Pensábamos que este oso estaba hibernando, pero nos equivocamos

Cambiar el collar de rastreo por radio de un oso de casi 160 kilos debería haber sido una tarea rutinaria si hubiera estado profundamente dormido.

Por Corey Arnold
Publicado 4 nov 2019, 13:48 CET
Fotografía de Corey Arnold

Nuestra tarea consistía en cambiar unas pilas.

Pero las pilas estaban en un collar de rastreo por radio que estaba en el cuello de un oso negro macho del parque nacional del cañón Bryce, Utah. Wes Larson, biólogo de fauna silvestre de la Universidad Brigham Young que intentaba averiguar cómo reducir los conflictos entre osos y humanos cerca de los campamentos en zonas rurales, me había invitado a una «aventurita»: íbamos a tranquilizar al oso mientras hibernaba.

En un día frío y despejado de febrero, Wes, su hermano Jeff, su ayudante Jordan y yo seguimos las coordenadas por GPS del collar del oso a lo largo de un cañón empinado de tierra roja cubierto de matorrales desérticos y nieve recién caída. Siguiendo la señal, subimos por una ladera empinada. La temperatura descendió a una sola cifra mientras hurgábamos en la nieve intentando encontrar la entrada de la madriguera.

Una señal de radio débil nos llevó a varias madrigueras vacías y, cuando el sol empezó a ponerse, pensamos en volver. De repente, una cortina de nieve se vino abajo y reveló una cueva de arenisca. Se estrechaba en un túnel oscuro del que empezó a emanar el olor almizclado de un animal salvaje.

El túnel no era lo bastante ancho para que una persona se diera la vuelta y se torcía hacia la izquierda, ocultando lo que había en su interior. Wes no dudó ni un momento. Entró armado con una vara extensible de 1,8 metros con una jeringuilla tranquilizadora en la punta. Su hermano gateó tras él.

Treinta segundos después, salieron de espaldas a toda velocidad. El oso al que habían colocado el collar hacía un año y medio pesaba casi 160 kilogramos y estaba despierto. Wes había conseguido inyectarle el tranquilizante, así que esperamos a que surtiera efecto. Cuando los osos negros hibernan, su respiración se ralentiza y su temperatura corporal desciende casi seis grados, lo bastante baja para reducir a la mitad su tasa metabólica, pero lo bastante alta para que reaccionen ante el peligro. A continuación, seguí a Wes a gatas, sintiéndome algo más seguro porque, si el oso atacaba, lo devoraría a él antes que a mí.

Cuando doblamos la esquina, unos ojos abiertos nos observaron. Aún estaba despierto. Saqué rápidamente la foto que veis arriba. Wes me dijo que me quedara quieto mientras él retrocedía y preparaba otra dosis de tranquilizante; si el oso huía medio sedado, podría caer en el cañón.

El oso empezó a arrastrarse hacia nosotros hasta que me vi obligado a salir de la madriguera. Tapamos la entrada desesperadamente con las mochilas y con palos mientras Wes volvía a pincharlo, pero atravesó nuestra barricada a paso aturdido y empezó a arrastrarse ladera abajo. Jeff y Jordan se lanzaron sobre sus patas traseras para intentar sostenerlo; Wes saltó sobre su espalda y agarró el collar.

El oso los arrastró ladera abajo y se detuvo en las ramas bajas de un pino. El tranquilizante había surtido efecto, estaba dormido. Wes y su hermano cambiaron el collar de rastreo y comprobaron su estado de salud, pero nos aguardaba una tarea más abrumadora: arrastrar un oso aturdido de 160 kilogramos por el terraplén nevado e introducirlo en la seguridad de la madriguera antes de que despertara. Tiramos y empujamos con todos nuestros músculos. Lo conseguimos justo antes de que pasara el efecto del sedante.

Cuando llegó la primavera, las señales del collar de rastreo del oso indicaron que había proseguido con su vida cotidiana, evitando cualquier contacto —esperemos— con humanos.

Corey Arnold es un fotógrafo, explorador de National Geographic y pescador que vive en Portland, Oregón.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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