Durante la pandemia, las familias brasileñas solo tienen 10 minutos para despedirse de los difuntos

Brasil, el segundo país con más casos de coronavirus en el mundo, ha restringido los funerales.

Por Jill Langlois
fotografías de Gui Christ
Publicado 3 jun 2020, 15:15 CEST
Cementerio de Vila Formosa

Hay más de 1,5 millones de personas enterradas en el cementerio de Vila Formosa en São Paulo, considerado el más grande de Latinoamérica. Las tumbas más antiguas están a la derecha; las más recientes, a la izquierda.

Fotografía de Amanda Perobelli, Reuters

El olor punzante del gel desinfectante flotaba en el aire mientras los hombres del cementerio de Vila Formosa ponían a Manoel Joaquim da Silva en la tierra.

Una muerte provocada por un supuesto caso de COVID-19 se etiqueta como riesgo biológico y el D3 estampado sobre el papeleo del hombre de 79 años significaba que los sepultureros tenían que ponerse el equipo de protección individual —gruesos guantes de goma, una mascarilla N95 y un traje de plástico blanco con capucha— antes de la llegada del coche fúnebre.

Para su familia —como para muchas más de todo el mundo— significaba que solo contaba con 10 minutos para despedirse.

Desde una distancia segura, la familia de Diva Barbosa observa cómo los sepultureros del cementerio de Vila Formosa entierran a la mujer de 85 años, que falleció con un supuesto caso de COVID-19.

Fotografía de Gui Christ

Los dos hijos de Da Silva, protegidos con guantes y mascarillas, agarraban los lados del ataúd de madera mientras llevaban a su padre a su lugar de descanso final, sorteando los montículos de tierra dispuestos entre las hileras de tumbas abiertas. Su nieta los seguía aferrando con sus manos enguantadas una corona de flores rojas y blancas entregada en el último minuto, y su novio iba detrás.

Manoel trabajó en una cocina comercial hasta su jubilación. Cuando se dio cuenta de que la pensión no le daba para vivir, volvió a trabajar vendiendo billetes de lotería en las calles de la ciudad. Hablar con los clientes le alegraba el día, pero supo que tenía que cumplir el confinamiento cuando São Paulo declaró la cuarentena oficial, el 24 de marzo.

Una semana después, lo ingresaron en el hospital. Una semana después, lo enterraron; aún no han recibido los resultados de su test de coronavirus.

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    Un sepulturero exhuma los restos de un enterramiento anterior para preparar la tumba para otro.

    Fotografía de Gui Christ

    Un sepulturero limpia las tumbas del cementerio de Vila Formosa. Este abril, Vila Formosa, uno de los tres cementerios públicos de São Paulo, ha tenido el doble de entierros que el mismo mes del año pasado.

    Fotografía de Gui Christ

    No hubo velatorio para el padre que dejaba a tres hijos, ni funeral para que familiares y amigos se reunieran y compartieran historias: su amor por el trabajo, por los perros y los gatos, y por cantar clásicos de samba por la casa. Los velatorios brasileños pueden ser eventos largos, con un ataúd abierto y donde los asistentes besan al difunto.

    Envolvieron su cuerpo en plástico y cerraron su ataúd. Su mujer, con quien llevaba 60 años casado y que no se encontraba bien de salud, no pudo estar allí para despedirse por última vez y su hija se quedó en casa para cuidarla.

    Las cuatro personas que pudieron asistir observaron hombro con hombro cómo los hombres cubrían el ataúd a toda prisa.

    Cuando echaron la última palada de tierra, una pila entre las hileras de tumbas vacías a la espera de que las llenaran, el hijo pequeño de Manoel, Rodrigo Manoel da Silva, bajó la cabeza.

    «No tenía que ser así», susurró mientras otro coche fúnebre paraba junto a la Q56, la sección del cementerio donde habían enterrado a su padre. «Todos querían estar aquí. Deberían haber estado aquí. Él se merecía algo mejor».

    Desde la llegada del nuevo coronavirus a Brasil, los entierros han sido breves. Muchas de las víctimas de São Paulo, donde se concentran la mayor parte de los casos y las muertes del país, se envían al cementerio de Vila Formosa, considerado el más grande de Latinoamérica con una superficie 750 000 metros cuadrados. En este complejo fúnebre de dos partes fundado en mayo de 1949 descansan más de 1,5 millones de personas.

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      Los hijos de Manoel Joaquim da Silva transportan el ataúd sellado de su padre hasta la tumba. El hombre de 79 años falleció antes de tener los resultados del test de COVID-19.

      Fotografía de Gui Christ

      Vila Formosa, uno de los tres cementerios públicos de la ciudad, registró 1684 entierros este abril, casi el doble que en abril del año pasado. Sus empleados están saturados, ya que trabajan soterrando a los difuntos al mismo tiempo que cumplen con las regulaciones para mantener a los vivos a salvo. Casi un 60 por ciento de los sepultureros que trabajan para los servicios funerarios municipales tienen más de 60 años y les han dado la baja por el riesgo de contraer el coronavirus. La ciudad ha contratado a 220 trabajadores temporales a través de una empresa de terceros para poder gestionar todos los cuerpos.

      Brasil tiene la segunda mayor cantidad de casos de COVID-19 del mundo por detrás de Estados Unidos, con 514.849 casos confirmados y 29.314 fallecidos. Miles más, como Manoel, aguardaban los resultados de los test cuando murieron, solo para añadirlos al recuento mucho después de haber expirado. Con todo, a muchos jamás se les llegó a hacer la prueba y el motivo de la muerte se describe como insuficiencia respiratoria.

      Para las familias que dejan atrás, la pérdida es palpable. No solo sufren por sus seres queridos, sino también por la ausencia de los rituales de duelo tradicionales.

      Una despedida apresurada

      Gilberto Júlio se quitó la gorra y cerró los ojos. Eran últimas horas de la tarde y solo tenían unos minutos más con su abuela. Los sepultureros del cementerio de Vila Formosa terminaron el trabajo con prisas; sus manos enguantadas aferraban las cuerdas que envolvían el ataúd de Diva Barbosa mientras se acercaba al lugar de descanso final de la mujer de 85 años. Ya había llegado otro coche fúnebre, otra familia conmocionada y doliente. No querían que esperaran.

      Pocos de los cinco hijos, 13 nietos y 18 bisnietos y un tátaranieto de Diva pudieron asistir a su entierro. Solo se permitían 10 personas en el cementerio por cada persona, independientemente de si la muerte está vinculada al coronavirus o no. El resto se quedó en casa, sabiendo que pronto recibirían una llamada en la que alguien les describiría aquella despedida apresurada.

      Solo cuatro miembros de la familia de Manoel Joaquim da Silva pudieron asistir a su funeral. Debido a la pandemia de coronavirus, solo se permiten 10 personas en un entierro, aunque la muerte no esté relacionada con la COVID-19.

      Fotografía de Gui Christ

      Pero nadie puede describir los momentos finales de Diva. Acudió a una clínica local con disnea, pensando que se debía al asma, una enfermedad que la había afectado durante mucho tiempo, junto a la diabetes y la hipertensión. Dos semanas después, la trasladaron a un hospital cercano donde pasaría los dos próximos meses sedada e intubada, incapaz de hablar. Su familia no pudo ir a visitarla.

      El personal del hospital le hizo el test de la COVID-19 el día que llegó, pero algo salió mal y tuvieron que repetírselo. Cuando la enterraron, aún no habían recibido los resultados de su segundo test.

      Las lágrimas caían por las mejillas de su nieta, Tatiane Ferreira.

      Recuerda a su abuela como una mujer reservada pero fuerte, alguien que le enseñó a nunca depender de nadie salvo de sí misma. Diva se levantaba todos los días a las 4:30 de la mañana, lista para cuidar de su hogar, sus nietos y sus hijos, y de cualquiera que pasara a visitarla.

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        Wesley Reis usa su móvil para retransmitir el funeral de su tío, Givaldo Neri Reis, que murió con COVID-19, mientras el hermano de Givaldo, Ueliton Neri Reis, lee la Biblia.

        Fotografía de Gui Christ

        Tatiane y el resto de la familia se hicieron a un lado mientras un coche fúnebre aparcaba junto a ellos. Un hombre que aferraba una Biblia de cuero desgastada los esperaba con los otros seis miembros de la familia mientras cuatro trabajadores acababan de excavar la tumba de su hermano.

        Givaldo Neri Reis solo tenía 46 años cuando lo ingresaron en el hospital con lo que los médicos diagnosticaron inicialmente como neumonía. A los dos días de su estancia de 20 días en la UCI, se confirmó que tenía la COVID-19. No tenía enfermedades preexistentes, así que su familia estaba seguro de que la superaría.

        Sin embargo, ahora Ueliton Neri Reis leía un pasaje de la Biblia mientras enterraban a su hermano; la voz se le rompió mientras pronunciaba la palabra «Dios».

        Al mismo tiempo, Wesley Reis sostenía el teléfono frente a su rostro enmascarado para que el resto de la familia pudiera ver la sepultura de su tío en un vídeo en directo. La mayoría de los familiares, incluida la madre de Givaldo de 71 años, habían tenido que quedarse en casa.

        Los hombros de otro hombre empezaron a temblar mientras sollozaba. Ueliton siguió leyendo; su voz subía y bajaba mientras echaban la tierra sobre el ataúd a paladas generosas. Wesley intentó mantener el teléfono estable, pero le temblaban las manos. Pestañeó una y otra vez para deshacerse de las lágrimas. Quizá quería ver con claridad el entierro de su tío. Sabía que sería la última vez que lo vería.

        Otro coche fúnebre retrocedió junto a Wesley. Se le estaban agotando los 10 minutos.

        Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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          El primer entierro del día en el cementerio de Vila Formosa. Brasil tiene la segunda cifra de casos de COVID-19 más elevada del mundo, por detrás de Estados Unidos.

          Fotografía de Gui Christ

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