¿Se fabricarán con madera los rascacielos del futuro?

Los productos de madera son casi tan resistentes como el acero y se emplean cada vez más en edificios altos, donde retienen el carbono. Pero ¿podemos cultivar suficientes árboles como para seguir este ritmo?

Por Saul Elbein
Publicado 14 ene 2020, 15:13 CET
Turingia, Alemania
Un bosque en el estado alemán de Turingia. Tradicionalmente, Alemania ha seguido un estilo muy regulado de producción forestal que se ha extendido por el mundo.
Fotografía de Alfred Buellesbach, Visum, Redux
La Heinrich Boll Foundation y el Centro Pulitzer han concedido ayudas para la elaboración de este reportaje.

Hasta la infancia de nuestros abuelos —o quizá de nuestros bisabuelos—, el mundo estaba hecho de madera. De armas a ruedas, de barriles a casas, de herramientas para cocinar a la industria, todo derivaba al menos en parte de materiales extraídos de los árboles. La gente nacía en camas de roble y se mecía en cunas de álamo, era asesinada con rifles de culata de nogal y enterrada en ataúdes de pino.

Ahora, una industria pujante quiere volver a la era dorada de la madera empezando con los rascacielos. «Mira esto», dice Antti Asikainen, un profesor finés de ciencias forestales afable y austero, que señala con admiración un agujero en la placa de yeso de un edificio de 12 pisos donde queda expuesto el esqueleto subyacente.

La estructura se construyó con madera en masa, un producto de madera de alta densidad que figura en la nueva gama de productos de alta tecnología que la economía global extrae de los bosques. La construcción con madera en masa tiene un atractivo utópico particular para un conjunto específico de arquitectos y diseñadores, y sus partidarios prevén que las ciudades del futuro estarán compuestas por rascacielos de madera como en el que nos encontramos Asikainen y yo en la ciudad universitaria de Joensuu, en el este de Finlandia, que se extiende como un tapiz a lo largo de los canales del río Pielisjoki.

A nuestros pies, el paisaje produce los frutos de un estilo de silvicultura calibrado para producir con eficacia tantos árboles como sea posible. Los montones de abetos apilados junto a las vías se extienden hasta el horizonte. Asikainen cuenta que el día anterior circulaban por el río y los canales troncos de abeto que bajaban desde Carelia del Norte o los bosques boreales rusos hacia mercados más allá del mar Báltico.

Si todos los nuevos modelos de productos de madera tienen sus acólitos, los partidarios de la construcción con madera en masa hablan de ellos con un fervor particularmente evangélico. No solo los consideran una oportunidad de descarbonizar el sector de la construcción, sino también una mejora técnica por derecho propio.

Todos estos productos, desde las partes absorbentes de los pañales hasta las estructuras de los rascacielos, se basan en una contradicción posiblemente irresoluble: dependen del crecimiento constante y controlado de los árboles, con cosechas planificadas con décadas de antelación. Durante los últimos cien años, el sistema de la denominada silvicultura científica, que ha crecido para contrarrestar la deforestación aparentemente imparable de la Europa de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, ha proporcionado los productos de madera que necesita una población en crecimiento.

Sin embargo, este sistema depende de algo que está desapareciendo: un clima estable y bosques que sigan donde estaban, un paradigma amenazado por la misma crisis climática que hace que los edificios que absorben carbono resulten atractivos.

Edificios altos hechos de madera

El edificio de Joensuu es un buen ejemplo. En casi cualquier otro lugar del mundo, ese esqueleto expuesto sería de hormigón reforzado con acero. Aquí, en Finlandia, es de madera; de hecho, salvo por una losa de hormigón de cinco centímetros en cada piso, el edificio entero está hecho de madera. Específicamente, de uno de los materiales tecnológicos denominados madera en masa o madera para estructuras.

Según Asikainen, vicepresidente ejecutivo del Instituto de Investigación Forestal de la Universidad de Finlandia Oriental, esto lo convierte en el edificio solo de madera más alto del mundo.

Esta residencia para estudiantes universitarios en Joensuu, Finlandia, está hecha casi por completo de madera.
Fotografía de Antti Asikainen, Natural Resources Institute Finland

«Oh, en Oslo tienen uno de 13 pisos, pero el primer piso es de hormigón», dice con una sonrisa. «El nuestro es todo de madera».

El Instituto de Investigación Forestal y sus homólogos en Suecia y Noruega han diseñado y construido el edificio como parte de un proyecto en su búsqueda constante de nuevos productos que elaborar a partir de los bosques nacionales. Se trata de un proyecto que, en Finlandia, tiene los matices de una religión nacional. Tras la desastrosa invasión de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial —Finlandia posee la dudosa distinción de haber sido el único aliado democrático de Hitler—, el país pagó sus gravosas reparaciones con la madera que produjo convirtiendo sus densos bosques boreales en un paisaje intensamente gestionado.

Estos bosques, como los denominados bosques de producción de todo el mundo, de Carelia a las Carolinas, componen la base de una enorme pirámide industrial, los fundamentos de un asombroso abanico de productos de consumo de los que la madera en masa es solo la última novedad. Ahora, los bosques producen una larga lista de productos que aumenta en una era de preocupación creciente por los combustibles fósiles.

Eso significa que los árboles están presentes en todo tipo de productos inesperados, además de los árboles enteros que se destinan al papel higiénico y al papel de cocina. Hay una fábrica a las afueras de Joensuu que convierte la pulpa de abeto en fibras que pueden tejerse como el algodón, un cultivo de alto consumo de agua y pesticidas que compite con los alimentos por la tierra. También está la parte absorbente de los tampones y los pañales, hecha de pino amarillo en el Sudeste estadounidense y el mercado pequeño pero de crecimiento rápido de pellets de madera de países bálticos y el Sudeste estadounidense, que se venden a centrales eléctricas europeas como remplazo ecológico del carbón.

Y como dice Lauri Sikanen, profesora del Instituto de Investigación Forestal, sumemos eso al creciente mercado de cartón impulsado por Alibaba y la insaciable demanda de Amazon para paquetes y plantar maderas blandas para pasta «es como plantar dinero».

«Todos ganan», afirma John Klein, arquitecto y diseñador del Instituto de Tecnología de Massachusetts que está desarrollando una línea de edificios de pisos y oficinas construidas con madera en masa prefabricada con vistas a 2021, cuando las reformas al código estadounidense permitirán la construcción de edificios de madera de hasta 18 pisos de alto. (El edificio más alto de Estados Unidos actualmente es el Carbon12 de ocho pisos de Portland, Oregón.)

Carbon12, un edificio de ocho pisos en Portland, Oregón, es el edificio de madera más alto de Estados Unidos.
Fotografía de Kaiser + Path

«Cuando Boston habla de edificios neutrales en carbono, solo hablan de la energía operativa. Nadie menciona los materiales», afirma Klein.

Como muchos diseñadores con madera en masa, a Klein le atrajo este medio por motivos ecológicos. La producción de hormigón y acero —que requiere varias rondas de ruptura, trituración y (en el caso del acero) fundición— gastan mucha energía y, por consiguiente, generan emisiones de dióxido de carbono. Aproximadamente el ocho por ciento del total de emisiones de carbono del mundo procede de la producción de cemento y hormigón, que emite casi media tonelada de dióxido de carbono (CO2), un peligroso gas de efecto invernadero, por cada tonelada producida. La fabricación de acero, responsable de casi un cinco por ciento de todas las emisiones, produce casi el doble de su peso en CO2.

Por su parte, la construcción con madera en masa promete remplazar un material que libera cantidades enormes de carbono —si la producción de cemento y hormigón fuera un país, sería el tercer mayor emisor de carbono del mundo por detrás de Estados Unidos y China— con otro capaz de almacenarlo. Los troncos de abetos de Joensuu, al igual que los abarrotados bosques de producción de Oregón y Carolina del Norte, estaban compuestos en gran medida por el carbono que habían extraído de la atmósfera. En teoría, eso quiere decir que la madera en masa podría almacenar ese carbono a largo plazo en las paredes de los edificios. En las plantaciones forestales de donde proceden, los sustituirían árboles nuevos.

Pero con el paso del tiempo, además del ahorro de carbono, Klein empezó a pensar que la madera era un material mejor para muchos propósitos, que daría paso a una nueva generación de estructuras ligeras y fuertes, resistentes al fuego y a las explosiones. Aunque la madera en masa no es tan fuerte como el acero, no se derrumba tan rápidamente cuando está sometida al calor directo. Los partidarios de la construcción con madera en masa sostienen que es mucho más densa y más ignífuga que los tipos de madera que se emplean para crear estructuras como Notre Dame, construida con árboles de 1300 años que ardieron con facilidad cuando la catedral se incendió en abril de 2019.

«Si una viga de madera en masa [arde], se carboniza de forma predecible», afirma Klein.

Unas semanas antes, había organizado un taller en el que él y un grupo de estudiantes de arquitectura construyeron una plataforma con madera en masa y asaron un cerdo en ella. La madera se ennegreció, pero no se consumió.

Las ciudades del futuro

En el vestíbulo del Instituto de Investigación Forestal se cierne una estructura sobrecogedora construida con madera en masa que parece la mezcla de un arco, un nido de ave y una piña enorme y acogedora. Allí, Asikainen me enseña una serie de composiciones de madera como las que podrían formar los edificios de Klein. Está la madera laminada cruzada (CLT), que parece tiras de duramen de pocos centímetros de grosor dispuestas como el jenga para crear un bloque que parece la definición de la palabra «sólido». O la madera laminada encolada (o glulam en inglés), empleada para crear vigas estructurales que son como la fortísima madera contrachapada. O la chapa de madera laminada (LVL), con la que se crean vigas pesadas y que componía el esqueleto del edificio.

Para un diseñador como Klein, estos bloques no solo emiten menos carbono que el hormigón o el acero, sino que son más propicios para la arquitectura moderna. «Somos básicamente informáticos», dice, y la madera es un material mejor y más plástico para los programas de diseño que utiliza para simular las distribuciones de los edificios según las necesidades de sus clientes, que nunca son las mismas.

Klein imagina un futuro auge de la urbanización como el que observó en China en la década de 2010, cuando trabajó a velocidad vertiginosa diseñando rascacielos mientras ciudades como Shanghái se llenaban de edificios para acomodar a los millones que se mudaban. Según él, es mucho más fácil personalizar y prefabricar la madera en masa que el hormigón y el acero: permite a los diseñadores enviar los planos directamente a la fábrica para que se construyan conforme a las especificaciones en una práctica que denomina «del archivo a la fábrica». Esto se traduce en una construcción más rápida, menores costes laborales y menos perturbaciones para las ciudades existentes.

«Ahora mismo, todos los edificios son prototipos», dice, construidos según las especificaciones y nunca repetidos.

De no ser así, Klein cree que su empresa podría ofrecer a las ciudades rebosantes de la nueva década de 2020 una línea de apartamentos de altura mediana estandarizados y personalizados, construidos con madera en masa modular. Los promotores podrían pedirlos como hacen con los sofás de IKEA, que son, claro está, un nuevo modelo de producto de madera construido con tableros de fibras de densidad media (MDF) o con astillas de madera comprimidas.

Bosques controlados

Pero a pesar de todo el bombo de la construcción con madera en masa, solo la fabrican unas pocas empresas estadounidenses al este del Misisipi. Por ahora, esto significa que si alguien quiere construir un edificio con CLT, tiene que pedir los materiales en Europa, a empresas como Binderholz, en el asombroso valle de Ziller en los Alpes austriacos.

Allí, Natalie Binder pilota su Mercedes Benz a gran velocidad entre la gigantesca parcela forestada del aserradero de su familia, circulando en torno a pilas de troncos de abeto de nueve metros de altura y carretillas elevadoras. A nuestro alrededor, las laderas del valle parecen rozar el cielo, cubiertas de los bosques alpinos en los que Hans Binder, el patriarca de la familia y abuelo de Natalie, había trabajado como pastor de vacas y leñador para ganar dinero para comprar el aserradero de la familia.

Ahora es un imperio transformado por la decisión de las generaciones subsiguientes de dedicarse a la madera en masa, que en la actualidad se emplea en un abanico vertiginoso de productos en sus 13 fábricas, de madera laminada encolada a paneles de carga de madera sólida.

Binder, que creció en las fábricas de su familia —«Con ocho años, si quería una silla nueva para mi caballo de salto, tenía que pasar cien horas archivando o respondiendo teléfonos», cuenta— se desplaza entre los aserraderos a un paso incansable y seguro. Allí, observa los troncos de abeto descortezados para alimentar los generadores con los que funciona el aserradero, introducidos en cuadrículas de cuchillas que los seccionan velozmente según las especificaciones para crear las tablas densas que se pegarán y se prensarán para elaborar los productos de madera estructural personalizados solicitados por clientes como Klein.

Quizá parezca extraño que los arquitectos estadounidenses tengan que importar madera en masa de Europa cuando actualmente hay tal exceso de pinos de calidad apta para la construcción que los terratenientes del sudeste están vendiendo los árboles jóvenes para fabricar papel higiénico o pañales en lugar de permitir que maduren.

En parte, se debe a que Binderholz tiene algo que ninguna otra empresa estadounidense tiene: una cadena de suministro de CLT madura que abarca cientos de kilómetros de vías férreas y 80 kilómetros de rutas de camiones que llegan hasta los bosques de abetos circundantes. Con todo, a pesar del enorme suministro de la empresa, Binder indica que el suministro de la fábrica es escaso. El aserradero nunca tiene nunca cuenta con suministros para más de 10 días. Esto depende, como en todas las empresas madereras, de la frágil base de un suministro constante de árboles que pueden tardar décadas en crecer y que proceden de paisajes a los que se demanda más producción.

En primer lugar, esto significa competencia. «Todos los que se dedican a la nueva tecnología verde —biocombustibles, bioplásticos— creen que van a conseguir lo que quieran de los bosques», afirma Mary Booth, que dirige la Partnership for Policy Integrity de Massachusetts. «No hay tal cantidad de tierra sin usar esperando a que nosotros cultivemos algo en ella».

En segundo lugar, todo esto, desde el efímero papel higiénico hasta las duraderas vigas de madera en masa, se extrae de la tierra mediante el tipo de control meticuloso de los bosques que quizá ya no sea deseable ni posible.

Una historia de planificación

Al otro lado de la frontera, en Alemania, el silvicultor bávaro de 82 años Albrecht Von Bodelschwingh camina por un bosque de producción alemán para enseñarme cómo garantizan el suministro de madera sin diezmar el paisaje.

Su profesión se basa en una paradoja que surgió en el siglo XVII, cuando las crecientes ciudades industriales de Europa Central empezaron a quedarse sin madera. Es fácil olvidar que antes de la era de los combustibles fósiles la madera era un ingrediente necesario para tareas como fundir plata, construir u hornear pan, y los primeros gestores forestales como Hans Carl von Carlowitz, del siglo XVII —el primero que publicó sobre el concepto de sostenibilidad—, tuvieron que averiguar cómo obtener un suministro constante de un cultivo que tarda horas en quemarse, pero vidas humanas enteras en crecer.

La respuesta de Alemania a esa incógnita proporcionó al mundo —para bien o para mal— el estilo de producción forestal muy regulada que más adelante se extendió a países como Finlandia y Estados Unidos. En el siglo XIX, Heinrich Cotta introdujo un sistema riguroso de análisis volumétricos estrictos para que los terratenientes —y el estado— supieran siempre cuánta madera tenían.

Los terratenientes debían presentar cada año las perspectivas de sus bosques al estado y detallar sus planes a 10 años vista. Esto era necesario por lo que atormentaba la labor de Cotta: el fantasma de la disminución, de un mundo privado de materiales de construcción y combustible. El bosque de abetos por el que caminaba von Bodelschwingh había sido una turbera hasta que las familias locales excavaron y secaron la turba para calentar sus casas en épocas de escasez de madera.

El Servicio Forestal estadounidense empezó en una facultad de ciencias forestales de una habitación —la primera de Estados Unidos— en las montañas del bosque Pisgah, en Carolina del Norte.
Fotografía de Education Images, Universal Images Group/Getty Images

Ahora, la turba ha desaparecido y el bosque de humedales que había crecido allí se ha convertido en tierra firme. Esta danza con la disminución, como escribió Cotta en su trascendental obra de 1817 Preface, era el núcleo de la profesión del silvicultor, al que comparaba con un médico que trataba a un paciente que padecía una larga enfermedad crónica: «El buen médico permite que las personas mueran; el malo, las mata. Con el mismo derecho, puede decirse que el buen silvicultor permite que los bosques más perfectos no lo sean tanto; el malo, los arruina».

Las ideas de Cotta de una gestión rigurosa y una planificación lugar por lugar se convirtieron, mediante la diáspora de los silvicultores alemanes en el siglo XIX, en el último adelanto en el mundo. Así, se introdujeron nuevas técnicas, como la plantación de árboles en hileras como cultivos comerciales y las primeras talas rasas a escala industrial seguidas por la plantación de plántulas en hileras. A principios del siglo XX, el silvicultor alemán Carl Schenck formó a gran parte de la primera generación del Servicio Forestal estadounidense en una facultad de ciencias forestales de una habitación —la primera de Estados Unidos— situada en las montañas del bosque Pisgah, en Carolina del Norte.

Pese a su amor por los bosques de la región de Appalachia y su pesar por haber talado castaños y tulipíferos de Virginia añosos para su jefe, George Vanderbilt, Schenck y emisarios como él ayudaron a instaurar un sistema que ha desplazado poco a poco los bosques silvestres en favor de un sistema de gestión forestal que trata la «salud de los bosques» como un factor inseparable de la capacidad de un bosque de suministrar la producción planificada de pies tablares de madera o fibra para su uso industrial.

Este sistema, juzgado solo por la producción fiable de madera, ha tenido un éxito extraordinario.

Hoy en día se están talando árboles en Bavaria que se plantaron con ese objetivo específico antes de la Revolución de las Trece Colonias de Estados Unidos. Por su parte, en Estados Unidos, los «inventarios» de madera son tan altos que el Servicio Forestal, al igual que el Instituto de Investigación Forestal finés, está otorgando dinero de investigación a mercados en potencia, como la construcción con madera en masa. En 2019, concedieron casi nueve millones de dólares en becas a proyectos de innovación con la madera. (Ya se han abierto las propuestas para 2020.)

Con todo, en el sur de Estados Unidos, considerado por leñadores y silvicultores «la cesta de madera del mundo», tras el crecimiento del inventario se oculta una disminución mayor. (A los defensores del sector les gusta decir que los bosques están creciendo, algo que es cierto si aceptamos que un «bosque» solo significa un área que no está zonificada para ninguna otra cosa, independientemente del tipo de árboles que tenga en el momento. Un bosque sometido a tala rasa, según el Departamento de Agricultura estadounidense, sigue considerándose un bosque.)

Desde 1952, cuando llegó a la región la primera plantación, se estima que esos bosques muy regulados, tratados con herbicidas y pesticidas y con una biodiversidad mínima, han expandido los monocultivos de pino taeda a lo largo de 14 hectáreas, gran parte de ellas antiguo bosque natural. En todo el mundo, en 2015 había 296 millones de hectáreas de bosque plantado, una superficie similar a la de la India y que aumenta un uno por ciento anual de forma inexorable.

Planes inútiles

En las últimas décadas, la silvicultura alemana ha abandonado la tala rasa y ha pasado a una práctica similar a la horticultura en un plazo extremadamente prolongado, un paisaje «en el que no sabrías que están talando», como me dijo con orgullo el dueño de un aserradero alemán.

Pero estos sistemas plantados y planificados —como me contó Asikainen, el investigador finés— descansan sobre cimientos inestables. Se necesitan tierras, por las que compiten con los bosques silvestres y los terrenos agrícolas. Y se necesitan condiciones que sean predecibles durante décadas o incluso siglos, lo que los vuelve vulnerables a la era actual de cambio climático.

«Ya no podemos plantar. Hacemos planes, pero son inútiles», dice el silvicultor bávaro von Bodelschwingh.

El paisaje alemán forestado está sumido en un cambio traumático, de los árboles asiáticos ornamentales de flores coloridas a lo largo del río hasta las coníferas moribundas que gastan sus últimas energías en producir piñas. En el aserradero de von Bodenschwingh hay árboles que crecen rápidamente en una ola de calor europea de récord, llenándose de CO2 y nitrógeno, creciendo como adolescentes en un estirón descontrolado, superando a sus propias raíces y facilitando que las nevadas o el viento intenso los derriben.

Señala un rodal de abetos jóvenes que crece sobre la antigua turbera, los descendientes del rodal de abetos más antiguo que los rodea. Habían crecido en una cavidad creada en el bosque en los 90 por Vivian y Viebke, un par de tornados invernales que asolaron la industria maderera alemana.

Según Esther von Roehm, proveedora de madera que trabajaba para el magnate local dueño de los abetos, estas tormentas fueron traumáticas. Ahora son tan habituales que a ella y a von Bodelschwingh les cuesta recordar los nombres de las más recientes.

Asimismo, los dos silvicultores citan otros problemas: colonias de escarabajos que sobrevivieron a los insólitos inviernos suaves en la madera muerta y que salieron con agresividad este año para atacar los rodales nuevos. La podredumbre de las raíces de los tocones infectados se había contagiado por el subsuelo a través de las redes fúngicas que conectan los árboles. Los hongos habían podrido el vientre de los árboles de madera dura, así que los vientos intensos los derribaron.

«Dentro de cinco años ya no quedarán fresnos en esta tierra», afirma von Bodelschwingh señalando un árbol con la copa pelada. «Eso es algo que sufrirán todos en Alemania, porque se están muriendo en todas partes».

Es algo que «no se puede encontrar en los libros», cuenta. «No se puede encontrar en la historia. Nuestros profesores no pueden decirnos nada. Nuestros planes a diez años vista son inútiles. A veces, hasta uno a un año vista es inútil».

En el bosque bávaro, nos rodean las señales de una especie de descompensación sutil, el tambaleo de la economía rural. Hay tantos troncos caídos cubren el suelo —según von Roehm, la misma cantidad que se cosecharía en diez años normales con una gestión adecuada— que los precios de los troncos de abeto se han desplomado y los gestores forestales ya no tienen incentivos para despejar sus parcelas, lo que deja un entorno idóneo para los escarabajos.

Marc Castellnou, experto en incendios de Cataluña, cree que los bosques densamente poblados de Europa Central podrían enfrentarse a una nueva era de incendios forestales como los que han afectado al Mediterráneo si el calentamiento, las enfermedades forestales y el abandono rural siguen expandiéndose. «Y eso sería un panorama aterrador», afirma Castellnou.

Adaptación y diversificación

Según el finés Asikainen, la solución, que sí existe, favorece la adaptación frente a la planificación y la diversidad frente al monocultivo. Es decir, invertir las tendencias de los dos últimos siglos. De vuelta al Instituto de Investigación Forestal de Finlandia, enciende su ordenador para enseñarme el mapa térmico: la previsión de riesgo de pérdidas debido a los vientos en cada parcela, distribuidas junto a un lago en el este de Finlandia, donde tiene una casa de campo.

Cree que el paradigma del futuro será la «gestión de riesgos», no la planificación rígida y rigurosa de antes: emplear la teledetección y la analítica predictiva para ayudar a los terratenientes a tener en cuenta las pérdidas futuras por la podredumbre de las raíces, los hongos, los insectos, los incendios o las tormentas de viento.

«Acortarán los ciclos de tala», explica. Esto significará que los bosques plantados almacenarán menos carbono, de media.

También significa que existe la necesidad urgente de reorganizar el sistema actual, considerado necesario para producir los bienes de consumo duraderos y desechables de los que ha acabado dependiendo la sociedad de consumo de estilo occidental. Ahora, la dependencia de dicho sistema parece más una carga, según Asikainen: la antigua era de bosques de monocultivo industrial que se han estandarizado en todo el mundo han dejado a la industria de productos de madera expuesta a cualquier nueva plaga o cambio ambiental.

«Una estrategia basada en más biodiversidad sería más resiliente al riesgo que los monocultivos», afirma. «Debemos regenerar el bosque para adaptarnos a las condiciones cambiantes de crecimiento. Debemos regenerar el bosque y favorecer especies de árboles resilientes».

Una respuesta, basada en las obras de Cotta del siglo XIX, podría ser la aceptación de uno de los temas más tabú en el Oeste moderno: la disminución. «Al igual que un buen médico no puede impedir que los hombres mueran porque es el curso de la naturaleza, el mejor silvicultor tampoco puede impedir que los bosques, que han llegado hasta nosotros de tiempos pasados, disminuyan ahora que estamos utilizándolos», escribió Cotta en Preface.

En el mapa térmico del ordenador de Asikainen, una región cerca de su cabaña tiene un refrescante brillo azul: bajo riesgo. Eso se debe a que la zona era un monocultivo, cuenta Asikainen entre suspiros. El dueño había vendido sus abetos y los había replantado con nuevas plántulas. Ahora las plántulas se disponían en hileras ordenadas, tan silvestres como un maizal, tan fibrosos como el algodón, con cuerpos jóvenes susceptibles a los vientos o a cualquier cambio que esté por llegar.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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