La historia de los valientes submarinistas que rescataron al equipo de fútbol tailandés

Compitiendo contra la crecida de las aguas, un grupo de élite internacional llevó a cabo con éxito el angustioso rescate de doce niños y su entrenador, atrapados a 2,4 kilómetros bajo tierra.

Por Joel K. Bourne, Jr.
Publicado 6 mar 2019, 13:59 CET
Espeleobuceadores
Un equipo de espeleobuceadores británicos explora una abertura en una montaña cerca de Chiang Rai, Tailandia, con la esperanza de encontrar un nuevo pasadizo para entrar en la cueva de Tham Luang durante la operación de rescate de los niños desaparecidos y su entrenador en 2018.
Fotografía de Krit Phromsakla Na Sakolnakorn, Getty Images
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El verano pasado, unos días después de que un equipo de fútbol desapareciera en la cuarta cueva más grande de Tailandia, empezaron a sonar teléfonos como si de batseñales modernas se trataran. Uno de ellos pertenecía a un exbombero de Coventry, Inglaterra. Otro, a un consultor informático a 130 kilómetros, en Bristol. También estaba el de un veterinario jubilado de Perth, Australia, y un anestesiólogo de Adelaide. Eran profesionales de mediana edad normales y corrientes, la mayoría de Gran Bretaña, pero tenían en común un conjunto de destrezas singular: figuraban entre los mejores espeleobuceadores del mundo.

El personal de rescate tailandés y voluntarios de todo el mundo llegaron a la entrada de la cueva de Tham Luang para coordinar la operación de rescate, en la que participaron espeleobuceadores, personal médico, ingenieros y escaladores de roca, entre otros.
Fotografía de Lillian Suwanrumpha, Getty Images

Las llamadas fueron cortas y al grano. La cueva de Tham Luang se inundaba rápidamente y pronto comenzaría el monzón, que sepultaría en una tumba de agua a los 12 niños, de entre 11 y 17 años, y a su entrenador. Los espeleobuceadores dejaron lo que estaban haciendo y volaron a la provincia de Chiang Rai, en el norte de Tailandia, para ayudar y unirse a un equipo internacional de submarinistas técnicos de Tailandia, militares y submarinistas de rescate de Estados Unidos, Australia y China, y la formidable Marina tailandesa, que estaba a cargo de la búsqueda en medio del foco mediático mundial.

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    «Es probable que solo haya unos cuantos espeleobuceadores en el mundo, pero muy pocos están a ese nivel», afirma Richard Harris, el anestesiólogo de Adelaide (y becado de National Geographic), que desempeñó un papel fundamental en el rescate. «Los del equipo británico eran los primeros a los que cualquiera llamaría».

    Los miembros del equipo de rescate tailandés estudian una de las grutas dentro de la enorme cueva de Tham Luang. Las intensas lluvias del monzón estaban llenando la cueva de agua y el equipo construyó un elaborado sistema para bombear tanta agua como fuera posible.
    Fotografía de Royal Thai Navy, AP Images

    Sin embargo, la situación en Tham Luang era desalentadora. La Marina tailandesa, así como un grupo de submarinistas técnicos europeos expatriados que dirigían tiendas de buceo en las exuberantes islas costeras de Tailandia, intentaban pasar por una enorme gruta que estaba al final de la ruta turística habitual, a casi 800 metros en el interior de la cueva. Uno de los chicos había mencionado una caverna popular llamada «playa Pattaya» antes de desaparecer, pero estaba 800 metros más adentro y los buceadores se vieron obstaculizados por un torrente de agua lodosa que venía de esa dirección. Ben Reymenants, un submarinista belga expatriado en Phuket, fue uno de los primeros voluntarios en presentarse en el lugar y contó a un periodista que era como «bajar al fondo del río Colorado y luchar con las manos por nadar río arriba».

    Debido a la extrema peligrosidad del deporte, los espeleobuceadores de rescate suelen ser los «sepultureros» de la comunidad de espeleología al estar mucho más acostumbrados a recuperar cadáveres —a veces los de sus amigos— que a rescatar a personas vivas. El buceador británico John Volanthan, consultor informático, creía que Tham Luang sería igual. Él y su compañero de submarinismo, el exbombero Richard Stanton, llegaron el miércoles —los niños habían desaparecido el sábado— y se enfrentaron a la corriente de manera lenta pero constante, fijando pesadas cuerdas de escalada a lo largo de la ruta para que otros pudieran seguirlas. Durante los cuatro días posteriores, los submarinistas internacionales y los marines trabajaron entre 12 y 14 horas en la cueva, avanzando metro a metro en total oscuridad y saliendo en cada gruta en busca de los niños.

     

    Un integrante de la Fuerza Aérea tailandesa desciende de un helicóptero a un claro del bosque en busca de una posible apertura en la cueva de Tham Luang.
    Fotografía de Lillian Suwanrumpha, Getty Images

    Diez días después, aún no habían encontrado a los niños. Algunos de los rescatadores calcularon que sus probabilidades de supervivencia eran de un 10 por ciento, como mucho. Volanthan y Stanton estaban decididos a adentrarse todo lo que pudieran, usando su suministro de oxígeno con moderación. Llegaron a playa Pattaya. Los niños no estaban. Siguieron avanzando e incluso llegaron a usar el oxígeno de reserva y cerrar las bombonas cada vez que salían a la superficie para que durase tanto como fuera posible. Finalmente, en la novena caverna, a más de 2,5 kilómetros de la entrada, se quitaron las máscaras y les llegó un olor repugnante.

    «Pensábamos que se trataba de cuerpos en descomposición», afirmó Volanthan. Pero encendieron las linternas y vieron a los niños, demacrados pero sonrientes, que quedarían inmortalizados en un vídeo que enseguida se hizo viral en todo el mundo. Se escucha a Stanton contando de fondo y la voz tranquila de Volanthan, que dice: «¿Cuántos sois? ¿13? ¡Perfecto!».

    El espeleobuceador británico John Volanthan sale de Tham Luang. Volanthan y Richard Stanton son espeleobuceadores de élite de Inglaterra y encontraron vivos a los niños a 2,5 kilómetros en el interior de la cueva.
    Fotografía de Linh Pham, Getty Images

    Siete marines tailandeses, entre ellos un médico, llegaron hasta los niños al día siguiente con comida y suministros médicos e intentaron que recuperasen fuerzas para lo que vendría a continuación. El médico y tres marines se habían quedado sin aire al entrar y se quedarían con los niños hasta el final. Pero lo que sucedió a continuación fue un dilema. Los niños tendrían que atravesar al menos 800 metros de pasadizos inundados hasta el techo. Uno de los planes consistía en proporcionarles comida para los próximos seis meses hasta que el agua bajara. Se descartó cuando los submarinistas midieron los niveles de oxígeno de la cueva y descubrieron que ya habían descendido al 15 por ciento respecto al 21 por ciento normal en la atmósfera. Sobrevivirían un mes. Otro plan consistía en perforar un túnel en la caverna que fuera similar al que había salvado a los mineros chilenos en 2010. Pero se consideró demasiado peligroso y complicado. Equipos de escaladores voluntarios —e incluso famosos recolectores de nidos de aves de la isla Libong— habían escudriñado sin éxito los profundos cenotes de la montaña en busca de una ruta alternativa para los niños.

    El personal de rescate tailandés montó un enorme centro de operaciones 24 horas en la boca de la cueva desde donde se organizó el sistema de bombeo de agua, las bombonas de buceo para los submarinistas, la comida para los rescatadores y la gestión de la información a las familias de los niños y a los medios.
    Fotografía de Lillian Suwanrumpha, Getty Images
    Durante los diez días previos al hallazgo de los niños, marines tailandeses y submarinistas voluntarios de varios países trabajaron de 12 a 14 horas diarias, saliendo a la superficie en cada gruta en busca de los niños.
    Fotografía de Xinhua, Alamy

    La única opción restante consistía en que los niños y su entrenador salieran buceando. Pero ninguno sabía bucear. Incluso los marines que lograron volver de la caverna donde estaban los niños consideraron que sacarlos buceando por un túnel con tantas curvas, pasadizos verticales y otras trabas sería imposible. Algunos de los pozos tenían más de 15 metros de profundidad. El pasadizo más estrecho medía menos de 60 centímetros de ancho. En un giro trágico, un exmarine llamado Saman Gunan, un submarinista experimentado, falleció mientras transportaba bombonas de oxígeno en la cueva. Nadie sabe cómo ni por qué, pero esto ilustró de forma inequívoca el grave peligro que corrían los niños hambrientos. Finalmente, el equipo británico decidió que solo quedaba una opción: sedar a los niños para que se quedaran inconscientes, colocarles máscaras selladas y atarles los brazos a la espalda, de forma que, si se despertaban presa del pánico en camino a la salida, no acabaran con su vida o la de sus rescatadores. Los submarinistas construyeron arneses especiales para los niños con asas a la espalda para poder sacarlos como si fueran bolsas humanas.

    «Nos enfrentamos a una decisión imposible», afirma Volanthan. «Si se quedaban allí, iban a morir todos. Si los sacábamos, cabía la posibilidad de que sobrevivieran. Estábamos entre la espada y la pared. Al fin y al cabo, el fin justificaba los medios».

    Llamaron a Harris por su experiencia como espeleobuceador y sus conocimientos médicos, al ser uno de los dos únicos anestesiólogos espeleobuceadores del mundo. Al principio, se mostró reacio al plan. «No pensé que fuera a funcionar», cuenta Harris. «Pensé que los dos primeros niños se ahogarían y que tendríamos que cambiar de estrategia. Yo creía que no tenían probabilidades de supervivencia».

    Con todo, funcionó. Lenta y metódicamente, uno a uno, los niños se pusieron un traje de neopreno, les administraron un Xanex y les inyectaron ketamina, un potente sedante que tiene la ventaja añadida de empañar los recuerdos. Los buceadores tuvieron que sedar a algunos una o dos veces más en camino a la salida. Aunque muchas personas del mundo se mostraron consternadas al descubrir los detalles, a los niños les pareció bien. ¿Quién se lo reprocharía? Habían caído en un pozo plagado de los terrores humanos más primitivos: oscuridad total, asfixia, ahogamiento, hipotermia, hambre, quedar enterrados vivos... Tenían frío y hambre y querían volver a ver a sus familias. Demostraron un valor increíble. No se vio ni una lágrima en sus ojos.

    Parientes aliviados de los desaparecidos comparten fotos después de haber encontrado con vida a los 12 niños y su entrenador el 2 de julio, 10 días después de haberse quedado atrapados en la cueva.
    Fotografía de Linh Pham, Getty Images

    Los niños estaban en el séptimo cielo. Solo los espeleobuceadores más experimentados —todos voluntarios del Reino Unido— transportarían a los niños entre las cavernas nueve y tres, ayudados en cada caverna por el equipo europeo, los hábiles instructores de buceo expatriados de los complejos hoteleros del sur de Tailandia. En la caverna tres, un equipo médico estadounidense realizaría un chequeo médico y los niños pasarían a manos de los casi cien rescatadores de media docena de países que los transportaron con cuidado en un trineo de rescate. Salieron uno a uno y los llevaron rápidamente a un hospital de Chiang Rai, donde determinaron que se encontraban bien. Ninguno recordaba nada del aterrador viaje.

    El rescate de tres días no fue coser y cantar. John Volantan sacó a tres niños y el último se quedó enredado en cables telefónicos que habían sido colocados antes de que la cueva se inundara. Tuvo que liberar al niño antes de seguir adelante. El expatriado danés Iva Karadzcic, uno de los submarinistas de apoyo, perdió la cuerda de guía cuando su casco de espeleología empezó a asfixiarlo y no era capaz de desatar la tira. Por suerte, encontró la cuerda en plena oscuridad y fue capaz de continuar. Chris Jewell, uno de los submarinistas británicos, no tuvo tanta suerte. Soltó la cuerda mientras intercambiaba su paquete humano y fue incapaz de encontrarla. Acabó por encontrar un cable en el fondo y lo siguió hasta la caverna de la que había venido. Harris lo estaba siguiendo y lo vio allí, pálido. Llevó al niño durante el resto del camino.

    Cuando todo terminó y los medios desaparecieron, muchos de los países de origen de los submarinistas les otorgaron medallas al valor. Pero ellos enseguida rechazaron esa condición de héroes y se deshicieron en elogios hacia los niños y el ejército de voluntarios que había acudido a salvarlos. Karadich, el exvendedor de seguros danés que ahora trabajaba como instructor de buceo técnico en Koa Tao, dice que le contaron que había más de 7.000 voluntarios en la montaña. Algunos prepararon las 20.000 comidas al día que daban de forma gratuita a los equipos de rescate. Algunos operaron las bombas o desviaron los arroyos frente a la cueva para mantener a raya el agua, ganando un tiempo muy valioso para los niños. Ingenieros, hidrólogos y equipos de perforación golpearon las rocas para bombear el agua subterránea, inundando los arrozales de cientos de agricultores tailandeses que perdieron sus cosechas y no pidieron compensación alguna a cambio. Los taxistas transportaron gratis a los voluntarios entre el aeropuerto y la cueva. Otros hicieron la colada de los equipos de rescate. Fue sin duda un esfuerzo internacional y comunitario.

    Adul Sam-on (centro), que habló con los submarinistas británicos en inglés cuando los encontraron, llega para una conferencia de prensa con los otros 11 niños y su entrenador, del equipo de fútbol Wild Boars (Cerdos Salvajes). El hospital de Chiang Rai Prachanukroh dio el alta a los 12 niños, de entre 11 y 16 años, y su entrenador, de 25, una semana después de su rescate.
    Fotografía de Linh Pham, Getty Images

    «He recibido miles de mensajes de todo el mundo dándonos las gracias no solo por salvar a los niños, sino por unir al mundo y dar ejemplo a la humanidad», cuenta Karadzic. «Aunque nunca hayas estado dentro de una cueva, es algo con lo que cualquiera puede identificarse. ¿Quién no ha sido niño y ha tenido un miedo atroz a la oscuridad?».

    La mayoría de la gente empieza a hiperventilar solo con leer los pormenores del espeleobuceo. Resulta desconcertante por qué alguien lo practicaría por diversión.

    «Es un deporte muy cerebral», cuenta el Dr. Richard Harris. «No hay subidón de adrenalina. Es un estado mental muy meditativo. La idea es estar muy relajado y tranquilo en el agua. Muchos espeleobuceadores son introvertidos, callados. Pero no se puede encontrar a un grupo más competente, pragmático y valiente de personas para trabajar en este rescate».

    Tras recibir uno de los mayores galardones a la valentía civil de Australia, las palabras de Chris Challen, compañero de rescate de Harrison, parecen hablar en nombre de todos los espeleobuceadores: «Solo somos tíos normales con una afición inusual».

    Nota: National Geographic Documentary Films ha declarado que planea producir un documental acerca del rescate, con una posible fecha de estreno en 2020.
    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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