Working Holiday Visa: cómo viajar (y trabajar) en la otra punta del planeta

El visado de vacaciones y empleo que permite a jóvenes mochileros trabajar durante un año en Nueva Zelanda lleva congelado desde el inicio de la pandemia. No obstante, 2022 se presenta esperanzador.

Por Anthony Coyle
Publicado 3 dic 2021, 13:19 CET, Actualizado 7 dic 2021, 10:53 CET
El Parque Nacional de Tongariro es el más antiguo de Nueva Zelanda y Patrimonio de la ...

Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, el Parque Nacional de Tongariro es el más antiguo de Nueva Zelanda. Ubicado cerca del colosal lago Taupo, en medio de la isla norte, sus majestuosos volcanes son lugar de peregrinaje para muchos fans de la trilogía de El Señor de los Anillos, pues es el lugar donde se rodaron las escenas de Mordor.

Fotografía de Anthony Coyle

Mucho cuidado si piensas viajar a Nueva Zelanda con las botas puestas. Cuando uno pone un pie en el control aduanero del aeropuerto de Auckland, el primer filtro de seguridad consiste en una inspección de botas. Literalmente: llega tu turno, una funcionaria enguantada te pide amablemente que alces el pie (cual caballo siendo herrado) y, entonces, comienza a husmear. Al menos, eso fue lo que me pasó a mí. Alarmado por la idea de que hubiese gente capaz de traficar con estupefacientes adosados a sus suelas, le pregunté que de qué iba todo aquello, mientras me preparaba para encajar mi primer embate de acento neozelandés (de música afín a la del acento británico, pero como con más anarquía de vocales). En su lugar, recibí por contestación un mutismo de dedo índice señalando un póster con un bodegón de productos orgánicos (con fotografías de frutas, plantas, un bocadillo, semillas) y una amenaza escrita bien grande en rojo: “400 dólares de multa” (Unos 240 euros).

Nueva Zelanda, el país más alejado de España (19 600 km en línea recta) es una nación singular. No sólo por la ridícula belleza de sus playas, bosques, montañas y paisajes nevados, o por sus estrictos controles aduaneros, muy celosos con la posibilidad de que la intrusión de una semilla de manzana pueda desequilibrar la delicada biodiversidad de la capital mundial del kiwi (ave en peligro de extinción). Hay más: aquí, por culpa de su cercanía al agujero de la capa de ozono, es asombrosamente sencillo quemarse con el sol en pocos minutos; la policía no porta armas de fuego, los supermercados no venden alcohol y el gobierno se ha propuesto la erradicación total del tabaquismo para 2025 (un paquete de cigarrillos Marlboro cuesta 23 euros, casi cinco veces más que en España).

Pero hay algo más que hace de este país un tesoro digno de explorar: el programa Working Holiday Visa. A cambio de 160 euros, este visado, al que pueden acogerse jóvenes de entre 18 y 30 años que no tengan antecedentes penales, permite trabajar en cualquier clase de empleo del país durante doce meses. Los ciudadanos de Estados Unidos, Alemania, Francia o Reino Unido (entre otros), pueden pedirla en cualquier momento del año, pues gozan de plazas ilimitadas. Si eres español, en cambio, obtener la WHV es algo más complicado. Exclusivo: sólo hay 200 cupos al año y, a diferencia del resto de países europeos, para los españoles es obligatorio enviar una radiografía reciente del torso para demostrar que estás libre de tuberculosis.

Working Holiday Visa y COVID-19

Por si el día y medio de conexiones entre Madrid, Abu Dabi, Hong Kong y Auckland no fuera suficiente, la pandemia de COVID-19 ha dificultado aún más el acceso a esta rara avis ubicada en la última esquina del planeta. Con o sin visado de trabajo. Con o sin Working Holiday Visa: desde febrero del 2020, la entrada de inmigrantes a Nueva Zelanda está reducida a lo estrictamente necesario. Por fortuna, esto podría estar a punto de cambiar en 2022.

Inaugurada en 1997, la Sky Tower de Auckland es la torre más alta del hemisferio sur y el símbolo más reconocible de la capital económica de Nueva Zelanda. Mide 328 metros y en la zona más alta hay un restaurante.

Fotografía de Anthony Coyle

Casi tan férreo como su control aduanero, el departamento de inmigración neozelandés no ofrece demasiadas pistas tras ser contactado por correo electrónico: “El Gobierno sigue evaluando la evolución de la pandemia y revisando cuándo se pueden reanudar las solicitudes de Working Holiday Visa”, y remite a una publicación oficial concerniente a la apertura total de la frontera: “Todas las personas totalmente vacunadas podrán viajar a Nueva Zelanda a partir del 30 de abril de 2022, con una reapertura escalonada en el tiempo”. Sin embargo, parece que no es en Nueva Zelanda donde debemos fijarnos: “Normalmente, Nueva Zelanda copia mucho lo que hace Australia y si sigue sus pasos, es posible que a partir de abril reactiven la Working Holiday y el visado de estudiantes. Aún no es oficial, pero tiene pinta de que es lo que va a suceder”, asegura Marta Caparrós, CEO de YouTOOProject, una agencia online de estudios internacionales que trabaja con destinos como Australia, Canadá y Nueva Zelanda, entre otros.

Pocos días antes de que Ómicron resucitase el nubarrón de pandémico desconcierto al que empezábamos a decir adiós, Australia anunció una relajación en sus requisitos de entrada. Aunque la propagación de la nueva variante del COVID-19 ha pospuesto las fechas, la iniciativa parece seguir adelante y todo indica que los portadores de un visado de trabajo o de estudios para Australia podrán viajar el 15 de diciembre. Si la situación no empeora, Nueva Zelanda reabrirá el 30 de abril. Así pues, aquellos que deseen saber cuándo se reactivará la expedición de WHV en Nueva Zelanda harán bien en permanecer atentos a los pasos de su país vecino a lo largo de la próxima primavera.

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    Desde 1842 a 1865, Auckland fue la capital de Nueva Zelanda y la segunda ciudad en convertirse en capital después de Old Rusell y antes de que Wellington se hiciera con el título, que sigue ostentando. Auckland perdió su papel de capital porque los funcionarios del gobierno que viajaban desde el sur encontraban el viaje demasiado largo.

    Fotografía de Anthony Coyle

    Acuerdo entre España y Nueva Zelanda.

    Para entender el nacimiento del acuerdo entre los kiwis (gentilicio oficioso de los neozelandeses) y España, hay que retrotraerse al 2009. Mes de junio, pleno invierno en Wellington, capital del país. La borbónica nariz del por entonces rey de España, Juan Carlos I, se arruga empotrada contra la de un diplomático maorí. Lo mismo con las frentes. Rey y político, apoyados aliento con aliento, protagonizando una de las fotografías oficiales más pintorescas del álbum de la Casa Real. Sin el debido contexto, la estampa anuncia la antesala de un beso. Y aunque la imagen del rey oficiando el saludo maorí fue lo más sonado de su visita de 2009 a Nueva Zelanda, desde entonces más de un millar de jóvenes españoles han podido trabajar en este país, famoso por tener más ovejas que personas, gracias al acuerdo alcanzado en ese viaje por el entonces secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Ángel Lossada Torres-Quevedo.

    Para los españoles, el plazo de solicitud por internet del visado suele abrirse en abril, y su reparto se asemeja al de las entradas online de un concierto de C. Tangana: visto y no visto. Cuando el visado aún era una novedad relativamente desconocida, año 2013, una pareja de periodistas españoles pudieron dar buena cuenta de cómo se las gasta esta cruel lotería administrativa. Leyre Pejenaute y el por entonces futuro padre de su hijo, Javier Galán, estaban dando la vuelta al mundo cuando decidieron probar fortuna. Se encontraban en Kioto (Japón), cada uno en su ordenador, a las cinco de la mañana, aguardando el segundo exacto en el que la web del departamento de inmigración neozelandés desbloquease el formulario español para la obtención de la WHV. Al minuto de abrirse el plazo, Javier logró el visado y Leyre, bueno, Leyre tendría que probar fortuna el año siguiente.

    “Fueron quince segundos de diferencia”, comenta Leyre, ahora afincada en la Comunidad de Madrid y madre de un hijo de tres años. Aun así, marcharon para Nueva Zelanda con visado de turista y se pasaron tres meses haciendo woofing (trabajo en granjas orgánicas a cambio de techo y comida). “Es lo mejor que hemos hecho en nuestras vidas y estamos rabiando por repetirlo”, comenta, mientras por el teléfono se cuelan los chillidos del pequeño Odei.

    En mi caso, podría decirse que hice algo de trampas. Con una falta de premeditación limítrofe con el impulso, y envalentonado por poder pedir cuando me placiera una WHV gracias a mi pasaporte británico, decidí probar suerte en el 2017. Y no me refiero a suerte burocrática (de eso se encargó mi doble nacionalidad) sino más bien otra más de tipo monetario: el azar de mi destino penduleó única y exclusivamente en función del estado de salud de mi economía. El plan era pausar por un rato la realidad y jugar a ser recogedor de manzanas. El fallo fue viajar a Nueva Zelanda tres meses antes de la temporada de la manzana. Como diría Hemingway, fui pobre, pero feliz.

    La playa de Mission Bay, ubicada a pocos minutos del centro de Auckland, es uno de los enclaves más populares de la ciudad para vecinos y turistas.

    Fotografía de Anthony Coyle

    De estudiante a peón de obra en Auckland

    Hasta la llegada del COVID-19, miles de jóvenes se fabricaban cada año un paréntesis en forma de visado de trabajo y vacaciones kiwi. En la temporada 2018/19 (último año completo prepandemia), se tramitaron 13 812 visados de vacaciones laborales a jóvenes alemanes, 12 185 a británicos y 9 475 a franceses. En total hay 45 países adscritos al programa.

    Este preciado salvoconducto (que sólo se puede disfrutar una vez en la vida) permite trabajar de forma legal y sin límite de horas semanal en un país donde los empleos en negro son muy poco habituales. Les viene de largo: Nueva Zelanda es el país menos corrupto del mundo, según el último informe de Transparencia Internacional. Y aunque la gama de trabajos disponibles para el backpacker sea la mismo que la de los jóvenes kiwis, es raro el extranjero que no acaba de camarero, obrero o recogedor de fruta. La práctica totalidad de los tenedores de Working Holiday Visa del hostal The Station de Auckland, en el cual viví durante tres meses, trabajaban en la construcción.

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      Auckland, la ciudad más grande de Nueva Zelanda, cuenta con 1,6 millones de habitantes. Es la imagen, tomada desde la Northern Motorway que conecta la ciudad con Albany, puede apreciarse uno de los 53 volcanes (derecha) sobre los que está edificada la ciudad.

      Fotografía de Anthony Coyle

      Son trabajos exigentes, sobre todo si no has cogido un pico en tu vida y, muchos, no aguantan ni una semana. Puede que te despidan de una obra, pero no de la agencia de trabajo. Quizás este sea uno de los muchos motivos que explican que en este país de fama trabajadora (2,3 horas por encima de la media de la OCDE) el desempleo no sea una de sus preocupaciones (nunca superior al 8% en los últimos 25 años y, actualmente en mínimos históricos del 3,4%): en Nueva Zelanda abundan las organizaciones especializadas en ofrecer mano de obra barata a empresas constructoras que precisen trabajadores por circunstancias extraordinarias. Y en estas agencias hay trabajo básicamente siempre, de lunes a domingo. Rellenas tus datos un martes y el miércoles ya estás trabajando. 

      Agencias como The Labour Exchange, donde dos veces por semana se organizan sesiones de bienvenida para los nuevos reclutas. Apenas una hora y media en la que toman nota de nuestro pasaporte, cuenta bancaria y número neozelandés de Seguridad Social, mientras se repasan de forma somera las normas de seguridad. Algunas agencias pagan semanalmente y otras cada quincena. La mía, tras quedarse con su correspondiente comisión de manera que el salario percibido se ajustase al mínimo del país (12 euros por hora) me enviaba cada miércoles por la tarde un correo electrónico con el desglose de la nómina (horas trabajadas, impuestos, cotización) y el ingreso me llegaba pocas horas después.

      En la obra el hermanamiento entre iguales es instantáneo. “Somos el escalón más bajo del escalón más bajo”, me dijo una vez en alguna de nuestras mañanas de faena de 2017 Angelos Nicolau, chipriota que por entonces estudiaba económicas en la universidad de Glasgow (Reino Unido) y hoy es buzo profesional: “¿Nos pagan barato?, pues trabajamos barato”. En cuanto nos reunimos dos o más en un cuarto libre de supervisión, soltamos los cepillos, proferimos sendas maldiciones (cada uno en su idioma nativo), y luego parlamentamos en inglés ramplón acerca de la gama de verdes que circundan el infierno de vigas, polvo y barro al que nos hemos sometido de forma voluntaria.

      Si hay un tema popular de conversación, ese es el adónde has ido y el adónde vas, al final no dejamos de estar de "vacaciones". Las must, están claras: Queenstown, Wellington, Hobbiton (el famoso pueblecito de las trilogías fantásticas de Peter Jackson) y el Parque Nacional de Tongariro (el más antiguo del país, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco). Situado en mitad de la isla norte, sus majestuosos volcanes son los mismos que aparecen en los compases finales de la trilogía de El Señor de los Anillos cuando los hobbits se internan en Mordor.

      Izquierda: Arriba:

      Un grupo de jóvenes europeos poseedores de una Working Holiday Visa durante un descanso en una obra de construcción de pisos en Albany, a las afueras de Auckland. En la temporada 2018/19 (último año completo prepandemia), se expedieron 13.812 visados de vacaciones laborales a jóvenes alemanes, 12.185  a británicos y 9.475 a franceses. En total hay 45 países adscritos al programa.

      Derecha: Abajo:

      Hasta la llegada del COVID-19, miles miles de jóvenes se fabricaban cada año un paréntesis en forma de visado de trabajo y vacaciones kiwi. En la imagen, de 2017, un joven italiano se dirige al trabajo en una furgoneta que atraviesa la Northen Motorway de Auckland, Nueva Zelanda.

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        Al pasear por el volcánico Parque Nacional de Tongariro, en la lejanía, majestuosas, las montañas se apelotonaban como bolas de helado marrones y, entre algunas de las bolas, la tierra expulsa de sus entrañas un abundante humo blanquísimo que sube hasta los cielos de tal manera que uno cree haber encontrado la fábrica de donde provienen las nubes que luego salen a pasear por el planeta.

        Fotografía de Anthony Coyle

        “Vine para estar una semana en Auckland y ya llevo mes y medio”, me comenta Soraya Addadahine junto a su compañera de faena, Cammy Derre. Risueñas, francesa e inglesa, amigas desde que Addadahine se mudó a Francia con nueve años, son las únicas mujeres que veo a diario en una obra con más de sesenta empleados. Sus lamentos son los mismos de los de cada mochilero en la obra de Albany: “He gastado demasiado dinero en Auckland","el precio de la comida en el supermercado es carísimo”, etc.

        Soraya Addadahine (derecha) y su compañera de faena, Cammy Derre (izquierda) son amigas desde que tenían nueve años. En el año 2017 decidieron solicitar una Working Holiday Visa para Nueva Zelanda, donde encontraron trabajo temporal en el sector de la construcción.

        Fotografía de Anthony Coyle

        Es imprescindible trabajar en las estancias largas. Si no dispones de una fuente sólida y constante de ingresos, Nueva Zelanda es un país en el que el dinero se esfuma a un ritmo vertiginoso. Eduardo Garrido, camionero de Cornellá (Barcelona) puede dar buena fe de ello. A diferencia de todos los citados en este reportaje, él se fue en 2019 con un simple visado de estudiante. A aprender inglés. He aquí una de las diferencias capitales que hacen de la WHV un salvoconducto tan preciado: el visado de estudiante sólo te da derecho a 20 horas de trabajo a la semana: “con la visa de estudiante te llega para cubrir gastos de alojamiento y para comer de forma muy muy selectiva. Si no llevas dinero ahorrado, olvídate de salir de fiesta”, comenta Eduardo por teléfono. Para empeorar las cosas, eligió irse a Queenstown, la ciudad más bella de Nueva Zelanda, pero también la más cara: “Cometí la imprudencia de, en lugar de buscar trabajo nada más llegar, irme de aventura por las montañas. Luego tardé dos semanas en encontrar trabajo, y dos semanas más en recibir el primer sueldo. Me quedaban 300 euros y tuve que estar contando las monedas. En general, el viaje no fue el sueño que yo esperaba".

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