La tala corrompe estas islas, pero una aldea la combate con éxito

Las Islas Salomón están siendo despojadas por empresas madereras extranjeras que, en algunos casos, actúan de forma ilegal. Una comunidad ha tomado medidas para preservar su futuro.

Por John Beck
fotografías de Monique Jaques
Publicado 9 ene 2020, 14:54 CET
Campamento de Gallego
Un camino forestal conduce hasta el campamento principal de Gallego, una empresa maderera que se ha visto obligada a cesar su actividad gracias a la comunidad local.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic
Reportaje producido en colaboración con el Pulitzer Center.

A mediados de febrero de 2018, los aldeanos de la comunidad de Marasa, en las Islas Salomón, advirtieron que los ríos estaban volviéndose rojos. La estación lluviosa tocaba a su fin y los chaparrones caían sobre la cordillera forestada, que se elevaba desde la costa y separaba Marasa del resto de la isla de Guadalcanal. Las aguas enseguida adoptaron un intenso color óxido que todos reconocieron como la tierra que empezaba a partir de los 200 metros de altura, pero que nunca se había disuelto ni llegado hasta el mar hasta entonces.

Poco después, los ríos se desbordaron e inundaron las llanuras donde crecían los cocoteros, los mangos y los ñames, disponiendo una capa de arcilla impermeable que volvió la tierra inútil.

Philip Manakako camina por el bosque cerca de su aldea, Marasa. Él ha sido fundamental para presionar a Gallego —la empresa maderera que está despojando el bosque que hay sobre su aldea— para que se marche.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Los aldeanos caminaron hasta las limitadas franjas con cobertura telefónica y llamaron a Philip Manakako, un hijo de Marasa que vivía a 48 kilómetros al otro lado de las montañas, en Honiara, la capital. Su padre, Philip Senior, le contó que ya no quedaban peces en los ríos. Su tío le dijo que el agua estaba haciendo que los niños enfermaran. Una mujer que vivía no muy lejos le explicó que sus plantas habían muerto tres días después de las inundaciones y que la tierra de alrededor olía a gasolina.

En la cordillera, la empresa maderera malaya Gallego Resources había empezado a cortar grandes franjas del bosque. Sus hombres estaban talando los altos kwila de corteza gris y los akwa llenos de fruta, y estaban arrastrándolos ladera abajo para exportarlos, por lo que no había nada que impidiera que las lluvias se llevaran por delante la capa superficial.

Manakako se sintió herido cuando se enteró. Las montañas habían permanecido intactas y abundantes, cubiertas de árboles que, de niño, creía que llevaban allí desde la creación. Por aquel entonces, sus primos y él seguían los arroyos colina arriba por las tardes durante horas y volvían con kilos y kilos de gambas para la cena.

El pueblo de Marasa sabía qué ocurriría ahora. Los bosques de los que dependían para encontrar comida, agua y madera serían destruidos. Sin los árboles tendrían que comer el arroz importado y construir sus casas con madera almacenada comprada con las ínfimas sumas que pagaban las empresas madereras a las comunidades por cada cargamento exportado. Quizá los adolescentes aceptaran trabajos peligrosos y las mujeres jóvenes se vieran coaccionadas a contraer matrimonios abusivos y temporales con trabajadores extranjeros. Es probable que también se produjera un repunte del alcoholismo y con él, de la violencia. «La vida», como muchos de los parientes de Manakako la describían, se terminaría.

Lo sabían porque ya había pasado en la mayor parte de la costa de Guadalcanal y en muchas partes más del archipiélago desde que comenzó la tala, poco después de independizarse del Reino Unido en 1978. Según Global Witness, las empresas extranjeras —la mayoría chinas y malayas— superan 19 veces la tasa sostenible de tala, lo que convierte a las Islas Salomón en el segundo mayor proveedor de leña tropical a China.

En busca de un salvador

Si sobrevolaras el archipiélago, verías los daños desde el aire: tramos despejados en medio del manto de verde unidos por una red de caminos de tierra. A lo largo de la costa están los aguaderos, rampas de fango donde se cargan los árboles en barcazas y se remolcan hasta los buques de carga.

Troncos apilados en una playa, abandonados aquí por una empresa maderera. Mover troncos individuales y equipo suele ser caro, así que las empresas los abandonan.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

La gente de Marasa había llamado a Manakako porque él entendía la tala y, tras haber pasado dos años en la oficina local de Transparencia Internacional, también entendía la burocracia de las Islas Salomón. Si alguien podía salvar el bosque de Gallego, ese alguien era él.

Actualmente, Manakako tiene 31 años y trabaja en la rama anticorrupción de la oficina del primer ministro. Tiene rastas en el pelo, que lleva afeitado a los lados, y en su tiempo libre prefiere llevar sudaderas deportivas americanas. Cuando vuelve a Marasa llama la atención, pero sigue estando orgulloso de sus raíces y su tribu. A menudo, habla de las leyendas locales, trae fruta de la aldea a su mujer y sus dos hijos y mastica la nuez de areca, un estimulante tradicional (aunque solo los fines de semana).

«Aún conservo el espíritu guerrero», afirma desde su mesa en Honiara. «Estoy luchando de forma diferente por mi tierra y tomando las decisiones adecuadas por mi gente».

Uno de los 19 contenedores de kwila —una madera dura de crecimiento lento— incautado por el Departamento de Aduanas de las Islas Salomón. El cargamento se había catalogado como kwila molida, que tiene muchos menos impuestos a la exportación y menos valor en el extranjero que la kwila entera.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Cuando Gallego llegó en febrero, Manakako estaba sin trabajo tras haber finalizado un posgrado en Fiji. Enseguida dedicó su tiempo libre a investigar a la empresa.

La madera es la principal exportación de las Islas Salomón y existe un proceso establecido por ley para conceder licencias de tala. La corrupción endémica permite que las empresas sorteen casi todo este proceso. Con una economía poco desarrollada que ofrece pocas fuentes de ingresos, muchos residentes aceptan el poco dinero que les llegue. Si no lo hacen, a veces se envían barcos patrulla de la policía para amenazar o detener a la oposición.

Esto ocurre de forma descarada. El año pasado, Tabilo Timber comenzó a operar cerca de un afluente de la principal fuente de agua de Honiara y no tardó mucho en contaminarlo con tanto cieno que tuvieron que cortarse las fuentes principales después de cada aguacero.

«Cuando se pone feo, decimos que parece Milo [una bebida de chocolate y malta]», explicó Ray Andresen, gestor estratégico de aguas, una mañana de septiembre en una estación de bombeo sobre la capital. Aquella semana había sido relativamente seca, por lo que el arroyo solo tenía un color blanquecino que la cloración volvía potable.

Los caminos forestales son una de las muchas formas en que las empresas madereras están estropeando las islas, que ahora tienen más de 12 500 kilómetros de carreteras como estas. Las nuevas carreteras amenazan con degradar y destruir los hábitats sensibles.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Ocho kilómetros bosque más adentro, se unían dos arroyos y fluían colina abajo. El agua de uno era transparente. El otro, que procedía de un lugar cercano al emplazamiento de Tabilo, tenía ese mismo color lechoso. Ian Gooden, gestor general de aguas de las Islas Salomón, explica que la culpabilidad obvia no había facilitado detener a la empresa. Gooden había puesto al corriente —en vano— a varias ramas del gobierno de que se estaba violando la ley.

Su voz sonaba débil y cansada, algo habitual entre quienes intentan proteger los bosques del país. Ruth Liloqula, directora ejecutiva de Transparency Solomons y exjefa de Manakako, afirma que la corrupción ha hecho que los ministros del gobierno y el poder judicial se alineen con las empresas. Ni siquiera pudo impedir que su propia comunidad se viera devastada.

«Es un caso perdido», dice mientras suspira hacia el final de otra jornada en su oficina de Honiara. «Porque no hay forma alguna de ayudar a nadie».

La batalla

Para el ciudadano medio de las Islas Salomón, el proceso legal para proteger la tierra es extremadamente complejo y caro. Esto es más cierto en zonas remotas y la mayor parte de las Islas Salomón es remota. Marasa, que consta de cinco casas tradicionales y una iglesia, es una entre un cúmulo de aldeas no muy lejos de una playa de roca negra a la que solo 1600 kilómetros de mar y vientos alisios separan de Queensland, Australia. Pese a su proximidad a la capital, el gobierno es prácticamente invisible.

Antaño, había una carretera que se adentraba 11 kilómetros, un servicio de ferri y un aeródromo del que salía un vuelo semanal. Todo eso llegó a su fin durante la violencia étnica que comenzó en 1998, cuando Manakako recuerda haberse escondido en el bosque mientras la policía disparaba con ametralladoras hacia las colinas y que los militantes habían decapitado a un grupo de hombres en la playa.

Phillip Manakako Sr. lleva su barco hacia Marasa. Debido a la ausencia de carreteras, la aldea solo es accesible en barco.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Ahora solo quedan los barcos de fibra de plátano que zarpan a 64 kilómetros al noroeste desde una playa cerca del final de la carretera a Honiara por las mañanas cuando el tiempo lo permite. El combustible es caro, así que la gente se sube hasta que las bordas están a pocos centímetros de las olas y se mecen en la marea, siguiendo la costa empinada con sus aguaderos y tramos de bosque agotado.

Pese a toda la experiencia de Manakako, descubrir cómo operaba Gallego no fue tarea fácil. En varios edificios gubernamentales, los funcionarios con quien pidió hablar estaban tomándose descansos para comer perpetuos, reunidos o simplemente se negaban a recibirlo. Esperó horas en el Ministerio de Silvicultura, negándose a marcharse hasta que le dieran los papeles que quería. (El Ministerio de Silvicultura no ha respondido a ninguna de nuestras varias peticiones de declaraciones al respecto.)

Al parecer, Gallego operaba con una licencia concedida en 2015 para una zona colindante. Se habían ignorado las consultas locales, los informes de impacto medioambiental y las inspecciones in situ que se exigían. También estaban violando la normativa por operar cerca de afluentes y habían ofrecido a una aldea un tanque de agua vacío a modo de compensación por los daños causados.

Con esta información, Manakako presentó apelaciones y solicitó comunicaciones de cese de actividad. Cada fin de semana, encontró espacio en el barco para volver a Marasa. Para que su plan funcionara, necesitaba que la comunidad lo respaldara y algunos aún se sentían tentados por el dinero de la tala.

Los lugareños que trabajan para otra empresa maderera que no es Gallego son transportados montaña arriba hacia el campamento.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Normalmente, ponía al corriente a los ancianos después de arrodillarse con ellos en alfombras de palma en la pequeña iglesia de la aldea, con su altar de flores en cubiertas de proyectiles de la II Guerra Mundial y su campana hecha con un estanque de buceo. A nivel cultural, era difícil que un hombre joven liderase de esta manera, sobre todo para contradecir a quienes aprobaban a Gallego, pero charló y masticó nuez de areca con ellos hasta que los persuadió.

Con todo, Manakako tuvo que calmar a los «chicos», los jóvenes desafiantes, y también a los hombres que habían luchado en las tensiones étnicas y que habían salido de la cárcel hacía poco. Algunos estaban a favor de atacar el campamento de Gallego y quemar la maquinaria, y ya habían discutido con los empleados de la empresa y robado algunas motosierras.

«Controlamos a las personas que eran exmilitantes», afirma Manakako. «Entendieron que tenía que hacerse de forma legal».

Creó una red de informantes, de mujeres de mediana edad a jóvenes fumadores de marihuana, para descubrir qué ocurría en la cordillera. John Selwyn, un viejo amigo de una aldea de la montaña donde varias personas trabajaban como guardas de seguridad para Gallego, fue de gran importancia. Querían que la empresa estuviera allí, independientemente del daño que causara.

Lilisiana es una aldea que tiene dificultades por el aumento del nivel del mar. Está cerca de la capital municipal de Auki, en la isla de Maliata. Los residentes tenían que elegir si querían trasladarse tierra adentro, pero es una decisión difícil.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

Selwyn contó las barcazas cargadas que salían del aguadero. Tomaba nota de los lugares donde talaba Gallego, cuándo estaban más ajetreados, cuándo llegaban sus cargamentos de combustible y cuándo uno de ellos se filtraba a un arroyo. También estuvo presente cuando Manakako acudió a una reunión que incluyó a representantes de la empresa en la que les dijo que lo que hacían era ilegal y que iba a detenerlos. Los hombres de la empresa se rieron de él.

Manakako siguió trabajando y caminó de una aldea a otra para recoger firmas y huellas del pulgar para una petición de 795 nombres.

En Honiara, escribió un artículo instando a que se investigara a Gallego. También escribió cartas y se reunió con líderes empresariales. Cuenta que intentaron comprarlo y le ofrecieron sumas enormes para un hombre sin trabajo y una familia a la que alimentar.

Manakako se les adelantó y documentó todo en una valiosa colección de documentos, pantallazos de Facebook y correos electrónicos. «Tenía todos mis planes maquiavélicos», bromea. «Grabé todas las reuniones que tuve con ellos».

Finalmente, el Ministerio del Medio Ambiente emitió un comunicado de cese de actividad en agosto de 2018. Pero Gallego siguió talando. Emitió otro unas semanas después, que al principio también ignoraron. Pero hacia finales de año, aumentó la presión a la que estaba sometida la empresa. Al final, Gallego paró y retiró definitivamente su maquinaria y a sus trabajadores. La empresa no ha respondido a nuestras preguntas sobre por qué se marchó.

Una curación lenta

A finales de septiembre de 2019, Manakako emprendió otro viaje de fin de semana a su aldea natal, zarpando sobre las cinco y media en el barco de su padre y sumándose a media docena de embarcaciones dispuestas bajo la luz azul del alba. Cuatro horas después, estaba ayudando a descargar el cargamento en la desembocadura de un río que, según Philip Senior, aún era mucho menos profundo debido al cieno de la tala. Algunos pececillos formaban bancos en las aguas turbias y salían disparados cuando sentían pisadas acercándose.

La conservacionista Mary Osirii recoge flores. Las mujeres de la aldea de Igwa se ofrecen voluntarias para vigilar la empresa maderera Ngu Brothers para garantizar que solo talen donde pueden.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic

En la aldea, Manakako saludó a amigos, primos y tíos. Todos parecían contentos con lo que había logrado.

Pero Esmi Mazini, la mujer que lo había llamado para contarle que sus plantas habían muerto tras las inundaciones, dijo que al igual que el río, es posible que los terrenos agrícolas tarden años en recuperarse.

«Es muy triste», contó. «Llevamos años cultivando este jardín. Y ahora tenemos que abandonarlo».

Los hombres de la zona que trabajaban con Gallego dicen que la comunidad muestra frialdad hacia ellos. En la aldea de Selwyn, se ha hablado de traer a otra empresa a la zona. Los aldeanos de Marasa temen las consecuencias que tendría la tala si eso pasara.

«Se pelea y se bebe a diario», dijo Selwyn. «Consiguen dinero y lo usan solo para comprar alcohol».

El domingo después de misa, Manakako y Selwyn subieron hasta el emplazamiento de Gallego por primera vez desde que se marchó. Manakako preveía que quedarían pocos rastros de la actividad. En una tierra tan fértil y bien irrigada, la selva vuelve a crecer deprisa.

Escalaron raudos y contentos, siguiendo un sendero serpenteante del bosque que Gallego habría talado hasta llegar al mar. Manakako señaló un kwila alto y recto y un akwa en flor, la madera que se emplea para fabricar arcos, flechas, lanzas y canoas. Habló de los espíritus que cree que guían a casa a los niños perdidos.

«Cuando estoy aquí siento que están conmigo», afirmó.

La tierra enseguida se tiñó de rojo y a unos 200 metros de altura, el bosque dio paso a un camino forestal y a tocones serrados. Allí, la vegetación superficial había desaparecido por completo en algunos lugares y había quedado reducida a roca blanca manchada de gasolina. La tierra aún luchaba por recuperarse de este tipo de heridas.

«Aún tiene el mismo aspecto», dijo Manakako con seriedad, como si sintiera que su rara victoria se había visto ligeramente menoscabada. «Ha pasado un año y aún está muy dañado».

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

Una mujer camina por un punto de tala usado por la empresa Apex en el extremo oriental de la isla de Guadalcanal. Los puntos de tala como estos son fundamentales para mover los troncos hasta los barcos y sacarlos del país.
Fotografía de Monique Jaques, National Geographic
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