Sin hogar y sin esperanzas: así es la crisis de refugiados rohinyá

La minoría musulmana rohinyá ha huido de la represión en Birmania durante generaciones. En la vecina Bangladesh, los campos de refugiados ofrecen asilo, pero la vida allí sigue siendo desoladora.

Por Brook Larmer
fotografías de William Daniels
Publicado 20 jun 2018, 13:16 CEST
Refugiada rohinyá
Fotografía de William Daniels, National Geographic
Desde la publicación de este artículo, el ejército bimano ha intensificado sus ataques a aldeas rohinyá, obligando a cientos de miles de rohinyá a huir de sus hogares desde el 11 de septiembre de 2017 y acudir hacia los abarrotados campos de refugiados en Bangladesh. El 25 de agosto de 2017, los militantes rohinyá atacaron a fuerzas de seguridad, matando a al menos una docena de policías. El ejército ha respondido de una forma brutal, según los testimonios de los refugiados, quemando aldeas y matando a miles de ellos.

«¡Baila!», gritó el oficial del ejército, blandiendo su arma ante una niña temblorosa. Afifa, de solo 14 años, fue acorralada en un arrozal con docenas de niñas y mujeres, todas miembros de la minoría rohinyá de Birmania. Los soldados que invadieron su aldea aquella mañana de octubre dicen que estaban buscando a los militantes que habían atacado por sorpresa tres puestos fronterizos, matando a nueve policías. Los hombres y chicos de la aldea, temiendo por sus vidas, se habían precipitado a los bosques para esconderse y los soldados empezaron a aterrorizar a mujeres y niños.

Tras soportar cacheos invasivos, Afifa, había visto cómo los soldados arrastraban a dos mujeres jóvenes al arrozal antes de prestarle atención a ella. «Si no bailas ahora mismo, te mataremos», dijo el oficial, agarrándole la garganta con la mano. Afifa se tragó las lágrimas y empezó a moverse de un lado al otro. Los soldados dieron palmadas marcando el ritmo. Unos cuantos sacaron sus teléfonos móviles para grabar vídeos. El oficial al mando pasó el brazo alrededor de la cintura de Afifa.

Refugiados rohinyá hacen cola frente al campamento de Kutupalong, cerca de la ciudad de Cox’s Bazar, esperando recibir productos básicos del Programa Mundial de Alimentos.
Fotografía de William Daniels, National Geographic
Casi medio millón de rohinyás han huido de Birmania en dirección a Bangladesh.
Fotografía de William Daniels, National Geographic

«Eso está mejor, ¿ves?», dijo, sonriendo.

El encuentro supuso solo el principio de una ola de violencia contra los casi 1,1 millones de rohinyá que viven de forma precaria en el estado occidental birmano de Rakáin. Las Naciones Unidas consideran a los rohinyá una de las minorías más perseguidas del mundo. Los rohinyá, musulmanes en una nación dominada por budistas, dicen ser indígenas de Rakáin, y muchos descienden de colonos que llegaron en el siglo XIX y principios del XX. Pese a sus raíces, una ley de 1982 arrebató a los rohinyá su ciudadanía. Ahora los consideran inmigrantes ilegales en Birmania, así como en el vecino Bangladesh, el país al que han huido hasta medio millón de rohinyá.

Hace cinco años, los enfrentamientos entre comunidades budistas y musulmanas dejaron cientos de muertos, la mayoría rohinyá. Sus mezquitas y aldeas fueron quemadas, por lo que 120.000 rohinyá fueron obligados a ir a campamentos provisionales dentro de Birmania (también conocido como Myanmar). Esta vez, el ataque fue desatado por los militares birmanos, los temidos Tatmadaw, que gobernaron Birmania durante cinco décadas antes de supervisar una transición que en 2016 condujo a un gobierno cuasi civil.

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    A primeras horas de la mañana, una familia se calienta en torno al fuego en un callejón de Kutupalong. Los refugiados construyen cabañas a partir de ramas, hojas y lonas de plástico negro. Muchos de estos endebles refugios fueron destruidos en mayo de 2017 por un ciclón.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Lo que comenzó aparentemente como una caza de los culpables de los ataques a los puestos fronterizos se convirtió en una agresión de cuatro meses contra la población rohinyá en su conjunto. Según los testigos entrevistados por la ONU y los grupos internacionales de derechos humanos, así como National Geographic, la campaña militar empleó ejecuciones, detenciones masivas, destrucción de aldeas y violaciones sistemáticas de mujeres rohinyá. Yanghee Lee, relatora especial de derechos humanos en Birmania, cree que es «muy probable» que el ejército cometiese crímenes contra la humanidad.

    Todavía se desconoce el alcance total de lo ocurrido en el norte de Rakáin, ya que el gobierno no ha permitido a investigadores independientes, periodistas o grupos de ayuda humanitaria libre acceso a las áreas afectadas. Las imágenes por satélite de entonces mostraban aldeas rohinyá destrozadas por el fuego. Incluso apareció un vídeo que mostraba cadáveres carbonizados de adultos y niños sobre el suelo de las aldeas incendiadas. Los grupos de derechos humanos afirman que cientos de rohinyá han sido asesinados. Una verdad incontrovertible es que el ataque del ejército provocó el éxodo de más de 75.000 rohinyá hacia los abarrotados campos de refugiados al otro lado de la frontera, en Bangladesh. Casi un 60 por ciento de ellos son niños. (Se estima que unos 20.000 o más rohinyá han sido desplazados dentro de las fronteras de Birmania.)

    Sin acceso a los servicios sanitarios de Bangladesh, mujeres rohinyá con un bebé malnutrido esperan a que lo examinen profesionales médicos que trabajan para ONG internacionales.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Afifa cuenta que, antes de abandonar su aldea, los soldados prendieron fuego a los arrozales listos para la cosecha, saquearon las casas y mataron o robaron vacas y cabras. La devastación y el miedo obligaron a los padres de Afifa a dividir la familia en dos grupos y huir en direcciones diferentes para aumentar sus probabilidades de sobrevivir. «No queríamos abandonar nuestro hogar», contó cinco meses después el padre de Afifa, Mohammed Islam, cuando cinco de los 11 miembros de la familia llegaron a Balukhali, un campo de refugiados de Bangladesh. «Pero el ejército solo tiene un objetivo: deshacerse de todos los rohinyá».

    Las cosas no tendrían que haber salido así. Hace más de un año, la galardonada con el Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi se convirtió en la líder de facto de Birmania y los grupos internacionales de derechos humanos —así como muchos rohinyá— esperaban que ayudase a instaurar la paz y la reconciliación en Rakáin. Aung San Suu Kyi, hija del héroe y mártir de la independencia de Birmania, el general Aung San, es famosa por su valiente resistencia a la dictadura militar del país. Tras soportar más de 15 años de arresto domiciliario, Aung San Suu Kyi dirigió su Liga Nacional para la Democracia hacia una arrasadora victoria electoral en 2015. (Una cláusula en la constitución redactada por los militares impedía que se convirtiera en presidenta, de modo que un subalterno leal hace las veces de presidente mientras ella dirige el gobierno como «Consejera de Estado».)

    «Teníamos grandes esperanzas de que Suu Kyi y la democracia fueran buenas para nosotros», afirma Moulabi Jaffar, clérigo islámico de 40 años y dueño de una tienda en una aldea al norte de Maungdaw, sentado en su choza en el campo de Balukhali. «Pero la violencia no hizo más que empeorar. Fue una gran sorpresa».

    Los hombres rezan en una mezquita que se está construyendo con bambú en Balukhali, un campo de refugiados en Bangladesh. Los rohinyá son musulmanes, pero el budismo es la religión predominante en Birmania. Los budistas incendiarios han fomentado el odio hacia la minoría rohinyá.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Pese a su reputación como icono de los derechos humanos, Aung San Suu Kyi parece no estar dispuesta o ser incapaz de hablar sobre la violencia contra los rohinyá, y mucho menos llevar a los responsables ante la justicia. Cuando aparecieron denuncias sobre las atrocidades del ejército a finales del año 2016, rompió su silencio, no para frenar a los soldados atacantes, sino para reprender a las Naciones Unidas y a los grupos de derechos humanos por avivar «mayores llamas de resentimiento» al insistir en los testimonios de los rohinyá que habían huido a Bangladesh. No ayuda, según dijo, «si todos se concentran en la parte negativa de la situación». Aung San Suu Kyi todavía tiene que visitar el norte de Rakáin. Pero en una entrevista a la BBC en abril de 2017, dijo que «no creo que se esté produciendo una limpieza étnica».

    Aung San Suu Kyi sigue siendo una figura inmensamente popular en Birmania, donde el 90 por ciento de la población es budista y los militares todavía ejercen una enorme influencia. Pero su papel a la hora de proteger al ejército del escrutinio en Rakáin ha empañado su reputación global, lo que incluso dio pie a una carta de 13 premios nobel reprendiéndola por no proteger los derechos de los rohinyá. «Al igual que muchos en la comunidad internacional, esperábamos más de Suu Kyi», afirma Matthew Smith, cofundador de Fortify Rights, un grupo de derechos humanos con sede en Bangkok. «Maneja una situación delicada políticamente, pero eso no justifica su silencio ni sus negativas generales ante las montañas de pruebas. El ejército lanzó un ataque contra una población civil y nadie ha tenido que rendir cuentas».

    Birmania estableció tres comisiones para examinar los tumultos en el estado de Rakáin, pero ninguna es independiente. El informe del ejército, publicado en mayo de 2017, proclamaba su inocencia, a excepción de dos incidentes menores, incluyendo uno en el que un soldado había tomado prestada una motocicleta sin permiso. Un miembro de la investigación gubernamental principal rechazó los informes de las atrocidades y sostuvo que los soldados birmanos no podrían haber violado a las mujeres rohinyá porque eran «demasiado sucias». El informe final de esa comisión, publicado a principios de agosto de 2017, lo negaba todo, alegando que «no existen pruebas de crímenes contra la humanidad o de limpieza étnica». Aung San Suu Kyi dijo que su gobierno solo aceptaría asesoría externa de una comisión internacional presidida por el ex secretario general de la ONU Kofi Annan. Aunque su informe se publicó en agosto, su cometido es hacer recomendaciones de políticas, no investigar violaciones de los derechos humanos.

    Unos jóvenes estudian el Corán dentro de una madrasa en una de las partes más antiguas del campo de Kutupalong. La mayoría de niños rohinyá en Bangladesh no tiene acceso a escolarización formal porque son refugiados sin registrar. La mayoría acude a las numerosas madrasas que se encuentran en los campamentos.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    En junio de 2017, cuando una nueva misión de la ONU pretendió investigar las violaciones de derechos humanos en Birmania, Rakáin incluido, el gobierno de Aung San Suu Kyi se negó a conceder visados a los miembros del equipo. «No lo aceptamos», afirmó, argumentando que la misión podría exacerbar la división entre budistas y musulmanes. Cuando Lee, la relatora especial de la ONU, regresó a Birmania en julio de ese mismo año, Aung San Suu Kyi y ella compartieron un cálido abrazo antes de que Lee criticara al gobierno por bloquearle el acceso e intimidar a los testigos, las mismas tácticas que emplea la junta militar. «En ocasiones anteriores, se seguía, vigilaba, inspeccionaba e interrogaba a defensores de los derechos humanos, periodistas y civiles, y eso sigue pasando».

    Afifa, su padre y sus hermanos pasaron cinco meses huyendo dentro de Birmania, quedándose sobre todo en los bosques para evitar a los militares y pasando muchas veces varios días sin comer. En su primer intento de cruzar el río Naf, que separa Birmania y Bangladesh, un patrullero birmano abrió fuego, haciendo que su barco zozobrara y matando a varios refugiados. Tres meses después, se arriesgaron a cruzar de nuevo.

    Conocí a Afifa en marzo, el día en que la mitad de su familia llegó al fin al campo de Balukhali, donde más de 11.000 recién llegados han convertido las colinas forestadas en una colmena polvorienta de cabañas de bambú y lona negra. Afifa llevaba la misma camisa marrón sucia con la que bailó para los soldados cinco meses antes. «Es todo lo que tengo», afirma. Otra familia de su aldea natal, Maung Hnama, les ofreció comida y un lugar seguro donde dormir, pero Islam sollozó en silencio. Su mujer y sus otros cinco hijos todavía estaban escondidos en Birmania.

    Los rohinyá de la aldea de Shaplapur, que trabajan para pescadores locales, echan un barco al mar, donde algunos pasarán la noche.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic
    Nur Haba seca pescado en una fábrica en Cox’s Bazar, donde lleva trabajando 10 años. Vive en el campo de refugiados de Kutupalong con sus cuatro hijos y su marido, que no ha conseguido encontrar trabajo.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Los campos de refugiados que bordean la frontera de Bangladesh están a poco tiempo en coche desde la localidad bangladesí de Cox’s Bazar. Los turistas retozan en la extensa playa, sacándose selfis sonrientes frente al mar, mientras a unas pocos kilómetros cientos de miles de refugiados están sumidos en la pena y el abandono. En Kutupalong, un vasto campo con unos 30.000 refugiados rohinyá, las chozas de madera y bambú se extienden desde el centro como los anillos de un árbol; cada capa es una nueva ola de violencia de la que han huido los rohinyá.

    Rozina Akhtar, de 22 años, lleva viviendo aquí desde los siete años. Sin esperanza real de marcharse —«no tenemos pasaportes ni carnés de identidad, ¿qué podemos hacer»—, intenta ayudar a los recién llegados a adaptarse a sus vidas como refugiados. «No podemos rechazarlos», afirma. «Son nuestras hermanas y hermanos». Akhtar ayuda a los recién llegados a conseguir cuidados médicos, lonas de plástico y raciones de comida, pero lo que realmente necesitan son trabajos. A veces, los hombres pueden conseguir trabajos de un día, pescando, cosechando arroz o trabajando en los salares por menos de uno o dos euros al día, pero muchas mujeres piden dinero en la carretera que pasa frente al campo.

    Bajo una higuera en Kutupalong, los recién llegados se reúnen para hablar sobre las atrocidades que soportaron en Birmania. Nur Ayesha, de 40 años, se saca el velo para revelar cicatrices blancas de quemaduras en su frente; los soldados prendieron fuego a su casa mientras todavía estaba dentro, según cuenta. Los residentes de Kyet Yoe Pyin dicen que los soldados birmanos que incendiaron sus casas también mataron a tiros a seis mujeres y a un hombre que se habían quedado atrás para atender el parto de un bebé; entre las víctimas estaba la madre.

    Minara, una chica de 18 años con un burka negro, habla de sus familiares desaparecidos antes de revelar que los soldados birmanos la violaron en grupo, así como a otras mujeres jóvenes de su aldea. Su voz apenas es un susurro. Mientras hablamos, Minara, que como muchas víctimas optó por no revelar su apellido, se muerde el borde de la manga, poniéndola sobre el rostro. Al final, solo se ven sus ojos, que se mueven de un lado al otro. «Volver nos da demasiado miedo», afirma.

    Molia Banu, de 60 años, llegó a Kutupalong dos meses antes de esta fotografía. Huyó con sus hijas cuando los militares empezaron a quemar la casa que había junto a la suya. Banu, que todavía se recupera de una operación para retirarle un tumor, sustenta a su familia pidiendo en la carretera principal.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    En una colina del campo de Balukhali, hablo con un chico de 14 años, Ajim Allah, mientras un amigo le cepilla el pelo. Ajim me muestra su marchito brazo izquierdo, destrozado, según me cuenta, por una bala que le disparó la policía cuando salió de una madrasa en octubre de 2016; tres de sus amigos murieron por disparos esa noche. En una choza cercana, Yasmin, de 27 años, relata cómo los soldados irrumpieron en su casa cerca de la aldea de Ngan Chaung y la violaron por turnos a punta de navaja frente a su hija de cinco años. «Cuando mi hija chillaba, la apuntaban con pistolas y le decían que la matarían si hacía ruido», afirma. El peor momento fue cuando los soldados se marcharon. Yasmin dijo que salió a buscar a su hijo de ocho años, que había huido cuando los soldados entraron en la aldea. Cuando lo encontró, yacía en un arrozal con un agujero de bala en la espalda.

    Los rohinyá están atrapados entre dos países y no son bien recibidos en ninguno. Más de 500.000 rohinyá viven ahora en Bangladesh. Sin embargo, solo 32.000 están registrados oficialmente y, desde 1992, no se ha registrado a ningún nuevo refugiado rohinyá, un aparente intento de disuadir a más rohinyá de buscar refugio en Bangladesh. Dicha estrategia no ha funcionado, pero implica que hay casi medio millón de refugiados rohinyá indocumentados en Bangladesh sin derecho o acceso al trabajo, la educación o la sanidad básica.

    A últimas horas del día, un chico camina frente a casas en una parte más establecida del campo de Kutupalong hacia un parque donde juegan muchos niños.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Bangladesh, ya de por sí pobre y superpoblado, no muestra entusiasmo alguno por acoger a los rohinyá. Las condiciones de los campos son miserables, pero el gobierno ha rechazado muchas ofertas de ayuda humanitaria. Incluso ha surgido el plan de trasladar a los refugiados a una isla remota en el golfo de Bengala. La propuesta radical parecía diseñada para mantener a los rohinyá lejos del centro turístico de Cox’s Bazar y obligar a los refugiados a regresar a Birmania. Sin embargo, muchos rohinyá están demasiado traumatizados para volver a Rakáin, una zona conocida históricamente como Arakán. Una víctima de violación con la que hablé recuerda las escalofriantes palabras del soldado que la violó: «No paraba de decir: “Este tipo de tortura continuará hasta que salgáis del país”».

    Los niños empujan a un niño en silla de ruedas por un camino en Kutupalong, donde los refugiados emprendedores han abierto tiendas y cafeterías. Casi dos tercios de los refugiados que huyeron recientemente de Birmania hacia Bangladesh son niños, lo que plantea la preocupación por el riesgo de que sean obligados a realizar trabajos infantiles, a casarse prematuramente o que los introduzcan en la industria sexual.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Hace unos años, muchos hombres rohinyá, entre ellos el marido de Yasmin, se arriesgaron en una peligrosa travesía por mar en busca de trabajos en obras de construcción en Malasia o Indonesia. Sin ciudadanía ni pasaporte, tuvieron que viajar ilegalmente. Los contrabandistas metieron a los refugiados en barcos no registrados y los llevaron por campamentos secretos en la selva, maltratando o dejando morir de hambre a aquellos cuyas familias no pagasen cantidades exorbitantes. Una campaña contra la trata de personas en el sudeste asiático ha cerrado esa ruta, dejando a muchos hombres rohinyá languideciendo en los campos de refugiados sin forma de ganarse la vida. Los expertos advierten que la mezcla de desesperación y marginación es una fórmula para la radicalización. Muchos refugiados buscan consuelo en la fe religiosa. En los campos, grupos de hombres jóvenes armados con Coranes sagrados van de puerta en puerta, instando a los refugiados a rezar de forma más devota. Pero fuera de la vista de todos, según dicen los lugareños, hacen algo más inquietante: un grupo militante formado recientemente, el Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán, al parecer intenta reclutar a refugiados para que se unan a un levantamiento incipiente contra el ejército birmano y sus colaboradores del gobierno local.

    Nur Ayesha dice que le quemaron la cara y el brazo cuando los militares birmanos incendiaron su casa mientras todavía estaba dentro. Ha recibido tratamiento en Kutupalong.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic
    Nurul Amain, que también vive en Kutupalong, recibió tres disparos de los soldados en el brazo, que finalmente tuvieron que amputarle.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    La última vez que vi a Afifa, estaba barriendo una franja rectangular de tierra en una colina cerca del límite del campo de refugiados, ubicación de la nueva cabaña de su familia. Su padre había pedido prestado el equivalente a 26 euros a otro refugiado para comprar un carro de caballos lleno de postes y tiras de bambú, y ya había puesto los postes más gruesos en las esquinas. Islam, exprofesor de árabe, llevaba una kipá blanca y una túnica de color crema, preparándose para asistir a los rezos del viernes —jumu’ah— por primera vez desde que abandonó su aldea, cinco meses antes.

    Más abajo, hombres descalzos con sarongs se esfuerzan por asegurar la estructura de bambú de la nueva mezquita de Balukhali. Pasará otra semana antes de terminar la estructura, con palmeras a modo de tejado, pero el almuédano hizo sonar la llamada al rezo y docenas de hombres con barba y gorros blancos acudieron a una pequeña alfombra en el centro de la mezquita. Islam encontró un hueco en la primera fila y se inclinó frente al imán, que estaba sobre un taburete de plástico rojo. Más tarde, mientras Islam regresaba a casa, sonreía diciendo: «Me siento mejor ahora».

    Sin embargo, la miseria ha continuado. A finales de mayo, un ciclón afectó al sur de Bangladesh, destrozando el refugio familiar y miles de cabañas en los campos. Nadie murió en Balukhali, y por fin la madre de Afifa y sus hermanos llegaron a Bangladesh, aliviando la ansiedad de la chica. La comida sigue escaseando, el monzón continúa y hay informes perturbadores sobre nuevos brotes violentos en Rakáin por ambas partes: operaciones militares del ejército birmano y ataques ocasionales por parte de las milicias rohinyá. En esta situación, no esta claro cuándo o si Afifa y su familia tendrán un hogar algún día.

    Algunos rohinyá viven fuera de los campos cerca de Cox’s Bazar. Este hombre vive en un asentamiento en el golfo de Bengala, cerca de unos árboles plantados para evitar la erosión y cerca de un hotel que aloja a turistas atraídos por la playa.
    Fotografía de William Daniels, National Geographic

    Como lamenta un vecino: «Los días malos nunca se nos acaban».

    Brook Larmer es un escritor freelance en Bangkok. William Daniels es un fotógrafo freelance en París.

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