Manuel Toharia: «Tendríamos que estar constantemente maravillándonos de las cosas que nos rodean»

Soñar con la juventud eterna es un anhelo que acompaña al ser humano desde los albores de nuestra historia y las civilizaciones antiguas. El divulgador científico Manuel Toharia narra su experiencia a través de su carrera en este y otros muchos campos.

Por Cristina Crespo Garay
Publicado 1 oct 2021, 17:27 CEST
Manuel Toharia

Manuel Toharia ha sido director científico al frente de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia y del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, entre otras profesiones como comunicador y divulgador científico.

Fotografía de Ciencia de la vida: Longevidad, National Geographic

Conversar con el físico y divulgador científico Manuel Toharia (Madrid, 1944) es adentrarse  en las mil ramas de su conocimiento desde el mejor acercamiento posible: el de la pasión que brota de cada una de sus palabras. De inteligencia veloz, curiosidad voraz y con el entusiasmo propio de la infancia, Toharia narra a National Geographic  su experiencia a lo largo de su extraordinaria carrera en un apasionante campo en auge: el de vencer el pulso al tiempo.

Tras especializarse en Física del cosmos en su juventud, Toharia ha desarrollado múltiples profesiones relacionadas con la comunicación y la divulgación científica, entre las que destacan especialmente sus años como director científico al frente del complejo Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia  y del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe. A raíz del estreno del documental Ciencia de la vida: Longevidad, el próximo 4 de octubre en National Geographic, Toharia nos abre la puerta a su extraordinario universo de lo mortal y lo inmortal.

¿Cómo descubrió que quería dedicar su vida en gran parte a la divulgación científica?

No estoy muy seguro. Lo que sí sé es que, haciendo memoria de mis años juveniles, siempre acabo recordando la anécdota de mi casa, cuando volví a la hora de comer y, todo entusiasmado, comencé a explicarle a mi familia lo de los rayos catódicos que barrían una pantalla y con los que se podría, variando frecuencia e intensidad de la luz, incluso proyectar imágenes procedentes, por ejemplo, de una señal radioeléctrica. Es el principio mismo de la televisión, claro, pero yo tenía 14 años y esto pasaba en 1960. Mis padres, que eran abogado y química, y mis hermanos me miraban muy serios, aunque me temo que entendían poco lo que decía, y aún menos mi entusiasmo por compartir aquel misterio fascinante del funcionamiento de la televisión, recién llegada como quien dice a España.

“Somos, o deberíamos ser, curiosos de todos los saberes posibles, sin compartimentos estancos”

por Manuel Toharia

La guinda fue mi hermano mayor, que exclamó muy serio: “¡Fascinante! Lo he entendido todo… Los rayos catódicos esos deben ser… Isabel y Fernando”. Ay, los de letras y además humoristas... ¡Frustración absoluta! Pero debe ser que no me desanimé en eso de intentar que los demás compartieran conmigo los saberes maravillosos que me iba desvelando la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas. Y no sé muy bien cómo, pasé de ser un físico y un meteorólogo, sin duda curioso pero con poca alma de funcionario, a un mero divulgador a través de los medios de comunicación con los que entré en contacto muy pronto, en mi etapa universitaria, en el Diario Informaciones de Madrid (entonces vespertino, del que Juan Luis Cebrián, amigo de la mili, era subdirector).

Uno de sus más de 40 libros habla sobre la longevidad. ¿Qué le atrapó de este fascinante campo científico?

En realidad, vivir mucho es una aspiración de viejos, porque sentimos que se nos acaba el periodo de vida útil, por pura limitación de la capacidad física e intelectual menguante, con el final inevitable que viene poco después. Pero la ciencia, desde la muy rudimentaria de los cromañones y otros antecesores nuestros aún más antiguos, hasta la más sofisticada de los tiempos actuales, siempre se ha empeñado no sólo en vivir más sino también, y quizá prioritariamente, en vivir mejor. Claro, sabemos que por mucho que hagamos, y hasta donde alcanza nuestra experiencia, la vida se acaba. La de los individuos de cada especie viviente, por supuesto; porque ésta, la especie, sobrevive gracias al trasiego de genes entre padres e hijos, y así sucesivamente.

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    Si la vida se va a acabar, que sea al menos la mejor posible, y ya puestos, lo más larga posible. Con los años, aprendí a valorar, y admirar, el trabajo de muchos buenos científicos en todos los campos, y especialmente en el de la curación de enfermedades que acortan la vida. Entre ellos, por azar, conocí a Bernat Soria, de cuyos trabajos en Andalucía algo sabía ya por diversas referencias en revistas especializadas.

    Una editorial nos propuso escribir un libro al alimón sobre este asunto: longevidad, inmortalidad… Lo hicimos de una manera curiosa: él escribió un tercio sobre sus trabajos tendentes a mejorar ambas cosas, cantidad y calidad de vida. Yo otro tercio sobre la visión de un comunicador científico en estos asuntos, el escepticismo ante las muchas promesas fallidas, pasadas y presentes, de productos milagrosos y de elixires varios de la eterna juventud. Y el último tercio una conversación a corazón descubierto entre él y yo acerca de la ciencia, la vida, la calidad y cantidad de vida. Temas que a todos apasionan, y a un científico como él, y a una persona como yo, quizá aún más.

    ¿Cuáles son las claves para mantenernos “más jóvenes”?

    En el eterno, e imposible, sueño de ser siempre jóvenes fracasaremos, como es lógico, por el lógico desgaste del organismo. Pero hay diversas formas de trabajar para frenar ese desgaste, sabiendo que de partida ya tenemos factores positivos o negativos, que ignoramos y que nos vienen dados por la herencia genética o por los factores psicológicos y socioeconómicos en los que se desarrolla nuestra vida.

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      En el documental Ciencia de la vida: Longevidad, de National Geographic, Manuel Toharia tiene la oportunidad de conocer su propio avatar gracias a la Inteligencia Artificial. 

      Fotografía de Ciencia de la vida: Longevidad, National Geographic

      De partida, incluso con genes idénticos, dos personas que nacen y viven en un país rico europeo o en un país pobre de África lo tendrán más o menos fácil en función, simplemente, del lugar en el que nacieron. Aun así, si el habitante del país rico se dedica a comer en exceso, a alimentarse de forma desequilibrada, a fumar y a beber alcohol en exceso, a llevar una vida sedentaria y llena de agobios y estrés, quizá viva menos, o se mantenga joven menos tiempo, que el africano que en cambio ha llevado, quizá debido a la pobreza, una vida sana y frugal, con ejercicio físico frecuente y teniendo suerte a la hora de no contraer infecciones que acortarían su vida porque él no dispone de farmacias, de médicos competentes ni de hospitales sofisticados.

      ¿Claves? Comer poco y sano, evitando el exceso de grasa, sobre todo animal, el exceso de azúcar o sal, los alimentos muy procesados, realizar una actividad moderada pero constante, afrontar la vida con ocupaciones pero sin preocupaciones, vigilar el peso. En fin, cuestiones de sentido común. Y no agobiarse mucho, porque la juventud eterna es imposible, y la vida se acabará algún día. Otra cosa es que retrasemos el momento todo lo posible, y que entre tanto vivamos aceptablemente bien en cada una de las edades que nos vayan correspondiendo.

      ¿Qué distingue la inmortalidad de la amortalidad?

      Lo de la amortalidad es un concepto nuevo que suena un poco a gurús new age. Quizá sea una moda efímera, como tantas otras. Consistiría, más o menos, en vivir al margen de la edad biológica sin hacerle caso, por así decirlo, al envejecimiento inevitable, de tal modo que cuando llegue la muerte nos pille en buena forma. O sea, en cierto modo, negar el declive. Por intentarlo, que no quede; pero por mucho que uno se empeñe, a los setenta no se pueden hacer las cosas que se hacían a los cuarenta.

      Otra cosa es que a los setenta se intente mantener el cerebro y el cuerpo lo más sanos que sea posible, a esa edad, sabiendo que no todo está ya a nuestro alcance como quizá pensábamos que lo podía estar a los treinta. La inmortalidad es el sueño imposible de vencer a la muerte; es decir que la vida dejaría de ser el periodo de tiempo que media entre un principio y un fin. Solo quedaría el principio. Por fortuna, es imposible; no sólo en humanos sino en cualquier ser vivo de cualquier reino, por simple que sea. Cabe imaginar, en plan pesadilla, un mundo de humanos que no mueren nunca, que envejecen y tienen achaques propios de la edad pero siguen vivos. ¿Cómo se mantendría un mundo así?   

      Su extraordinaria carrera profesional ha caminado por ramas muy variadas. ¿Cree que esa diversificación es un punto importante de cara a los nuevos descubrimientos?

      No estoy seguro de que mi carrera, por así decirlo, pueda ser tomada como ejemplo. Yo quise ser médico, estaba y sigo estando fascinado por la maquinaria interna de los humanos, compleja, sutil, incluso sofisticada unas veces y aparentemente torpe en otras. Pero no podía aguantar la idea inexorable de la muerte de los pacientes, del dolor y el sufrimiento. Entonces leí un libro de un joven y famoso Mariano Medina, El tiempo es noticia, ilustrado por Summers, y comprendí que mi curiosidad era igualmente grande acerca de la maquinaria del Cosmos, en particular la de los sistemas terrestres inertes pero no inmóviles que nos rodeaban: el aire, el suelo, los mares…

      Siempre ha predominado en mí una característica que me atrevo a decir que todos deberíamos cultivar más: la curiosidad. Aquel librito de los inicios del Museu de la Ciència en Barcelona, que se llamaba Por qué y cómo son las cosas como son, resume bien lo que quiero decir: tendríamos que estar constantemente maravillándonos de las cosas que nos rodean.

      Pero me temo que la mayoría se conforma con aceptar lo que hay sin preguntarse cosas tan obvias, pero de causa ignorada, como por qué es azul el cielo, o el agua del mar, que en un vaso es transparente, o por qué respiramos, cómo se ve la tele en una pantalla de plasma. Nos da igual, bastante tenemos con las letras de la hipoteca, el mal humor del jefe o los follones internos del hogar.

      Los grandes éxitos de los museos interactivos de la ciencia, partiendo de aquella maravillosa bombonera que era y es la Casa de las Ciencias de A Coruña, se deben precisamente a que fomentan, de manera indiscriminada y un poco ad libitum, la curiosidad de los visitantes.

      Su trabajo ha estado ligado durante muchos años a la meteorología y al clima. ¿Cree que estamos a tiempo de frenar el calentamiento global y divulgar el conocimiento necesario para cambiar nuestros hábitos a favor de la sostenibilidad?

      Mi formación como físico fue en la especialidad de física del cosmos, que incluía temas astronómicos y planetarios, entre ellos, claro, el planeta Tierra y sus diversos componentes: atmósfera, suelo, océanos… Luego oposité para ser meteorólogo, y al cabo de unos años lo dejé para dedicarme ya plenamente a la divulgación y comunicación de la ciencia en general. Pero sigo siendo muy “aficionado” tanto a la meteorología como a las ciencias del planeta y de los astros, y me mantengo bastante al día. Lo del cambio climático es un llamativo ejemplo de un problema todavía más extenso y amplio, y me temo que difícil de combatir: nuestro comportamiento global como humanidad que no deja de crecer exponencialmente en número de personas.

      El científico Manuel Toharia en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. 

      Fotografía de Ciencia de la vida: Longevidad, National Geographic

      La población mundial tardó mil años en doblarse, y sólo en el siglo XX se ha multiplicado casi por ocho. Somos desperdiciadores de recursos de todo tipo, los desechos de todo tipo que generamos los devolvemos de cualquier manera al medio natural alterándolo gravemente e incluso, ¡el colmo!, haciéndonos daño a nosotros mismos. Y claro, ponemos en riesgo no tanto al planeta, que en el fondo ha visto crisis mucho peores en sus 4.500 millones de años de vida, sino a la propia humanidad a la que pertenecemos y, de paso, al resto de los seres vivos del planeta. ¿Estamos a tiempo de parar todo esto? No es fácil dar una respuesta optimista.

      ¿Qué mensaje transmitiría a las nuevas generaciones como futuro de nuestra ciencia?

      Interesarse por la ciencia cuando eres joven es casi obligatorio; quiero decir que forma parte consustancial de la juventud, una época de la vida en que tienes todo por aprender y en general quieres aprenderlo todo. Los niños suelen poner a prueba la paciencia de los padres con sus constantes porqués sobre las cosas más peregrinas. Pero viene luego la enseñanza reglada, donde en las aulas a todo tipo de personas de muy diverso carácter e inquietudes nos enseñan lo que algunas mentes se supone que privilegiadas han diseñado como eso tan pomposo del currículum. O sea un destilado a base de gotitas de saberes aquí y allá que se supone que todos deberíamos de compartir; y que naturalmente ni siquiera los mejores alumnos acaban compartiendo plenamente.

      La ciencia, y el conocimiento en general, no se imparte en forma de pildoritas diferenciadas por asignaturas, que son casitas del saber compartimentado en cosas aparentemente estancas, lo cual si bien se mira es ridículo: la primera distinción es ciencias o letras. Y uno ha de ser una cosa o la otra, no las dos. Bueno, pues yo niego la mayor. La segunda son las ramas de la ciencia: por ejemplo, la física no es la química (¿por qué? ¿no estudian las leyes de la materia y muchas otras cosas que al final se resumen en lo mismo?). Pero si la química se aplica a los seres vivos entonces ya no es biología ni química, sino una mezcla; otra casita, la bioquímica. Y así sucesivamente, casitas separadas cuando el saber es solo uno.

      ¡Nadie es de letras o ciencias! Otra cosa es que en la vida profesional o en las aficiones de cada uno nos inclinemos más por ciertas actividades que por otras. Mi mujer, que es abogada y, por tanto, “de letras”, es quien arregla todos los cacharros de la casa, mecánicos o electrónicos. Y yo, que se supone que soy “de ciencias” toco el piano y escribo decenas de libros, pero soy incapaz de arreglar un enchufe o de aprenderme el manual de instrucciones de un electrodoméstico, a pesar de ser quien cocina en la casa desde siempre. Pues eso, todos “estamos” en lo que sea que nos dé dinero o placer, y somos, o deberíamos ser, curiosos de todos los saberes posibles, sin compartimentos estancos.

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