Miles de niños refugiados permanecen atrapados a las puertas de Europa

Tras haber huido de la guerra y las penurias que vivían en sus hogares, los niños refugiados que viajan solos están atrapados en Serbia, soñando con una Europa que no les deja pasar.

Por Rania Abouzeid
fotografías de Muhammed Muheisen
Publicado 9 nov 2017, 4:31 CET
Shershah
Shershah, de 15 años y de Afganistán, se refugia en un vagón de tren abandonado en la estación central de trenes de Belgrado. En los últimos años se ha producido un aumento del número de niños no acompañados que huyen de la miseria y los conflictos.
Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

Dos niños refugiados sobrevivían en lo que ellos denominan «la jungla», una franja de bosque atrofiado en la frontera serbia con Croacia. Sus voces les delataron. Los muchachos, de 12 y 16 años, llevaban semanas viviendo allí, durmiendo en una tienda escondida entre ramas arqueadas hacia arriba que se encuentran en una especie de abrazo.

Su escondite se encontraba junto al sendero por el que esperaban caminar, siguiendo las líneas ferroviarias oxidadas que unen Serbia, estado que no es miembro de la Unión Europea, con Croacia, que sí lo es. Ya habían intentado cruzar varias veces, solo para ser devueltos por la fuerza por guardas croatas que en ocasiones les propinaban palizas o les despojaban de la posesión que más necesitaban: sus zapatos.

Liaqat, de 12 años, viajó solo desde Afganistán con la ayuda de contrabandistas.
Fotografía de Muhammed Muheisen, Ap

En las proximidades de Croacia, un par de luces rojas parpadean, como si reforzaran el mensaje: «Alto. No se acerquen. Europa no les quiere».

Saddam Emal, con 12 años y ojos verdes, ni se inmutó. Estábamos a principios de la primavera cuando él ya llevaba siete meses viajando, un periplo de más de 5.600 kilómetros que emprendió sin su familia, con la ayuda de contrabandistas.

A una edad a la que a muchos niños no se les permite cruzar la calle sin compañía de un adulto, Emal había caminado desde su casa, en la provincia afgana de Nangarhar, asediada por la guerra, atravesando Pakistán, Irán y Turquía hasta Bulgaria, estado miembro de la UE, de donde, según él y otros refugiados que he conocido, había sido expulsado de forma violenta hacia Serbia.

Emal es uno de los casi 300.000 niños refugiados que emprendieron travesías similares en 2015 y 2016, una cifra que se ha quintuplicado frente a años anteriores. Se unieron a un flujo global de personas sin precedentes, huyendo de la miseria o de la opresión. Al menos 170.000 de estos menores han solicitado asilo en Europa. Emal soñaba con llegar a Alemania. 

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    Pero por ahora, al igual que otros miles de refugiados, se encuentran atrapados en Serbia por las restricciones fronterizas establecidas desde marzo de 2016 y el endurecimiento de la ruta de los Balcanes hacia la Unión Europea.

    Según Michel Saint-Lot, representante de UNICEF en Serbia, el 46 por ciento de los casi 7.000 refugiados en Serbia son niños. La mayoría procede de Afganistán y uno de cada tres no va acompañado por un adulto. Los niños como Emal, que se arriesgan a proseguir sus viajes, caen en manos de ladrones, depredadores sexuales y traficantes, según dijo Saint-Lot.

    «Les pregunto: "¿No es mejor estar aquí que donde estabais antes?". Y están de acuerdo, pero quieren entrar en la Unión Europea, no quedarse en Serbia».  Le preocupan los informes de menores que se han colado en países de la Unión Europea y han sido detenidos, apaleados y devueltos por la fuerza, violando los tratados ratificados. Según Saint-Lot, la mayoría de los niños no quiere estar en Serbia, y algunos «se vienen abajo emocionalmente porque no saben qué vendrá después. No ven un futuro».

    Unos chicos se reúnen en un almacén abandonado en Belgrado. Posteriormente, fue demolido para dejar sitio a la construcción de una nueva propiedad y fueron trasladados a refugios administrados por el gobierno.
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Emal cuenta con 18 intentos fallidos de eso a lo que los refugiados denominan «el juego»: intentar atravesar las fronteras fuertemente custodiadas de los países vecinos que sí son miembros de la Unión Europea, Hungría o Croacia, con la esperanza de encontrar una vida mejor. Estaba decidido a seguir adelante, tan pronto como pudiera permitirse obtener un par de zapatos nuevos. «Talla 42», dijo, señalando a los calcetines grises y sucios que llevaba.

    La última tenue luz del día penetraba entre las copas de los árboles que cobijaban a Emal y a su amigo de 16 años, Faisal Saleem, mientras preparaban la cena. Emal había usado un vale de 3.000 dinares serbios (unos 25 euros), concedido por varias ONG y distribuido en un centro de refugiados serbio, para comprar provisiones. Se había gastado dos tercios del vale en los productos de las bolsas de plástico: un poco de pollo, aceite para cocinar, verduras y tres hogazas de pan.

    «Estoy muy cansado; es muy difícil», dijo mientras colocaba el pollo crudo en una olla ennegrecida sobre una fogata. «Me pegaron en Bulgaria, me pegaron en Irán, estoy atrapado en Serbia. En tres semanas, me he lavado una vez. En casa me duchaba todos los días».

    Un chico afgano de 14 años se lava en un día gélido en Belgrado. Pocos refugiados solos son niñas, según UNICEF.
    Fotografía de Muhammed Muheisen, Ap

    Estos niños, supervivientes de la guerra y del conflicto que cocinan y se defienden por sí mismos mientras se desplazan por el inframundo de la migración, llevan a hombros las esperanzas de sus familias, hombros que no deberían llevar una carga superior a la de la mochila del colegio. Aunque Serbia posee 18 instalaciones gestionadas por el gobierno que proporcionan comida y alojamiento para los refugiados, Emal y su amigo prefirieron estar tan cerca de la frontera como fuera posible para seguir probando suerte.

    Los chicos eran conscientes de los peligros que acechaban a su alrededor. Me hablaron de amigos a quienes los serbios habían apuñalado y robado, de un pakistaní de 16 años que había muerto recientemente mientras intentaba apartarse de la trayectoria de un tren, y de los días durante los que pasaban hambre. «Hoy Dios nos ha dado comida», dijo Emal. «Otro día...».

    Emal doró el pollo entre un humo que hacía que se le saltaran las lágrimas, y a continuación añadió líquido y pimientos. Siendo el hijo mayor de la familia, no había hablado con su madre, viuda, desde que le robaron el teléfono tres meses antes. Su amigo Saleem le había ofrecido utilizar su teléfono, pero Emal era incapaz de recordar su número en Afganistán. Una sonrisa de nostalgia se dibujó en su rostro. «Rezo por mi madre. La echo de menos», dijo. «Solía preparar un pollo muy rico».

    Una odisea solitaria y desesperada: Saint-Lot, de UNICEF, afirma que algunos niños refugiados «se vienen abajo emocionalmente porque no saben lo que viene después. No ven un futuro».
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Convertirse en un hombre, solo

    En una franja de bosque en el centro de Belgrado que los refugiados y los trabajadores humanitarios denominan el parque afgano, Inamullah Mohammed, de 15 años, se sentó en un banco junto a otros refugiados, esperando que le dieran consejos sobre cómo entrar en la UE.

    «Vengo aquí dos o tres veces a la semana porque si no pregunto por el juego, ¿cómo iré?», dijo. «Es que no puedo quedarme».

    Cuando Inamullah Mohammed, de 15 años, dejó su hogar de Afganistán, no tenía vello facial. Huyó, según dijo, porque «los talibanes querían que me uniera a ellos».
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Al igual que Emal, Mohammed es de la provincia afgana de Nangarhar. Él también era el hijo mayor. Se marchó de casa hace 18 meses porque, según él «los talibanes querían que me uniera a ellos» y, aunque había pasado la mitad de ese tiempo en Serbia, todavía la consideraba como una parada provisional.

    Ahora, Mohammed vivía en un centro de refugiados gestionado por el gobierno, pero había pasado un invierno muy duro en un almacén abandonado junto a la estación central de trenes de Belgrado, a poca distancia del parque afgano. Se había cobijado allí con otros chicos y hombres, en un espacio sucio, sin calefacción, baños o electricidad.

    El almacén fue demolido en mayo, convirtiéndose en escombros, al igual que las zonas de guerra de las que habían huido los niños. En su lugar, se esperaba construir un nuevo edificio, pero por ahora los restos que han dejado los refugiados yacen alrededor de las ruinas: mantas grises, cepillos de dientes, latas de atún vacías y plegarias pintadas con espray en los muros de las plataformas de trenes en desuso. «Ayúdadme, abridme las fronteras», ponía una. En otro muro: «Yo también soy una persona».

    Fue allí, en el almacén, donde Mohammed aprendió a afeitarse, todo un rito de iniciación en la adultez, sin la ayuda de un padre, de un pariente masculino mayor que él, o de un amigo siquiera. No tenía vello facial cuando abandonó su hogar, pero ahora le sale un tenue bigote. «Estoy solo», dijo. «No he encontrado a nadie con quien poder compartir mis sentimientos». Su única comunicación fue por teléfono, con el contrabandista que le ayudó a cruzar, un afgano al que jamás llegó a conocer en persona.

    Mohammed es hijo de un agricultor. Nunca ha ido a la escuela. Su padre vendió sus tierras para poder pagar 6.800 euros al contrabandista y había solicitado varios préstamos para sufragar los gastos de su hijo. La culpabilidad de esa carga financiera era un gran peso para Mohammed. Quería ganar el dinero que su padre se gastaba en él para devolvérselo, e incluso quizá poder comprar de nuevo sus tierras. Sin embargo, en la actualidad, estaba esperando a que llegara una transferencia para comprarse un par de zapatos. Como en el caso de Emal, su último par había sido confiscado en la frontera.

    Saleem Khan, un niño afgano de 12 años, descansa sobre una litera en el centro de refugiados de Adasevci, cerca de la frontera con Croacia, una de las 18 instalaciones estatales de Serbia que proporcionan comida y alojamiento a los refugiados.
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Mientras hablábamos, compartió conmigo los pensamientos que le habían mantenido despierto durante la noche en su viaje de 18 meses. «¿Veré a mis padres de nuevo? ¿Me devorará un animal, o me atropellará un coche, o me disparará o me matará alguien? ¿Qué le pasará a mi familia? ¿Qué les harán los talibanes? He visto la muerte en muchas ocasiones», dijo. Le habían robado su reloj y su dinero y había estado encarcelado en Bulgaria durante siete meses.

    Solo sabía una cosa con seguridad: no quería quedarse en Serbia. «¿Qué haría yo aquí?», se preguntó, haciendo gestos a los serbios que caminaban por el parque. «Esta gente es más pobre que yo. Los afganos son más ricos que ellos». El PIB per cápita de Serbia es 10 veces mayor que el de Afganistán, pero para Mohammed, Serbia no ofrecía la promesa de una nueva vida.

    Mohammed sigue empeñado en llegar a un país de la Unión Europea. «Lo he intentado más de 27 veces y me han deportado de Eslovenia cuatro veces. Quiero ser una buena persona. Quiero aprender algo, aprender una habilidad. Si la carretera no se abre, me veré obligado a volver a Afganistán y me obligarán a unirme a los talibanes».

    Un niño envejecido por la experiencia

    Delagha Qandagha, un tímido niño de ocho años, caminaba sin rumbo fijo, marcando el paso, cuando le conocí en el centro de refugiados de Adasevci. Adasevci, un motel convertido (el letrero en su fachada así lo indica), es la instalación serbia más cercana a la frontera croata, a poca distancia en coche del escondite en «la jungla» de Saddam Emal. Las familias se hacinaban en sus habitaciones y los niños y hombres solteros se acumulaban en hangares circundantes cubiertos de lona, llenos de literas.

    Delagha Qandagha, de ocho años, aunque mucho mayor de lo que su edad indica, no ha contado nada a sus padres, todavía en Afganistán, acerca de este brutal viaje hasta Europa. «Me preguntaron si lo había pasado mal, pero les dije que no; no quería que se preocupasen».
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Un grupo de adolescentes y un trabajador humanitario jugaban al voleibol. Los hombres se amontonaban alrededor de una zona Wi-Fi, en el antiguo vestíbulo del motel, mientras una niña pasaba tímidamente frente a ellos con un cubo de plástico lleno de ropa sucia. Al igual que la mayoría de niñas refugiadas en Serbia, viajaba acompañada de su familia. Saint-Lot, de UNICEF, señala que hay pocas menores no acompañadas, de haberlas, debido a las graves amenazas hacia las niñas, como el abuso sexual y el maltrato físico, y a las restricciones de las culturas patriarcales conservadoras de Asia meridional y Oriente Medio, de donde procede la mayoría de niños refugiados.

    Qandagha regresó al hangar que ahora era su hogar. «Aquí no hay nada», dijo. La camiseta gris y la bufanda negra que llevaba alrededor del cuello no eran muy eficaces a la hora de protegerlo del frío matutino. Vi cómo se le erizaba la piel, llena de sarna.

    Hacía un año que había dejado Nangarhar con su primo de 10 años y su tío de 15 años. No le quedaba nada de su hogar salvo sus recuerdos del fuego de mortero, las luchas y los talibanes, aunque también recuerda jugar al críquet con sus amigos y comer con sus padres y sus cuatro hermanos pequeños. «Recuerdo los días felices», dijo. «Aquí estoy triste».

    Asadullah, de 11 daños (de pié) reza en Sid antes de intentar atravesar la frontera cercana para entrar en Croacia. Los guardas le devolvieron. Sin inmutarse, todavía espera reunirse con su primo en Reino Unido.
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic

    Quería llegar a Francia porque había oído que había muchos afganos allí y porque «hay paz en Francia». También había paz en Serbia, pero esta no era la Unión Europea utópica que él se imaginaba.

    No tenía ni idea de dónde se encontraba Europa antes de embarcarse con sus jóvenes parientes en esta odisea, atravesando Irán y Turquía hasta llegar a Bulgaria, y finalmente hasta Serbia. Lo más lejos que había estado de casa había sido Pakistán, a donde fue con su padre para vender mantas.

    Qandagha no les había dicho a sus padres que su primo, su joven tío y él mismo habían recibido palizas, les habían detenido y robado en Irán, todas ellas acciones perpetradas por «personas como los talibanes, que llevaban ametralladoras». Tampoco les había contado que su tío de 15 años escondió el dinero en la ropa interior de Qandaha, esperando que los ladrones no registrasen a un niño tan pequeño y de aspecto frágil. Ni tampoco que había llorado porque no quería que su familia se preocupase por él.

    En Belgrado, Qandagha había vivido en el mismo almacén sucio y deteriorado que Mohammed. Hacían hogueras para entrar en calor y «nuestras caras estaban negras al despertarnos por la mañana».

    A diferencia de Saddam Emal, Qandagha no quería participar en el juego. «Las carreteras están cerradas. Nadie cruza la frontera», dijo. En ocasiones deseaba poder volver a casa. No sabía qué hacer, no tenía un plan. «Nada», dijo. «Ahora no puedo hacer nada».

    Hamid, de 16 años, cocina en un espacio abandonado en Sid. Michel Saint-Lot, de UNICEF, dice que espera que los niños como Hamid soliciten asilo en Serbia en vez de arriesgarse a seguir con su arriesgado viaje.
    Fotografía de Muhammed Muheisen, National Geographic
    Si quieres ayudar, visita la web de la Everyday Refugees Foundation.

    Rania Abouzeid es una periodista galardonada y miembro de New America. Cuenta con más de 15 años de experiencia en noticias de Oriente Medio. Recientemente ha finalizado un libro sobre el levantamiento sirio llamado No Turning Back, que será publicada por Norton en marzo de 2018.

    Muhammed Muheisen es un fotoperiodista galardonado en dos ocasiones con el Premio Pulitzer. Lleva más de una década documentando la crisis de refugiados por todo el mundo. Puedes seguirle en Instagram.

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