La COVID-19 complica el duelo para quienes reciben atención de larga duración

Aunque cada vez más personas están vacunadas, las repercusiones de la pandemia siguen presentes para los residentes de centros de atención sociosanitaria de larga duración y para sus seres queridos.

La imagen de Donna Arthur se refleja en un retrato enmarcado de sus padres y sus nueve hermanos en la pared de su habitación en el Centro de Salud y Rehabilitación Albuquerque Heights. «Me siento muy afortunada. Aquí podría haber sido muy diferente», afirma.

Fotografía de Isadora Kosofsky
Por ISADORA KOSOFSKY
Publicado 27 may 2021, 11:58 CEST

El año pasado, cuando el compañero de habitación de Kevin McCauley falleció de COVID-19, McCauley perdió a alguien a quien consideraba un hermano. Su hermana vivía a 2400 kilómetros del Centro de Salud y Rehabilitación Albuquerque Heights, así que amigos como Michael Lazarin eran las personas con quienes compartía vacaciones, pizza y conversaciones. Apartando la cortina de privacidad entre sus camas, se sentaban en sus sillas de ruedas y compartían historias sobre su trabajo como mecánicos en Lincoln Mercury y Ford, sus romances pasados y la pérdida de sus padres.

«Sabíamos más de las familias del otro de lo que nos gustaría saber», afirma McCauley, de 58 años.

Mientras veían las noticias de la pandemia en sus televisores, McCauley y Lazarin pensaron que el virus los «eludiría». Su centro de atención sociosanitaria a largo plazo tenía una cuarentena estricta. Durante los brotes, debían permanecer confinados en sus habitaciones durante periodos de dos semanas.

Kevin McCauley (58) examina uno de los muchos modelos de aviones en los que trabaja en el centro de rehabilitación. «Te guardas mucho dentro que no muestras en el exterior», afirma McCauley, que ha perdido a su compañero de habitación, Michael Lazarin, debido a la COVID-19. McCauley lleva dos años viviendo en un centro de atención a personas dependientes. «Aquí te sientes seguro y de repente se rompe tu sensación de seguridad y te das cuenta de que no existe tal cosa», dice sobre el virus.

Fotografía de Isadora Kosofsky

«Cierran esa puerta durante 24 horas y no nos está permitido salir. Eso es peor que la cárcel», afirma McCauley. «Pero tenían que hacerlo».

Según los datos del Departamento de Sanidad de Nuevo México, 55 residentes del centro contrajeron el virus y ocho fallecieron.

Desde la muerte de Lazarin, McCauley se lleva su dolor y una caja de herramientas llena de cigarrillos a un patio donde se reúne el «club de fumadores» varias veces al día. Juntos, recuerdan y lloran por su aislamiento, sus miedos, la pérdida de los placeres sencillos y la muerte de sus seres queridos.

La pérdida de un cónyuge 

Entre los que participan en el ritual del patio se encuentra Ronda Crew Dunham (54), que perdió a su marido por la COVID el 10 de mayo de 2020. Murió en un hospital de veteranos tras contraer el virus en otro centro de vivienda tutelada. Crew Dunham se había mudado a Albuquerque Heights en 2019 —pensando que sería temporal— para que la ayudaran a estabilizar sus convulsiones. El hijo de su marido no podía cuidar de su padre y lo ingresó en un centro de vivienda tutelada cercano. Dos veces a la semana, Frank Dunham era trasladado a Albuquerque Heights para visitar a su esposa. «Siempre nos prometimos que no dejaríamos que el otro muriera solo», dice sobre su marido. «Pero nadie vio venir a COVID».

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    Los objetos personales y las fotografías de Ronda Crew Dunham cuelgan de la pared de su habitación. Su marido, Frank Durham, falleció el 10 de mayo de 2020 tras contraer la COVID-19 en otro centro de atención de larga duración. «Todavía no he llorado», dice. «Tengo miedo de no poder parar si empiezo».

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    Dunham (54) besa un peluche que le había regalado su difunto marido Frank. Dunham todavía coge el teléfono para llamar a su marido, anhelando hablar con él durante horas, como hacían antes. «Nunca lo superaré», dice.

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    Crew Dunham aún no ha llorado su pérdida. Pero varias veces al día, aún coge el teléfono para llamar a Frank, anhelando hablar con él durante horas, como hacían antes. «Crees que después de 20 años no tendríamos nada de lo que hablar», cuenta. «No es verdad». 

    Aquellos que han perdido a seres queridos por la COVID-19, así como aquellos que han sufrido una muerte durante la pandemia, corren mayor riesgo de padecer «duelo prolongado» debido a la ausencia de rituales tradicionales, explica la Dra. M. Katherine Shear, directora del Centro de Duelo Complicado de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

    «Las circunstancias de las muertes siempre importan», afirma. «Perder a alguien es una de las cosas más estresantes que podemos vivir».

    Crew Dunham suele hablar sobre las circunstancias de la muerte de su marido. Si hubiera podido estar con su marido de 72 años cuando enfermó, quizá lo habría convencido para rechazar la orden de no reanimar de sus voluntades anticipadas. Descubrió que su marido había dado positivo en coronavirus poco después de ser ingresado en el hospital. Para cuando pudo hacer una videollamada con él, ya lo habían medicado y apenas respondía. Dos días después, falleció.

    Desde la muerte de su marido, Crew Dunham se ha reunido con los otros fumadores en el patio. «Aquí me siento segura», dice sobre el centro. «Somos una familia».

    John Olinger, un veterano de la Segunda Guerra Mundial de 95 años, rellena su botella de agua en su habitación en la unidad de atención de larga duración. «No tengo libertad para salir», afirma John. «A veces me cuesta respirar, creo que es la tensión». Se sintió solo hasta que conoció a los otros residentes gracias al grupo de fumadores reunidos en el patio.

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    Las palabras «Hola, papá. Te quiero» están escritas en la ventana de Olinger.

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    Conexiones en grupos de apoyo

    A John Olinger, un veterano de la Segunda Guerra Mundial de 95 años, le preocupaba que los trabajadores del centro trajeran el virus, rompiendo el refugio que les proporciona la reunión en el patio. «El grupo de fuera es de gran ayuda», dice. «Espero que no pase nada que lo interrumpa».

    Las familias aún no han vuelto a entrar en estas instalaciones. Siguiendo las directrices estatales y federales que sugieren visitas al aire libre, cada miembro de la familia tiene una visita mensual supervisada de una hora en el patio del ala de atención de larga duración. En el ala de atención a la memoria para personas con demencia y enfermedad de Alzheimer, las familias realizan visitas a través de una ventana durante media hora a la semana y una vez al mes en el patio. El Departamento de Servicios de Envejecimiento y Atención de Larga Duración de Nuevo México y el Departamento de Sanidad permiten que los centros determinen la frecuencia de las visitas. El 26 de abril, un residente de la unidad de cuidados a corto plazo dio positivo en la prueba del virus, por lo que se suspendieron temporalmente las visitas, pero ya se han reanudado.

    También se han reanudado actividades como el bingo, las manualidades y las fiestas de cumpleaños mensuales en grupos pequeños. Pero los residentes aún tienen prohibido salir del centro para comer con un amigo o para ir al súper.

    «Hace más de 400 días que no vemos el aparcamiento», dice McCauley.

    Adolph Gonzales, farmacéutico de la cadena estadounidense CVS, teclea en un ordenador mientras Gina Villano, también farmacéutica de CVS, prepara una vacuna de Moderna el primer día de vacunaciones en el Centro de Salud y Rehabilitación Albuquerque Heights, el 7 de enero de 2021. Sonya Davis, subdirectora de enfermería, acompaña a Carlota Urbina Guzmán.

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    Mary Yturralde (96) se desplaza en silla de ruedas por una sala común en la unidad de atención a la memoria el primer día de las vacunaciones.

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    Gina Villano, farmacéutica de CVS, se prepara para administrar la primera dosis de la vacuna de Moderna a Salvador Arvizu, un residente en la unidad de atención a la memoria.

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    Vacunas contra la COVID-19 

    Actualmente, el 50 por ciento de los 117 residentes de Albuquerque Heights y el 48 por ciento de los 136 trabajadores están vacunados.

    Cuando McCauley recibió la primera dosis de la vacuna de Moderna el 7 de enero, tuvo el síndrome de culpa del superviviente: estaba protegido contra el mismo virus que había matado a su compañero de habitación. Lazarin se había contagiado dos veces, pero McCauley nunca dio positivo.

    «Supuso un gran alivio», cuenta McCauley sobre la vacuna. «También hay culpa cuando tú sigues vivo y alguien a quien conoces está muerto por un virus determinado».

    Los estudios estiman que las consecuencias de la pandemia para la salud mental serán el triple que las repercusiones médicas, pero algunos estados todavía no han proporcionado pautas de apoyo emocional para operadores de atención de larga duración, señalan los expertos. Y las iniciativas para que la gente esté a salvo pueden ser perjudiciales para algunos.

    «El confinamiento de los residentes en sus habitaciones y las medidas de seguridad que se tomaron para mantener a las personas a salvo de la COVID podrían haber retraumatizado a las personas o incluso haberlas traumatizado de diferentes maneras, sobre todo por la faceta de aislamiento», dice la Dra. Nancy Kusmaul, profesora adjunta de trabajo social en la Universidad de Maryland, que se centra en la atención a largo plazo y la atención informada sobre traumas

    Lorenzo Ponce (61) está junto a la ventana del pasillo. Hace ocho meses, Lorenzo, adiestrador de caballos, se mudó al centro tras ser ingresado en el hospital. No podía volver al cuarto trastero donde dormía sin la atención que necesitaba. En el centro, pasa el rato haciendo ejercicio en su habitación, ayudando a los residentes y al personal, y participando en el «club de fumadores» del patio.

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    Donna Arthur (74), enfermera jubilada y pastora ordenada, está junto a su ventana con la mano en el cristal. Cuando Arthur tuvo que trasladarse a una residencia de atención de larga duración, su hija y su hermana buscaron una habitación con ventana en cada centro de enfermería especializada que visitaron. «Estar encerrada en tu habitación todo el tiempo es horrible», dijo Arthur. «Sabía que, al estar en el campo de la medicina, algún día acabaría en un lugar así», dijo la Sra. Arthur. «En enfermería, me di cuenta de que el grupo geriátrico tenía mucho que compartir, pero nadie tenía tiempo para escuchar». En los últimos meses, Arthur ha desarrollado un inicio de demencia.

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    «Estar encerrada en tu habitación todo el tiempo es horrible», dice Donna Arthur, una enfermera jubilada y pastora ordenada. «Siempre he sido una persona sociable». Cuando se siente deprimida, recurre a su fe, su sentido del humor y lo que ha aprendido durante su carrera como enfermera.

    «Cuando estoy triste, hablo con mi mejor amigo, Dios», cuenta Arthur, mientras contempla la sierra de Sandía tras su ventana. «En enfermería, me di cuenta de que el grupo geriátrico tenía mucho que compartir, pero nadie tenía tiempo para escuchar».

    Demencia y alzhéimer durante la pandemia de COVID

    Cuando Angie Burnside vio a su madre, Annie Burnside, tejiendo y deshaciendo su labor en el telar hace tres años, supo que algo no iba bien. Un día, Annie salió de su casa en Crownpoint, Nuevo México, una zona que forma parte de la Nación Navajo, y se adentró en el bosque. Sus hijos tardaron horas en localizarla. En abril de 2019, Annie, que solo habla el idioma navajo, fue trasladada a Laguna Rainbow, un centro de enfermería especializado para ancianos indígenas pueblo y navajo. Pero incluso allí siguió deambulando.

    En agosto de 2019, cuando encontraron a Annie caminando hacia el monte Taylor intentando encontrar su casa, las autoridades de Laguna Rainbow dijeron a los 11 hijos de Annie que no podían ser los «guardias de seguridad privados» de su madre. Así que la trasladaron a Albuquerque Heights, donde es la única residente con alzhéimer que habla navajo.

    Annie Burnside (89) pasea por el pasillo de la unidad de atención a la memoria.

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    Normalmente, Annie empuja su andador hacia una de las cinco puertas cerradas, intentando escapar para ir a su casa de Littlewater, Nuevo México, donde pasó años trabajando en un maizal, curtiendo pieles de animales y domando caballos. Algunas veces, cree que su marido, que falleció en 2014, vendrá a recogerla para que puedan bajar por la montaña hasta su propiedad en Crownpoint. Con las manos en la puerta, Annie empuja y empuja el cristal que la separa del patio y el aparcamiento.

    Antes de la llegada de la pandemia en marzo de 2020, los ancianos ya sufrían duelo cuando empezaban a recibir atención de larga duración. Algunos, como Annie Burnside, habían perdido a su cónyuge, su hogar, su comunidad, sus pertenencias y sus funciones intelectuales. Muchos habían perdido amigos, la movilidad y su dinero.

    La Dra. Kusmaul de la Universidad de Maryland y otros que estudian la atención de larga duración lo denominan «duelo desprotegido», un duelo oculto que las normas sociales no reconocen.

    «La cantidad de pérdida que hay en su situación inicial es enorme», dice. «Y después añades la pérdida, las pérdidas que se han producido durante el último año».

    Mucho antes del comienzo de las restricciones por la COVID-19, para protegerla e impedir que caminara por la autopista, Annie Burnside fue aislada de la vida que había llevado durante 87 años. Cuando se instauraron las restricciones, lo que ya parecía un confinamiento se convirtió en algo abrumador para aquellos con demencia y alzhéimer.

    «Es doloroso», dice Angie Burnside, la hija de Annie, sobre el hecho de que su madre esté separada de sus hijos. «Pero necesita mucha atención».

    En el patio, Dana Cox llora y abraza a su padre, Thomas «Dan» Langdon (79), por primera vez en 13 meses. «La COVID afectó gravemente a esta residencia», contó Cox, la hija mayor de Langdon. En noviembre, Langdon pasó tres semanas en la UCI tras contraer la COVID-19. «Con demencia, no perciben la gravedad de la situación. Así que no pueden mantener las medidas», afirma. Con el tiempo, Langdon también empezó a tener dificultades para recordar que Cox era su hija. «La incapacidad para visitarlo cada semana contribuyó a su mayor incapacidad para reconocerme», afirma.

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    Dana Cox observó un cambio en el humor y las funciones intelectuales de su padre durante las videollamadas semanales en las que su padre, Thomas «Dan» Langdon, veterano de Vietnam y exdetective de la oficina del sheriff, preguntaba por qué él y el resto de los residentes llevaban mascarilla.

    «Se daba cuenta de que pasaba algo. La atmósfera había cambiado. No era tan tranquila como antes», afirma Cox. Para agosto de 2020, su padre también empezó a tener dificultades para recordar que Cox era su hija.

    Barbara Mendez Campos, trabajadora social clínica titulada de la Memory Disorder Clinic de Orlando, Florida, señala que la reacción de Langdon es habitual. Durante el último año, ha advertido cambios en el humor y la motivación y un aumento de las crisis emocionales de sus clientes con demencia en 12 centros sanitarios. «A nivel conductual, mucha gente con amnesia suele imitar lo que ocurre», afirma Mendez Campos. «Vimos un aumento de la ansiedad. Vimos un aumento de la depresión. Vimos muchos delirios relacionados con trastornos de la memoria».

    Salvador Arvizu (81) está sentado junto a una puerta de cristal en la sala común de la unidad de atención a la memoria, mientras Alejandra Gamboa Duro, auxiliar de enfermería titulada, ajusta la camisa de Barbara Taylor, a la izquierda.

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    El Dr. David Bullard, psicólogo clínico de San Francisco que se especializa en traumas y en la memoria, afirma que incluso cuando el cerebro falla, el trauma vive en el sistema nervioso sin un recuerdo mental asociado: «Solo porque no te acuerdes no quiere decir que no te afecte», afirma.

    Casi todos los residentes de la unidad de demencia y alzhéimer de Albuquerque Heights contrajeron la COVID-19. Hacer que se acordaran de llevar mascarillas, mantener la distancia social y permanecer en sus habitaciones supuso un reto.

    El marido de Annette Arvizu, Salvador Arvizu, fue uno de los contagiados. Tener que visitarlo a través de un cristal fue desgarrador. En una de las visitas, cuando Salvador estaba en el ala de aislamiento COVID-19, Annette sacó una foto de su cara con el móvil, pensando que sería la última vez que vería a su marido, con quien había estado casada cuatro décadas.

    «Ahí es cuando me derrumbé», cuenta.

    Arvizu coloca el oso de peluche que le regaló su mujer el día de San Valentín en la cama en la unidad de atención a la memoria. Arvizu, nacido en Chihuahua, México, en 1940, llegó a Estados Unidos en 1970 como turista; sus amigos lo convencieron para quedarse en Albuquerque. Allí conoció a Annette, su mujer con quien ha estado 43 años casado, gracias a unos amigos. Annette no hablaba español y Salvador no hablaba inglés, pero consiguieron comunicarse.

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    Annette Arvizu (70) se sienta en el coche y llora tras visitar a su marido, Salvador Arvizu, que vive en la unidad de atención a la memoria. Salvador y Annette tomaron un café que Annette trajo para acompañar el menudo que comieron durante su visita. «Quiero estar con él», dice Annette. «He llorado mucho porque [estar] sin él es muy difícil».

    Fotografía de Isadora Kosofsky

    Salvador Arvizu, que trabajó en la industria láctea durante la mayor parte de su vida, fue trasladado a un centro de atención de larga duración en 2019 cuando apuñaló a Annette durante su reunión semanal del viernes noche. Annette recuerda que observó un declive gradual en la memoria de Salvador a lo largo de la última década, pero nunca había mostrado indicios de violencia. Annette temía por la seguridad de su marido y de quienes lo rodeaban. «Era un hombre amable, gentil y cariñoso, y de repente está en tierra de nadie».

    Tras trasladar a su marido a un centro de atención de larga duración, Annette pasó todos los días desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde ayudando a Salvador a ducharse y vestirse y animándolo para que comiera. Eso acabó con la llegada de la pandemia en marzo de 2020.

    «No es solo traumático para ellos. Es traumático para toda la familia», dice sobre el último año. «Está ahí y de repente, después de 43 años, ya no está».

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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