En Nairobi, la cuarentena es un lujo que pocos pueden permitirse

Con la llegada de la COVID-19 a la capital de Kenia, los cientos de miles de personas que viven hacinadas en asentamientos informales se han vuelto particularmente vulnerables.

Por Nichole Sobecki
fotografías de Nichole Sobecki
Publicado 17 abr 2020, 14:16 CEST
Paramédicos, bomberos y voluntarios

Paramédicos, bomberos y voluntarios del equipo de rescate de Sonko fumigan el distrito empresarial central de la capital de Kenia para frenar la propagación de la COVID-19. Para los habitantes de los más de cien asentamientos informales de la ciudad, como Kibera, el aislamiento es imposible, y las mascarillas y los guantes, prohibitivos.

Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

Conducir por la capital de Kenia durante la pandemia de coronavirus es como desplazarse entre dos realidades inconexas. Barrios como Muthaiga y Karen se han quedado en silencio; sus calles, desiertas; sus ocupantes, invisibles dentro de complejos de lujo; sus casas, bien aprovisionadas de comida y otras necesidades. A unos kilómetros al sudoeste del centro está Kibera, que alberga a un cuarto de millón de personas que sobreviven juntas bajo techos de hojalata. Kibera es el más grande de los más de cien asentamientos informales de Nairobi, donde la gran mayoría de los habitantes vive con lo justo.

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    A finales de marzo, la gente de Kibera (que con casi 250 000 habitantes es el mayor asentamiento informal de Nairobi) corren para resguardarse durante un aguacero. El 10 de abril, Kenia había notificado 184 casos y siete defunciones en todo el país. En la capital había 91 casos y cuatro personas habían fallecido. Solo se ha hecho la prueba a unos 5500 keniatas.

    Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

    Kenia es una de las sociedades más desiguales del mundo. Menos del 0,1 por ciento de los 53 millones de habitantes del país posee más riqueza que el 99,9 por ciento restante.

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      En Kibera, Zedekia Agure se levanta cada mañana antes de que salga el sol en la casa sin ventanas de una habitación que comparte con su mujer y sus cinco hijos. Unas cortinas blancas con encaje rosa cubren las paredes desnudas; la madera de la única mesa de la familia se ha sido pulida hasta resplandecer. Como la mayoría de las familias de esta vasta comunidad, los Agure carecen de agua potable y tienen que usar un retrete comunitario. Zedekia y su mujer, Sarah, regentan un pequeño puesto frente a su casa en el que venden jabón de manos, paquetes de golosinas, ropa usada y otros artículos.

      Para Zedekia y Sarah, los desinfectantes antibacterianos y las mascarillas son un gasto que no pueden permitirse y la cuarentena contra el virus no es una opción. «¿Cómo vamos a ganarnos el pan de cada día? ¿Qué pasa si uno de nosotros enferma?», pregunta Zedekia.

      Levy Onguso, técnico de ambulancia, lleva al huésped de un hotel que ha dado positivo en COVID-19 a un ala de aislamiento del Hospital de la Universidad Keniata. La empresa de ambulancias, Emergency Plus Medical Services, ha destinado 10 ambulancias para el transporte de pacientes infectados en Nairobi y otras 20 en el resto de Kenia.

      Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

      Los miembros del cuerpo de bomberos de Nairobi y el equipo de rescate de Sonko se colocan equipo de protección individual para desinfectar el distrito empresarial central de Nairobi.

      Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

      Los Agure participan en el dinámico mercado informal keniata, que en suajili se llama jua kali («el sol ardiente»). Ocho de cada 10 ciudadanos dependen del mercado para obtener comida, medicación, vivienda y escolarización. Jua kali, donde se producen transacciones cotidianas a alta velocidad y pequeña escala, es puro ajetreo. Esta forma de vida no ofrece ninguna red de seguridad social ni protección sistemática contra un desastre como el nuevo coronavirus.

      Aunque la COVID-19 ha afectado primero a partes más prósperas del mundo, los casos en África aumentan deprisa. Egipto fue el primer país del continente de 1200 millones de habitantes con un caso confirmado, el 14 de febrero. Menos de dos meses después, el brote parece haber llegado a casi todas las naciones africanas. El 10 de abril, Kenia notificó un total de 184 casos y siete muertes. Se desconoce cuántos habitantes de Nairobi y del resto de Kenia se contagiarán, ya que solo se han realizado pruebas a 5500 personas.

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        Un trabajador del Ministerio de Sanidad desinfecta un autobús usado para transportar pasajeros desde el Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta a un lugar donde se pondrán en cuarentena. La ciudad notificó su primera defunción por COVID-19 el 2 de abril. Cuatro días después, Kenia prohibió todos los vuelos entrantes y salientes de Nairobi.

        Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

        David Avido, un diseñador de moda de 24 años, reparte mascarillas caseras (ya ha cosido más de 6000) entre los residentes de Kibera. Aprovecha estas interacciones para dar consejos a la gente sobre cómo protegerse del virus. «Somos responsables los unos de los otros», afirma.

        Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

        Los trabajadores sanitarios Enoch Ochieng (dcha.) y Dalmas Omollo comprueban la temperatura de los pasajeros en un centro montado en Kibera por la organización humanitaria sin ánimo de lucro Shining Hope for Communities. Casi el 88 por ciento de los pacientes con COVID-19 padece fiebre.

        Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

        «Incluso esta pequeña cantidad de casos [notificados] es más de lo que podemos gestionar. Cuando las cifras empiecen a ascender, la gente morirá en las calles», me contó un paramédico en la ciudad.

        Lugares como Kibera son «áreas de alto riesgo. Es evidente que el virus será peor en los asentamientos informales y los campos de refugiados, donde vive mucha gente muy cerca y hay medios limitados para lavarse las manos», afirma Rudi Eggers, representante en Kenia de la Organización Mundial de la Salud. Kenia alberga dos campos de refugiados donde viven cientos de miles de personas vulnerables: Dadaab al este, cerca de la frontera de Kenia con Somalia, y Kakuma al noroeste, cerca de Sudán del Sur y Uganda.

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          Las carreteras de Nairobi se han quedado desiertas ante el estricto toque de queda impuesto por el presidente Uhuru Kenyatta

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          De las 7 de la tarde a las 5 de la mañana cesan todas las actividades en los mercados y las calles del centro de Nairobi.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          El toque de queda, impuesto para detener la propagación de la COVID-19, conlleva sus peligros: las autoridades encargadas de aplicar esta drástica medida han matado a al menos siete keniatas.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          Nairobi ha sido mi hogar durante ocho años, mi refugio tras mis largos y a menudo difíciles viajes como reportera. He visitado campos de refugiados en un sinnúmero de ocasiones. He fotografiado los efectos del cambio climático en Somalia y la guerra en Sudán del Sur. Hace exactamente un año, estuve en el este de la República Democrática del Congo documentando la lucha contra el ébola. Ahora, ha llegado aquí una nueva crisis e intento narrar la historia de mi hogar adoptivo mientras la pandemia de coronavirus lo transforma.

          Cuando fui a Kibera para reunirme con Zedekia Agure, me costó evitar chocarme con la gente, un recordatorio constante de la facilidad con la que puede propagarse aquí el virus. El aire, lleno del olor del pescado frito, resonaba con una sinfonía de gritos de vendedores ambulantes, el rugido de las motocicletas y los gritos de los niños que persiguen una pelota hecha a mano. Los callejones de Kibera siguen abarrotados, no porque no sepan de la COVID-19, sino por la falta de opciones para defenderse contra ella.

          «Los sistemas sanitarios más débiles se saturan»

          La semana pasada, pasé el día con un grupo de paramédicos cuya peligrosa tarea consistía en trasladar a pacientes con coronavirus a los hospitales de Nairobi. Durante horas, nos quedamos quietos mientras el sol brillaba en el metal de las ambulancias y un paramédico descansaba en una camilla. Las camas del Hospital de Mbagathi (la institución designada como centro de aislamiento para casos de COVID-19) y el Hospital Nacional Kenyatta estaban al completo. Otros hospitales estaban rechazando pacientes porque su personal carece de mascarillas, guantes y delantales. Muchos médicos y enfermeros de Nairobi se han separado de sus familias para protegerlas.

          En su casa de Kiambu, a las afueras de Nairobi, Alice Owambo está junto a la ventana de la habitación que ha preparado para su hija. Saldrá de cuentas dentro de tres semanas. Owambo y su hijo de nueve años, Hakeem Charles, se han aislado, pero ella está nerviosa. «No prevés que vaya a pasar algo así. Ahora los médicos corren riesgo, los hospitales corren riesgo y lo único que puedo hacer es esperar que hagan todo lo posible para proteger a las madres que vayan a dar a luz», cuenta.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          Daniel Owino, un músico que se hace llamar Futwax, y su hijo de cuatro años, Julian Austin, tocan la última balada que ha compuesto: «Have you sanitized?». Tras enterarse de los estragos que ha causado la COVID-19 en Europa, Futwax, que vive en Kibera, pensó que podría ayudar con su música a las personas. «Es mi deber asegurarme de que todo el mundo sepa qué pasa y que haga lo que pueda para intentar protegerse. Tenemos que buscar nuestra propia solución», afirma.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          «Ahora el tiempo es vital», me contó Eggers, quien insiste en la necesidad urgente de adquirir más equipo protector y kits de laboratorio y de formar a los trabajadores sanitarios y crear instalaciones para el tratamiento y la cuarentena. «Los sistemas sanitarios más débiles se saturan más rápidamente y preveo que eso es lo que va a pasar aquí», afirmó.

          Las integrantes del coro de la Mamlaka Hill Chapel esperan para actuar durante una misa dominical retransmitida en directo el 29 de marzo en Ruaka, una ciudad a las afueras de Nairobi. Las misas se han restringido desde mediados de marzo.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          El músico y DJ Blinky Bill retransmite en directo «Gems Through the Cloud» desde el estudio que tiene en casa, cerca de Ngong Road, Nairobi.

          Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

          El 12 de marzo, tras la identificación del primer caso en Kenia, el gobierno estableció medidas radicales para ralentizar el contagio de la COVID-19. Cerró las fronteras y el espacio aéreo del país y más adelante impuso una prohibición de los desplazamientos dentro y fuera de Nairobi y en otras tres regiones «infectadas» del país durante tres semanas. Las instituciones gubernamentales y las empresas privadas han pedido a sus empleados que trabajen desde casa. También se ha impuesto un toque de queda desde el atardecer hasta el amanecer.

          En las cinco primeras noches del toque de queda, la policía mató a al menos siete keniatas, entre ellos Yasin Hussein Moyo, un chico de 13 años a quien dispararon en el abdomen cuando estaba en el balcón de su casa, en el barrio de Mathare, en Nairobi. En la ciudad portuaria de Mombasa, la policía disparó gas lacrimógeno a cientos de viajeros que intentaban llegar a un ferri y algunas publicaciones en redes sociales han mostrado imágenes de agentes golpeando a la gente con porras.

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            Carol Wanjohi, paramédica de Nairobi, espera para trasladar a un paciente con COVID-19 de un hotel a un hospital.

            Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

            «Nos ha horrorizado el uso excesivo de fuerza policial. Seguimos recibiendo testimonios de víctimas, testigos oculares y grabaciones donde aparecen agentes de policía atacando con regocijo a miembros del público en otras partes del país», declararon el 28 de marzo Amnistía Internacional Kenia y otros 19 grupos de defensa de los derechos humanos en un comunicado. Ante la indignación pública, el 1 de abril el presidente Uhuru Kenyatta ofreció disculpas «a todos los keniatas por los excesos que se cometieron».

            Hace poco visité al diseñador de moda David Avido en su casa de Kibera. Me contó que la ansiedad por la pandemia no le deja dormir por las noches. Para ayudar, ha empezado a fabricar mascarillas de colores. Su máquina de coser ronronea constantemente junto al traqueteo del tráfico y el comercio de la calle. Hasta la fecha, ha repartido más de 6000 mascarillas en Kibera y dice que aprovecha estas interacciones para aconsejar a la gente sobre cómo protegerse del virus.

            «Creo que todos merecemos las mismas oportunidades para protegernos, incluso los que no podemos permitirnos comprar una mascarilla o desinfectante», me contó Avido. «Todos somos responsables de los demás».

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              «¡Combatamos el coronavirus juntos!», insta un mural en un puesto de un callejón de Kibera, que al alba ya está lleno de gente. Es posible que aquí y en otros asentamientos informales densamente poblados de Nairobi no se pueda ganar la batalla.

              Fotografía de Nichole Sobecki, National Geographic

               

              Nichole Sobecki es fotógrafa colaboradora de National Geographic y se centra en el vínculo de la humanidad con el mundo natural. Nació en Nueva York, pero lleva ocho años viviendo en Nairobi. Síguela en Instagram y visita su página web.
              Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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