África Oriental se enfrenta a una plaga de langostas. Solucionarla con plaguicidas podría tener graves consecuencias.

El uso intensivo de plaguicidas de amplio espectro parece haber ralentizado la invasión de langostas del desierto. ¿Cuáles serán las repercusiones de esta medida?

Por Tristan McConnell
fotografías de David Chancellor
Publicado 25 mar 2021, 11:03 CET
Enjambre de langostas cerca de tierras de cultivo

Un enjambre de langostas visto desde el aire al amanecer empieza a moverse por las tierras de cultivo hacia los bosques del monte Kenia.

Fotografía de David Chancellor

Un enjambre de langostas es imponente y terrible. Empieza como una mancha oscura en el horizonte que da paso a una oscuridad creciente. El susurro se convierte en estrépito que va in crescendo a medida que decenas de millones de voraces insectos amarillos descienden sobre la tierra. Desde finales de 2019, vastas nubes de langostas han envuelto el Cuerno de África, devorando cultivos y pastos, y desencadenando una operación de proporciones épicas para rastrearlas y matarlas.

Hasta la fecha, una campaña de rociado por tierra y aire en ocho países de África Oriental, coordinada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), ha evitado lo peor: la posibilidad real de que las langostas destruyeran el suministro de alimentos de millones de personas. Según cálculos de la FAO, el año pasado la operación protegió suficientes pastos y existencias de alimentos para alimentar a 28 millones de personas en el Cuerno de África y Yemen durante un año.

Un águila esteparia, una gran ave rapaz cuya dieta se compone de roedores y otros pequeños mamíferos, enjambres de insectos y carroña, vuela por el centro de un enjambre de langostas del desierto en el área de conservación de Lewa, en el norte de Kenia.

Fotografía de David Chancellor

Vista de pájaro desde el centro de un enjambre de langostas en el área de conservación de Lewa. El tamaño de los enjambres puede oscilar de poco más de un kilómetro cuadrado hasta 1200 kilómetros cuadrados, con 40 a 80 millones de langostas.

Fotografía de David Chancellor

Pero el progreso viene acompañado de consecuencias desconocidas para el paisaje, y los participantes de la campaña aún tratan de hallar ese esquivo equilibrio de erradicar las plagas invasoras sin destruir el follaje ni dañar a insectos, animales y humanos. El norte de Kenia es mundialmente famoso por su diversidad de abejas, y agricultores y conservacionistas temen que las abejas se conviertan en víctimas.

Hasta ahora, se han rociado 2,3 millones de litros de plaguicidas químicos sobre 1,9 millones de hectáreas a un coste que, según la FAO, asciende a 165 millones de euros. Se prevé que el rociado continúe este año.

Las evaluaciones de los posibles daños ambientales son incompletas a lo sumo, aunque los efectos de los plaguicidas se han documentado ampliamente durante décadas en otros entornos. Los plaguicidas de amplio espectro no solo son muy eficaces para matar langostas; también matan a las abejas y otros insectos. Se filtran en los sistemas hídricos y pueden ser perjudiciales para la salud humana.

«Por supuesto que hay daños colaterales», afirma Dino Martins, entomólogo y director ejecutivo del Mpala Research Center en Kenia. «Todas estas sustancias químicas están diseñadas para matar insectos y lo hacen en grandes cantidades».

Con la guardia baja

Kenia llevaba 70 años sin sufrir una gran invasión de langostas. Cuando llegaron los primeros enjambres en 2019, el país estaba muy mal preparado para la que se consideraba, razonablemente, una amenaza remota.

«Carecían de equipo, pericia, plaguicidas, aeronaves y conocimientos», afirma Keith Cressman, pronosticador de langostas de la FAO.

Los enjambres empezaron a formarse en 2018, después de que los ciclones descargaran lluvias intensas en los inhóspitos desiertos de Arabia, permitiendo que las langostas se reprodujeran ocultas en las arenas húmedas. Los fuertes vientos de 2019 empujaron los enjambres crecientes a las zonas de conflicto inaccesibles de Yemen, y después a través del mar Rojo hasta Somalia, Etiopía y Kenia.

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      Un enjambre de langostas se congrega sobre una acacia en el área de conservación de Borana, en el norte de Kenia, donde se posan para pasar la noche.

      Fotografía de David Chancellor

      En las primeras etapas de la iniciativa de control de langostas, Kenia utilizó todo su arsenal contra el problema. «Fue una reacción de pánico», cuenta James Everts, ecotoxicólogo neerlandés especializado en los efectos ambientales del uso de plaguicidas.

      El rociado continuó pese a la propagación de la pandemia de COVID-19, que confinó a gran parte del mundo. Con mascarillas contra el coronavirus, cientos de voluntarios locales, así como miembros del Servicio Nacional de la Juventud de Kenia, se pusieron mochilas rociadoras y, con una formación mínima, descargaron sobre las langostas cualquier plaguicida que tuvieran en inventario. Rociaron decenas de miles de litros de deltametrina, así como cientos de litros de fipronil, clorpirifós y otros insecticidas, muchos de los cuales están prohibidos en Europa y en partes de Estados Unidos.

      En un caso documentado en la región septentrional de Turkana, un equipo de control roció 34 veces la dosis recomendada de plaguicida sobre un tramo de terreno, matando abejas y escarabajos mientras derramaban el plaguicida en los cultivos y en ellos mismos.

      «Al principio, era una emergencia», explica Thecla Mutia, que dirige el equipo de la FAO que supervisa los efectos ambientales de los métodos de control de langostas en Kenia. «La idea era gestionarlo lo antes posible para garantizar la seguridad alimentaria».

      Gacelas de Grant y órices, unos grandes antílopes, en los pastizales donde suelen comer, rodeados de un enjambre de langostas del desierto.

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      Plaguicidas prohibidos en Europa y Estados Unidos

      Los plaguicidas, diseñados para matar, son tóxicos por definición, pero también son armas contundentes. Tres de los cuatro productos químicos recomendados por la FAO y autorizados por gobiernos regionales —clorpirifós, fenitrotión y malatión— son organofosfatos de amplio espectro, plaguicidas muy utilizados que a veces se denominan «agentes neurotóxicos de baja concentración» por su relación con el gas sarín. El otro, la deltametrina, es un piretroide sintético que es particularmente tóxico para las abejas y los peces, aunque mucho menos para los mamíferos.

      Para el Grupo de Arbitraje de Plaguicidas de la FAO, que revisa los plaguicidas utilizados en el control de langostas, los cuatro productos son de alto riesgo para las abejas, de riesgo medio o bajo para las aves y de medio o alto riesgo para los enemigos naturales de las langostas y los insectos del suelo, como las hormigas y las termitas.

      La Unión Europea prohibió el clorpirifós a principios del año pasado y en Estados Unidos se han aprobado prohibiciones estatales en Nueva York, California y Hawái. El fenitrotión también está prohibido en Europa, pero permitido en Estados Unidos y Australia, donde el gobierno lo emplea como arma central en la lucha contra las langostas.

      «No escondemos cuáles son los plaguicidas convencionales», afirma Cyril Ferrand, líder del equipo de resiliencia de la FAO en Nairobi, que señala que no hacer nada no era una opción ante la rápida expansión de los enjambres. «Queremos reducir la población de langostas del desierto de forma responsable».

      Alternativas no tóxicas

      Durante décadas, han estado disponibles alternativas biológicas no tóxicas que matan langostas, pero no causan otros daños. Con todo, los plaguicidas químicos siguen siendo el arma preferida y equivalen al 90 por ciento del rociado en la actual campaña en África Oriental.

      El desarrollo de bioplaguicidas empezó a finales de los años ochenta tras el final de una plaga de langostas de varios años que se extendió desde el norte de África hasta la India.

      Un grupo de elefantes se refugia de un enjambre de langostas bajo unas acacias en el área de conservación de Borana.

      Fotografía de David Chancellor

      Las langostas se alimentan de la maleza en el área de conservación de Borana.

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        Las autoridades han estado rociando insecticidas potentes para combatir la invasión de langostas. Ha funcionado, pero aún se desconocen los efectos secundarios para la salud y el medioambiente.

        Fotografía de David Chancellor

        «Cuando vimos las cifras de los millones de litros de plaguicida rociados, incluso la comunidad de donantes se quedó horrorizada», recuerda Christian Kooyman, científico neerlandés que desarrolló un bioplaguicida que ataca a las langostas utilizando un hongo, Metarhizium acridum. «Y preguntaron a los científicos si se podía hacer otra cosa».

        La FAO recomienda el metarhizium, que lleva en el mercado desde 1998, como la «opción de control más adecuada» para las langostas, pero apenas se usa. Es de actuación lenta, con una tasa de «fulminación» baja, lo que significa que mata a lo largo de días, no horas. Es caro y su aplicación es complicada. Y es más eficaz contra «saltadoras» inmaduras (ninfas), no contra los enjambres adultos que suponen la mayor amenaza.

        Su mejor característica —que solo mata a las langostas— también lo convierte en un producto menos rentable. Las empresas tienen pocos incentivos para fabricar metarhizium y atravesar el costoso proceso burocrático de registrarlo en un país hasta que se necesite, y para entonces es demasiado tarde.

        «Las langostas no están presentes muy a menudo y los fabricantes no están interesados en producir algo que no va a utilizarse», dice Graham Matthews, científico británico y presidente fundador del Grupo de Arbitraje de Plaguicidas. Cuando llegan los enjambres, «no quieres esperar a la producción, lo quieres listo para usar», añade. 

        En su lugar, los gobiernos recurren a los productos químicos tóxicos de amplio espectro producidos en masa por grandes empresas agroquímicas.

        Se desconoce el alcance de los daños

        El rociado generalizado de plaguicidas químicos en Kenia es de especial preocupación para agricultores, pastores, científicos y conservacionistas, ya que escasea la información sobre qué daños han causado los plaguicidas. Una evaluación ambiental del gobierno estadounidense sobre la operación contra las langostas advirtió del «potencial de efectos adversos considerables en el medioambiente y la salud humana», y una revisión del Banco Mundial desveló que el riesgo ambiental era «cuantioso».

        Los científicos prevén que el plaguicida de amplio espectro ha pasado factura a polinizadores como las abejas, aunque no está del todo claro cuán graves son las repercusiones.

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        Con todo, más de un año después del comienzo de la campaña de control, la FAO no ha hecho pública la evaluación del impacto ambiental del rociado.

        «El uso excesivo de plaguicidas es, por supuesto, perjudicial para la biodiversidad, pero no se ha cuantificado cuál es el nivel de las repercusiones», afirma Sunday Ekesi, entomólogo y director de investigación y colaboración del Centro Internacional de Ecología y Fisiología de Insectos (ICIPE, por sus siglas en inglés) en Nairobi, parte de un grupo de trabajo del gobierno para abordar la invasión de langostas del desierto.

        «Nuestra mayor preocupación es el impacto que tiene en los polinizadores», afirma Anne Maina, de la Asociación de Biodiversidad y Bioseguridad de Kenia. Los agricultores con los que trabaja atribuyen las cosechas reducidas de miel y mango a la desaparición de las abejas. Martins comparte su inquietud, pero dice que la falta de datos de seguimiento significa que es imposible saber qué ocurre realmente.

        «El norte de Kenia y la región del Cuerno de África es uno de los focos mundiales de diversidad de abejas, con miles de especies, la mayoría de las cuales desconocemos», afirma. «Necesitamos desarrollar herramientas que nos permitan controlar las langostas y proteger la frágil biodiversidad de las tierras áridas de la región».

        Las pautas de 2003 de seguridad y precauciones ambientales de la FAO reconocen que el rociado aéreo podría tener menos repercusiones en la salud humana que el rociado terrestre, pero a menudo crea «más problemas ambientales», porque se corre el riesgo de contaminar zonas ecológicamente sensibles. El rociado aéreo incrementa la posibilidad de «desviación descontrolada», que significa que el viento cambia la trayectoria de los productos químicos, como hace con las propias langostas.

        Mutia, que lidera el equipo de supervisión ambiental de la FAO, insiste en que los equipos de rociado terrestre están mejor entrenados y las comunidades locales están más informadas sobre el rociado y los riesgos que tiene para ellas y su ganado. Hoy, la operación contra las langostas en Kenia ha mejorado desde las primeras semanas de la invasión.

        «Si se hace bien, el impacto ambiental es muy bajo», dice Cressman.

        Un informe clave no publicado

        Con todo, el informe de supervisión ambiental y sanitario de Mutia, terminado el pasado septiembre, aún no se ha hecho público. Y hay confusión sobre el porqué. La FAO sostiene que la publicación del informe depende del Ministerio de Agricultura de Kenia, pero una portavoz del ministerio señala que es la FAO quien tiene que entregarlo.

        En una entrevista, Mutia cuenta que no ha hallado «motivos de alarma» en su evaluación del rociado.

        Sin embargo, una copia del informe obtenida por National Geographic crea un panorama más detallado y problemático, con evidencias de una gran sobredosis en Turkana y una falta de comunicación generalizada con los residentes en las zonas rociadas.

        En cuatro de los 13 lugares inspeccionados, no había señales de muertes de langostas, lo que sugiere que el rociado había sido ineficaz o que los equipos de supervisión no acudieron a los lugares adecuados. El informe dice que se les proporcionó varias veces información de ubicación inexacta y que carecían de helicópteros y otros vehículos necesarios para llegar más rápidamente a sitios más remotos.

        «Nuestra principal preocupación ha sido la concentración en las langostas sin un sistema de vigilancia paralelo sobre los efectos indeseados», afirma Raphael Wahome, zoólogo de la Universidad de Nairobi. Afirma que la FAO debería poner la información a disposición de los investigadores y otras partes interesadas. «Tú tienes la misma información que yo sobre lo que está ocurriendo en los lugares donde se han utilizado [plaguicidas]».

        Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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