alcalde provisional, salió de su época en la política y en políticas públicas con algo de escepticismo respecto a la cantidad de cambios duraderos que se pueden lograr mediante el gobierno. «Vivimos en países donde el estado es débil y tiene pocos recursos», explica. «Los nuevos políticos llegan con una serie de proposiciones difíciles que acaban siendo imposibles de conseguir. Entonces construyen parques: podar árboles y cortar el césped es barato».

      Un joven ciclista pasa frente a un guardia en el palacio presidencial, la Casa de Nariño.
      Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic

      Quizá, si Bromberg está en lo cierto, la Ciclovía que contribuyó a crear no sea tan importante. Sin duda, no contribuye a proporcionar el transporte público que se necesita desesperadamente ni a mejorar la calidad de la educación, ni a traer orden a las vastas comunidades de inmigrantes improvisadas procedentes del campo asediado por la guerra.

      Pero podría decirse que la Ciclovía de Bromberg, Mockus y Peñalosa cambió la idea de ciudad para los alcaldes y urbanistas que han instalado vías ciclables por todo el mundo —como en Nueva Zelanda, Europa o China— y para una serie de celebrantes dominicales. Me sorprendió lo tranquilos que parecían los ciclistas y paseantes con los que hablé, su voluntad confiada de proporcionar un número de teléfono privado y la falta de gritos y conflictos en todas partes.

      «Hemos observado el cambio de comportamiento», confirmó Sarmiento. «Durante la semana, si se te acerca un policía para recomendarte una conducta diferente, todo el mundo responde [de forma agresiva]. «Los domingos, la gente hace lo que la policía le pide. Los domingos, los ciudadanos se vuelven tolerantes».

      Así era, aquella brillante tarde de domingo. Este mes se celebra el 25º aniversario de la Ciclovía moderna, y el reino pacífico que ha contribuido a crear salta claramente a la vista.

      El tráfico de vehículos, comparado con el tráfico de bicicletas, durante una noche de jueves en la Ciclovía Nocturna.
      Fotografía de Juan Cristóbal Cobo, National Geographic
      Alma Guillermo Prieto escribe frecuentemente sobre Latinoamérica para National Geographic.
      Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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