Por qué los niños necesitan sus propios ensayos de vacunas anti-COVID-19

Ya han empezado los ensayos de vacunas en adolescentes. Los niños pequeños serán los siguientes. ¿Por qué esperan los fabricantes de vacunas para estudiar a estos grupos?

Por Sarah Elizabeth Richards
Publicado 22 feb 2021, 11:32 CET

En la década de 1950, más de 1,8 millones de niños participaron en los ensayos para una vacuna antipoliomielítica desarrollada por Jonas Salk (en la foto).

Fotografía de PhotoQuest, Getty Images

En enero, Megan Egbert vio una publicación en su Facebook que decía que Moderna, el fabricante de vacunas anti-COVID-19, estaba seleccionando a voluntarios para un ensayo clínico en adolescentes. Enseguida pensó en sus dos hijas, de 14 y 12 años.

Como la mayoría de las adolescentes, las niñas habían pasado un mal año debido a las clases remotas y las actividades perdidas. Egbert, bibliotecaria de Boise, Idaho, esperaba que participar en el ensayo clínico fuera una forma de que sus hijas accedieran a la vacuna, cuyo uso solo se ha autorizado en adultos, por ahora. (La vacuna de Moderna se ha aprobado para personas de más de 18 años; el límite de edad para la otra vacuna autorizada en Estados Unidos, de Pfizer-BioNTech, es 16 años.)

Sus hijas eran más altas que la mayoría de los adultos, así que no pensaba que corrieran riesgo por recibir la dosis normal de los ensayos. Las niñas accedieron enseguida; semanas después, recibieron su primera dosis, con una probabilidad de dos sobre tres de que fuera la vacuna real y no el placebo.

Egbert cuenta que un canal de televisión local entrevistó a las hermanas, que se habían convertido en «pequeñas celebridades» en el colegio por participar en los ensayos. Al día siguiente, leyó el artículo en Facebook y encontró cientos de comentarios. Aunque algunos las alababan por ser «unas jóvenes valientes», otros cuestionaban la decisión de sus padres.

«La gente decía que estábamos utilizando a nuestras hijas como cobayas», afirma Egbert. «Dicen que no es para adolescentes hasta que se haya probado». Pero esto pone de relieve un dilema de la medicina pediátrica: ¿cómo pueden saber los científicos que las vacunas son seguras para los niños si no las prueban en niños? Y si los niños pueden beneficiarse de la vacuna y desempeñar un papel importante en el establecimiento de la inmunidad de grupo, ¿por qué han esperado las empresas farmacéuticas para estudiarlos?

Sistemas inmunitarios diferentes

La Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) exige que las nuevas vacunas se estudien de forma independiente en niños. Los sistemas inmunitarios de los niños todavía están madurando y son impredecibles, así que pueden reaccionar al coronavirus de forma distinta o presentar efectos secundarios que no ocurren en adultos.

«Podrían responder mejor o peor», afirma James Campbell, profesor de pediatría del Centro de Desarrollo de Vacunas y Salud Global de la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland. «Hasta que se realice el estudio con la vacuna, no se sabrá qué va a pasar».

Científicos rusos visitan Estados Unidos y observan cómo Jonas Salk administra una dosis de su vacuna antipoliomielítica a Paul Anolik, de 9 años, en Pittsburgh, en enero de 1956.

Fotografía de Bettmann, Getty Images

A pesar de las percepciones iniciales de que los niños no se han visto muy afectados por la pandemia, los datos acumulados revelan una historia diferente. A 11 de febrero, hasta el 2,3 por ciento de los más de tres millones de niños que dieron positivo en COVID-19 en Estados Unidos habían sido hospitalizados y al menos 241 niños habían fallecido.

Aunque la vacunación puede proteger a los niños de contraer —y propagar— la COVID-19, los pediatras también esperan que prevenga una enfermedad peligrosa y rara conocida como síndrome inflamatorio multisistémico infantil, que se ha documentado en pacientes de coronavirus. La enfermedad puede provocar inflamación en varias partes del cuerpo, como el corazón, los pulmones y el cerebro.

«Veo estas afecciones inflamatorias constantemente en el hospital y me preocupan», afirma Joseph Domachowske, profesor de pediatría de la Upstate University de la Universidad del Estado de Nueva York en Syracuse. «Si podemos prevenir la aparición de la propia infección, podemos prevenir las consecuencias posinfección».

El otoño pasado, la influyente Academia de Pediatras Estadounidense reclamó que se incluyera a los niños en los ensayos de vacunas anti-COVID-19 y muchos padres esperan con ansias que las vacunas estén disponibles antes del comienzo del año escolar.

Ya han comenzado varios ensayos de vacunas anti-COVID-19 en adolescentes. Pfizer-BioNTech está probando su vacuna en 2259 niños de entre 12 y 15 años. Moderna ha seleccionado a 3000 participantes de entre 12 y 17 años, y Johnson & Johnson ha dicho que pondrá en marcha un ensayo similar si su candidata recibe la autorización de emergencia de la FDA.

Los datos iniciales de las vacunas en grupos de adolescentes podrían hacerse públicos este mismo verano. Los datos en niños más pequeños podrían estar disponibles el año que viene. Una vez cuenten con los datos, las empresas realizarán más ensayos con niños de hasta seis meses.

Los resultados en adultos como base

A pesar de la urgencia, Campbell dice que este enfoque escalonado es prudente para las vacunas anti-COVID-19, ya que los niños no figuran en el grupo de máximo riesgo. Un reciente estudio islandés en 40 000 personas descubrió que los niños de menos de 15 años tenían la mitad de probabilidades que los adultos de contraer y propagar el coronavirus.

La denominada «desescalada por edades» es una estrategia habitual en el desarrollo de fármacos, sobre todo cuando una enfermedad es más grave en adultos, según Campbell. Por ejemplo, Campbell está estudiando una vacuna antigripal universal que se probó primero en adultos y que dio resultados prometedores. Ahora está empezando los ensayos con niños en tres grupos de edades escalonados para comparar los efectos secundarios, la dosificación y las respuestas inmunitarias.

Una ventaja de estudiar a los adolescentes inmediatamente después de los adultos es que los investigadores pueden basarse en el historial de los voluntarios adultos. Durante el proceso de revisión de la FDA de la vacuna de Pfizer-BioNTech en diciembre, la agencia analizó datos de 21 720 personas que habían recibido la vacuna en el estudio en fase III. Los datos demostraron claramente que la vacuna tiene una eficacia del 94 por ciento en la prevención de la COVID-19.

«No necesitamos más datos de eficacia», afirma Robert Frenck, director del Centro de Investigación de Vacunas del Hospital Infantil de Cincinnati, que también es el investigador principal del ensayo de la vacuna de Pfizer-BioNTech. «Sabemos que es del 94 por ciento. Creemos que la respuesta inmunitaria se traducirá».

Por eso los investigadores están estudiando a una cantidad mucho más pequeña de adolescentes para evaluar la seguridad de las vacunas y validar los resultados en adultos. El concepto se denomina puente inmunológico: como conocen la eficacia de la vacuna en ensayos con adultos, solo tienen que evaluar si los adolescentes que han recibido la vacuna también producen anticuerpos que los protejan de futuras infecciones de COVID-19.

También es lógico probarla primero en adolescentes, ya que son más propensos a infectarse que los niños más pequeños. En una revisión de casos pediátricos de COVID-19, los niños de entre 12 y 17 años representaban el 63 por ciento de los casos, mientras que los niños de cinco a 11 años solo representaban el 37 por ciento.

Domachowske, que supervisa los ensayos pediátricos de Pfizer-BioNTech en la Upstate University, explica que como los sistemas inmunitarios de los niños se desarrollan con el paso del tiempo, se necesitará una nueva estrategia para evaluar las vacunas anti-COVID-19 en niños más pequeños, para comprobar si necesitan una dosificación o formulación diferentes.

«Los niños no son adultos pequeños», afirma. Aunque los niños alcanzan niveles de inmunidad similares a los de los adultos a los seis años, ese ritmo difiere de un niño a otro según la genética y el entorno.

En el ensayo de Pfizer-BioNTech con niños de entre cinco y 11 años, que podría comenzar en marzo, dichos participantes empezarán con una dosis inferior a la que se administra actualmente a adultos y adolescentes. «Es solo para comprobar los efectos secundarios y demostrar que tienen una respuesta inmunitaria protectora», afirma Domachowske. «Después, si es necesario, probamos la siguiente dosis más alta para comprobar si es aceptable y determinar si la vacuna tiene un perfil de seguridad y eficacia similar al de los adultos».

Las próximas fases incluirán a niños de solo dos años y después bebés de solo seis meses. Según los resultados, los fabricantes de vacunas podrían acabar produciendo una dosis diferente para niños pequeños.

Domachowske dijo que los pediatras suelen administrar la mitad de la dosis de una vacuna antigripal normal a los niños de entre seis meses y tres años por exceso de precaución, pero recientemente han empezado a administrar la dosis total cuando nuevos datos demostraron que la cantidad entera se toleraba igual de bien e incluso suscitaba una producción de anticuerpos igual o mejor.

La historia de la investigación en niños

Este enfoque minucioso de la investigación pediátrica es un contraste agradecido frente al periodo de entre principios del siglo XX y los años setenta, cuando algunos niños fueron víctimas de malos tratos en nombre del progreso médico, afirma Douglas Diekema, director de educación del Centro Treuman Katz de Bioética Pediátrica en el Hospital Infantil de Seattle.

«Poca gente sabe lo que les pasó a los niños en instituciones que realizaron investigaciones atroces», afirma.

Estos son algunos ejemplos impactantes: en 1949, alimentaron a decenas de niños de la ya clausurada Escuela Estatal de Fernald, en Massachusetts, con gachas de avena mezcladas con trazadores radiactivos como parte de un experimento para comprobar cómo viajaban los nutrientes por el cuerpo. En 1956, en la Escuela Estatal de Willowbrook, un hogar para niños con discapacidades cognitivas en Staten Island, Nueva York, comenzó otro estudio que duró 14 años. Allí, inocularon a niños sanos con virus de la hepatitis vivos sacados de muestras de heces de niños enfermos para comprobar si enfermarían.

Tras las reformas generalizadas de los años setenta, toda la investigación en sujetos humanos debía ser aprobada por la junta de revisión institucional de un hospital. Además, los niños estaban protegidos específicamente conforme a la legislación creada en 1983, añade Liza-Maria Johnson, directora del Comité de Ética Hospitalaria del Hospital Infantil de Investigación St. Jude en Memphis, Tennessee.

«Algunas personas se han preguntado por qué los niños no han participado antes en ensayos de COVID-19, pero el objetivo de estas normas es proteger a los niños de riesgos innecesarios», afirma Johnson. Por ejemplo, solo inscribían a niños cuando había datos suficientes sobre la seguridad de las vacunas en adultos. «La investigación se abre a menores cuando un ensayo es de bajo riesgo y ofrece posibles efectos beneficiosos».

Sin embargo, los investigadores tienen dificultades para convencer a sus padres de que inscriban a sus hijos en ensayos pediátricos. La participación está directamente relacionada con lo enfermo que está un niño. «Los padres están extremadamente motivados para participar si su hijo padece una enfermedad rara», afirma Erica Denhoff, directora de programas de educación de los Centros Institucionales de Investigación Clínica y de Transferencia del Hospital Infantil de Boston. «A menudo, este fármaco podría ser la única esperanza para que su hijo sobreviva o tenga la oportunidad de llevar una vida normal».

Conseguir que los niños participen en ensayos es mucho más complejo si no corren peligro inmediato y la participación exige citas y supervisión frecuentes. Explica que los padres son más propensos a renunciar si un estudio tiene horas rígidas o si el cuidado de los niños o el transporte suponen un inconveniente.

Además, unirse a los ensayos de vacunas anti-COVID-19 exige un compromiso considerable. Egbert dice que para el estudio de Moderna sus hijas tuvieron que acceder a mantener diarios de síntomas durante una semana tras recibir ambas dosis, asistir a citas telemáticas regulares y someterse a cuatro pruebas de coronavirus y cuatro extracciones de sangre a lo largo de 13 meses. «Les dije que esto era como un trabajo», dice, añadiendo que Moderna compensará a cada una con 1600 dólares pagados en incrementos siempre y cuando no abandonen el ensayo.

La sensación de altruismo

La forma más eficaz de inscribir y mantener a los participantes en los estudios es ayudarlos a establecer un vínculo emocional con el propósito del ensayo, señala Tricia Barrett, vicepresidenta y consejera delegada de Praxis Communications, una empresa de selección de participantes de ensayos clínicos.

«Hay una gran sensación de altruismo. Los padres piensan que no solo ayudan a sus hijos, sino a los demás», afirma. «Y ayudamos a que los niños sientan que forman parte de algo bueno».

Bob McDonnell es uno de los casi dos millones de legendarios «pioneros de la polio», cuya participación en los ensayos de Salk contribuyó a detener la propagación de la enfermedad paralizante. A los nueve años, no tuvo voz ni voto en su participación. Pero como jubilado de 76 años en Loveland, Colorado, con el paso del tiempo ha estado cada vez más agradecido por el papel que desempeñó. «Ahora estoy contento de haber formado parte de algo por el bien de la humanidad», afirma.

Charles y Lara Mashek, de Oklahoma City, también se plantearon las repercusiones prácticas y magnánimas cuando apuntaron a sus hijas de 14 y 12 años en el ensayo de Moderna en el Lynn Health Science Institute. Los dos son médicos y ya se habían vacunado contra la COVID-19, así que estaban deseosos de que sus hijas pudieran recibir la vacuna. «Creemos en las vacunas y vemos el valor de las pruebas y los ensayos», afirma Charles Mashek.

Elizabeth Mashek, de 14 años, está de acuerdo.  «Estoy orgullosa de participar», afirma. «Creo que es genial».

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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