Descubre los secretos de la calzada romana más antigua de Londres

En la capital británica, una calle puede tener muchos nombres —y sorpresas— si ha existido durante casi 2000 años.

Por Ellen Himelfarb
Publicado 23 nov 2020, 13:05 CET
Shoreditch High Street

La A10, una carretera de orígenes romanos, atraviesa el distrito de Shoreditch, en el East End de Londres, donde se conoce como Shoreditch High Street.

Fotografía de Andrea Artz, Laif, Redux

Las carreteras son como las personas: nunca puedes suponer que conoces todas las historias que se cuecen bajo la superficie. Los historiadores británicos no suelen hablar mucho de los invasores que marcharon por el centro de Londres, pero la calle que muchas señales identifican como A10 es una ruta con raíces romanas.

En un espacio de unos 145 kilómetros, la calzada circula desde el puente de Londres hasta Cambridge y más allá, uniendo rascacielos de cristal con pastos verdes antes de ramificarse hacia antiguos asentamientos en Norfolk y Yorkshire.

La historia de esta calzada comienza hace casi 2000 años, cuando los romanos celebraron su llegada a Londinium construyendo un puente de madera sobre un tramo estrecho del río Támesis. En la orilla norte erigieron un pórtico y, ante él, un animado puerto donde descargarían aceite de oliva, vino y salsa de pescado del viejo mundo; cualquier cosa que volviera digeribles los alimentos locales.

La calzada resultante, a la que en siglos pasados llamaban Ermine Street, ascendía por una colina suave y empezaba a aplanarse en un gran foro, probablemente de la mitad del tamaño de los de Roma. A continuación, traspasaba las murallas de piedra defensivas que rodeaban Londinium antes de dirigirse directamente hacia el norte.

Un cuadro de 1753 representa la Londinium romana y su puente fortificado sobre el río Támesis.

Fotografía de Museum of London, Heritage Images/Getty Images

Un destino en sí mismo

Mi tramo de la calle, que se encuentra detrás de mi casa en el noroeste de Londres, es inusualmente amigable para la capital británica. La mayoría de las mañanas —cuando la ciudad no está confinada por la pandemia—, puedes encontrarme comprando plátanos en la tienda bengalí. Después me tomo un café con leche de almendras que me sirve el camarero italiano de bigote retorcido en una cafetería cuyos azulejos de rayas negras revelan los mosaicos de la carnicería que había en este local hace 100 años. Quizá compre el periódico al quiosquero egipcio, que ha colocado un cartel en la ventana proclamando con orgullo que su establecimiento no vende porno.

Reconozco a los vejetes que hacen cola frente al kebab y a los roqueros del pasado que solían tocar en los sótanos de las discotecas y que me conocen como «la americana», aunque soy canadiense y llevo más de una década viviendo en el barrio. Recorrer la calle con la curiosidad de una extranjera me ha ayudado a imaginármela no como una vía que transporta a la gente al norte y al sur, sino como un cebo que los atrae desde el este y el oeste. Sí, una carretera puede ser un destino en sí mismo. Muchas lo son, incluso las que puedes ver desde la ventana de tu habitación.

Si bajo la vista en el momento idóneo durante un paseo, puedo ver un fragmento de muro expuesto entre las torres de oficinas, una reliquia que ha sobrevivido a la caída del Imperio romano y a los mil años posteriores de cambios económicos y recuperación. Para la Edad Media, los londinenses estaban empezando de cero. Al primer puente de Londres le siguieron versiones más robustas que, al final, lo movieron a 30 metros al oeste del original. La nueva vía pública se adentró más en el centro. Los bloques que dejaron a su paso se convirtieron en Fish Street Hill.

Aún pueden encontrarse ruinas de las antiguas murallas romanas de Londres entre los edificios de oficinas modernos.

Fotografía de Ben Gingell, Getty Images

Si hay algo que tiene en ascuas a los visitantes de Londres es la tendencia de estas antiguas calles a cambiar de nombre cada pocas manzanas. Al norte de Fish Street Hill, justo cuando me había acostumbrado a que la carretera se convirtiera en Gracechurch Street, se transforma abruptamente en Bishopsgate, llamada así por una entrada a la antigua ciudad amurallada. Después, durante dos manzanas, Norton Folgate toma el relevo. Según las leyendas isabelinas, este tramo es donde el dramaturgo Christopher Marlowe aporreó a uno o dos enemigos contra los adoquines.

La calzada que se reinventa

Mis propias hazañas en esta calzada comenzaron en la sección rudimentaria que continúa desde Norton Folgate, donde se convierte en Shoreditch High Street. Cuando empecé a visitar la zona hace casi 20 años siendo una joven inmigrante de Toronto recién casada, las fachadas cubiertas de hollín ofrecían pocos recordatorios de la comunidad obrera que había prosperado en esta zona: las palabras «fundición comercial» estampadas en un friso, un palimpsesto sobre una pared de ladrillo que promocionaba pianos.

Por la noche, tras llegar en metro, buscábamos una bacanal celebrada en un antiguo establo o almacén. Unos amigos habían abierto un bar en un local que antes era la tienda de un exportador de bolsos donde exhibían grafitis de futuras celebridades que aún vivían en sus coches. Nos pasábamos por allí después de comer bún xào en Little Hanoi, los únicos vecinos con las luces encendidas.

Yo tenía una vaga idea de que Adriano había estado aquí, pero me interesaba más la calzada que se estaba reinventando a sí misma allí y entonces. Cuando abrió la tienda de American Apparel, nos burlamos: este no era lugar para ropa hipster manufacturada. No podría haber predicho la apertura del Ace Hotel una década después, junto a un rascacielos de usos mixtos llamado The Stage, cuyo nombre se debe a que el Teatro Curtain de Shakespeare había estado a unos pocos metros en aquel mismo lugar.

La maternidad nos obligó a buscar nuestra estrecha casa adosada victoriana al norte de Regent’s Canal, el mismo canal donde había visto cómo la policía sacaba una maleta que contenía el torso de una mujer. Debido a la exhaustiva limpieza posterior, lo más siniestro que te puedes encontrar hoy en día es un vaso de «mocachino» que alguien ha tirado al agua. Pero esa es otra historia.

El pub The Three Crowns se encuentra junto a la carretera A10, que en esta parte de Londres se llama Stoke Newington High Street.

Fotografía de Nathaniel Noir, Alamy Stock Photo

Milenios de diversidad

Aquí, la fábrica de ginebra artesanal Original Sin y la tienda de pelucas Afro World, donde puedes comprar una peluca de pelo sintético color rojo cereza por 25 dólares, trabajan junto a casas de apuestas y mecánicos de bicicletas. Mientras tanto, chipriotas y paquistaníes, barbadenses y judíos jasídicos coexisten de esa forma distante que en Londres parece armonía.

Los canadienses también, por supuesto. Y aunque a mí no me va lo de ser distante, mi otredad ferviente no ha dificultado mi asimilación. En esta parte, la otredad es asimilación. Con todo, aún veo la carretera como si fuera una turista. Cuando el trayecto hasta la parada del autobús ofrece un portal a otras culturas y épocas, cuesta no hacerlo.

A mis vecinos y a mí nos gusta hablar sobre el encanto multicultural de esta calle. Cantamos victoria cuando nuestros amigos de Notting Hill o Camden —mucho más de moda en otra época— peregrinan hasta aquí para probar el local de jerk jamaicano tan favorablemente reseñado en The Guardian. Menuda revelación es esta calzada, incluso para los londinenses de pura cepa.

Salvo porque aquí la multiculturalidad no es nada nuevo; ha influido en esta ruta desde la época de las togas. Mi propia llegada sigue una ilustre historia de invasores desde que la reina Boudica saqueó la cantería romana. Sucedo a generaciones de gentrificadores, desde los exilios de los hugonotes que tejían seda frente a las antiguas murallas del siglo XVII hasta los judíos jasídicos que construyeron sinagogas un siglo después.

Hace unas semanas, me tomé una pinta en el pub The Three Crowns. Ha habido un pub en este lugar, vendiendo cerveza con actitud, desde 1634. El colegio de mi hija solía organizar una excursión anual a un hospicio construido en la carretera hace 300 años y convertido en museo. Aunque no nos demos cuenta, nos hemos convertido en los protectores de dos milenios, uniendo la calzada a la siguiente.

Sería muy difícil encontrar a alguien pro-Brexit en este tramo de asfalto. No aquí, donde es igualmente probable que escuches polaco o yidis que el idioma de la reina. Con la pandemia de coronavirus, habrá muchos temas más urgentes que debatir hoy, desde las restricciones de viaje hasta —¡que sacrilegio!— cerrar los bares. Pero estos londinenses mantienen la calma. La calzada ha vivido situaciones igual de malas o peores. Incluso cuando los romanos supieron que sus murallas de roca no detendrían la llegada de extranjeros durante mucho tiempo. A veces tienes que mirar al pasado para seguir adelante.

Ellen Himelfarb escribe sobre viajes para el Sunday Times y elTelegraph, entre otros, desde su casa junto a la calzada romana más antigua de Londres. Síguela en Twitter.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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