Jane Goodall: cómo una mujer redefinió la humanidad

Jane, una investigadora legendaria con solo 26 años, defendió sus hallazgos pese a las dudas de sus colegas.

Por Karen Karbo
Publicado 22 ene 2019, 18:41 CET
Jane Goodall
Jane Goodall en el documental de 1965, «Miss Goodall and the Wild Chimpanzees», el primer documental de la National Geographic Society.
Fotografía de Cbs, via Getty

De niña, la idolatraba. Jane Goodall, «la chica que vivió entre chimpancés salvajes», era rubia y sus pantalones color caqui le daban un aspecto elegante mientras caminaba entre las ramas de la selva con los pies descalzos y jugaba con crías de chimpancé. La había visto en National Geographic, revista que devoraba ávidamente con los ojos antes de saber leer. Vivíamos a las afueras de Los Ángeles y, aunque teníamos una piscina, sabía que a mi vida le faltaba aventura. Una vez, inspirada por Jane, sugerí a mi madre ir de acampada. Expulsó el humo del tabaco por la nariz y me dijo que no éramos de los que acampaban.

Jane Goodall se hizo famosa por su estudio de 26 años de los chimpancés del parque nacional Gombe Stream, en las orillas orientales del lago Tanganica, en Tanzania. En 1960, cuando visitaba a una amiga en Kenia, conoció al célebre antropólogo Louis Leakey, que le consiguió una beca para que recopilase datos sobre chimpancés salvajes con el objetivo de estudiar sus semejanzas con los humanos. Lo que descubrió allí fue tan revolucionario que le garantizaría un puesto como una de las mayores científicas de campo del siglo XX. Tenía 26 años.

Un joven chimpancé llamado Flint extiende la mano para tocar a la etóloga Jane Goodall. Flint fue el primer bebé nacido en Gombe tras la llegada de Jane.
Fotografía de Hugo Van Lawick, Nat Geo Image Collection

En 1962, el fotógrafo holandés Hugo van Lawick rodó Miss Goodall and the Wild Chimpanzees. Fue el primer documental producido por la National Geographic Society y convirtió a Goodall en una estrella. También fue esposa y, más adelante, madre. Se casó con van Lawick y en 1967 dio a luz a su hijo, Hugo Eric Louis, conocido como Grub. Ha escrito decenas de libros sobre la conducta animal y de los chimpancés, así como sobre el papel fundamental de la conservación. En 1977, fundó el Instituto Jane Goodall, una organización no gubernamental dedicada a la protección del hábitat de los chimpancés, que desaparecía a gran velocidad. En 1995, la nombraron comandante del Imperio Británico y se convirtió en Dama Jane Morris-Goodall.

Nacida Valerie Jane Morris-Goodall en Londres en 1934, su padre, Mortimer, era un empresario; su madre, Myfanwe (Vanne) Morris Goodall, era novelista y cuidaba de su familia. Las expectativas para Jane eran las habituales de la época: casarse con un hombre agradable y responsable y tener unos cuantos hijos. A su favor, su madre nunca la desanimó en sus intereses: animales, el mundo natural y, por encima de todo, la fauna salvaje de África. Cuando Vanne descubrió que la pequeña Jane se había llevado lombrices a la cama, en lugar de gritar, le explicó que sus nuevas amiguitas necesitarían tierra para sobrevivir y, juntas, las devolvieron al jardín.

Jane era una niña callada, un ratón de biblioteca que adoraba al Doctor Dolittle y devoraba las novelas de Tarzán. La lectura llevó a cabo su labor sigilosa y cambiante: Jane cultivó un profundo amor por los animales y un deseo de viajar a África y vivir entre animales salvajes. Pero estaban en plena Segunda Guerra Mundial y su familia tenía poco dinero. En lugar de ir a la universidad, Jane se matriculó en una escuela de secretariado, de la que se graduó en 1952.

Por su parte, una de las amigas de la escuela de Jane se había mudado a Kenia y la invitó a visitarla. Entonces, Jane trabajaba en Londres seleccionando música para películas publicitarias. Tomó una decisión muy a la orden del día: se mudó a casa de sus padres y trabajó de camarera para financiarse el viaje. Cuando ahorró suficiente, dejó su trabajo y se marchó.

Con ello me refiero a que emprendió un emocionante viaje de un mes desde Inglaterra, alrededor del cabo de Buena Esperanza, a Mombasa hasta que finalmente llegó a Nairobi. Allí conoció al Doctor Louis Leakey, el gran arqueólogo y paleoantropólogo que situó los orígenes humanos en África. Leakey era carismático, influyente y, por aquel entonces, era conservador del museo de historia natural de Nairobi. Ofreció a Jane un trabajo en el museo y la invitó a acompañarlo a una excavación en la garganta de Olduvai. Pasó tres gloriosos meses inmersa en tareas laboriosas como retirar la tierra de un fósil con una ganzúa dental del tamaño del meñique o excavar cuidadosamente con un cuchillo de caza. Leakey vio en ella paciencia y meticulosidad, las cualidades de alguien que sobreviviría a largos periodos de aislamiento, que podría sentarse, observar y aprender. En resumen: era la candidata perfecta para su último proyecto —observar primates salvajes— y, cuando le preguntó si le interesaría establecer un campamento en Gombe Stream, a las orillas del remoto lago Tanganica, no dudó ni un instante.

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    Jane Goodall sostiene un chimpancé llamado Lulu junto al personal de National Geographic.
    Fotografía de B. Anthony Stewart y John E. Fletcher. Nat Geo Image Collection

    Desde que las mujeres han pasado a formar parte de la población activa, se ha dicho que solemos solicitar puestos cuyos requisitos cumplimos. Si en la descripción de un trabajo indica que es necesario saber cómo hacer malabares con un huevo, una antorcha en llamas y una motosierra y solo podemos hacer malabares con naranjas, ni siquiera nos molestamos en solicitarlo. Por su parte, los hombres se sienten cómodos solicitando empleos que creen que pueden desempeñar, independientemente de su educación o experiencia anterior. Envían su currículo suponiendo que podrán delegar los malabares cuando los contraten.

    Las credenciales de Jane eran: me encantan los animales. ¿Qué es la etología? Pero a ella no le importaba. Estaba centrada en su improbable objetivo vital y suponía que estaba capacitada y cualificada para hacer cosas que el mundo insistía en que no podía hacer. Se dedicó a aprender qué debía hacer.

    Jane llegó a la reserva de Gombe Stream el 14 de julio de 1960. El lago Tanganica era un vasto mar interior, el lago más largo y el segundo lago más grande del mundo en volumen. Limita con Tanzania (entonces llamada República de Tanganica), la República Democrática del Congo, Zambia y Burundi. Leakey no participaría en la expedición y el gobierno, preocupado por que una joven blanca acampase en el bosque sola, ordenó a Jane ir acompañada. Su madre se ofreció voluntaria, pero es improbable que fuera la persona que el gobierno tenía en mente. Las dos mujeres contaban con una tienda usada del ejército, unos cuantos platos y tazas de hojalata y los servicios de un cocinero africano llamado Dominic.

    Al principio, Jane caminó y observó la zona. En realidad, fueron días y días de marchar por la selva con un par de prismáticos de segunda mano. Al principio, lo único que vio fue algún que otro destello oscuro sobre los verdes y dorados del bosque: la espalda de un chimpancé que huía de ella.

    Durante un viaje para crear conciencia sobre los chimpancés en cautividad, Jane Goodall interactúa con un chimpancé del zoológico de Brazzaville de la República del Congo.
    Fotografía de Michael Nichols, Nat Geo Image Collection

    ¿Creen que fue remotamente romántico? Para nada. Cuando tenía 18 años y cursaba el primer año de carrera, pasé unas cuantas semanas en África Oriental como parte de un programa de estudios en el extranjero.

    Tanzania y Kenia son tan espectaculares como reflejan los documentales. Pero lo que no se ve es el calor irritante, que te aplasta los pulmones y te hierve la sangre, ni los tremendos bichos e insectos, gran parte de los cuales pueden describirse con la expresión «del tamaño de tu puño». Imagínenlo: polillas, arañas, cucarachas, escarabajos y milpiés, todos del tamaño de un puño. Los escarabajos peloteros comunes son más pequeños que un puño, pero están por todas partes, y las bolas gigantes de estiércol que forman y comen y donde crían y viven son del tamaño de un puño. O incluso más grandes.

    Yo no soy especialmente exigente y no me inquietan los ratones, las ratas ni las serpientes. Pero los escarabajos peloteros fueron demasiado. Cada vez que veo una imagen de Jane agachada sobre la tierra junto a los chimpancés, siempre me preocupa que haya un escarabajo pelotero a punto de formar una bola de estiércol sobre su pie o un ciempiés gigante a punto de subirle por los pantalones.

    Luego están las enfermedades. Antes de viajar, tuve que ponerme la vacuna del cólera, el tifus, la viaje y la fiebre amarilla. Ninguna de ellas evitó que enfermara; como Jane, acabé padeciendo malaria (aunque mi caso fue mucho más leve que el suyo).

    «Cuanto más pensaba en la tarea que me había impuesto, más me desesperaba», escribió Jane en su primer libro, En la senda del hombre. «Y, sin embargo, aquellas semanas me fueron de gran utilidad, porque conseguí familiarizarme con el terreno accidentado. Mi piel se endureció al contacto de la áspera maleza y mi sangre se hizo inmune a la picadura de la mosca tsetsé, de forma que no me producía ya inflamación alguna».

    Observen que no dijo: «¿Qué estoy haciendo aquí? Soy un fraude. No tengo la formación adecuada. Leakey no debería haberme enviado». No cuestionaba su competencia solo porque su misión pareciera imposible a veces.

    Los chimpancés —Pan troglodytes— son nuestros parientes evolutivos más cercanos. Compartimos casi el 98 por ciento de nuestro ADN con ellos. Genéticamente, nos parecemos más a los chimpancés que los ratones a las ratas. Su similitud con los humanos era el interés principal de Leakey. Pero Jane los estudió solo porque sí, fascinada por sus relaciones familiares y de clanes. Permitió que la guiara su intuición.

    Durante dos meses, los chimpancés huyeron cada vez que la escuchaban venir. Entonces, un día, un macho de gran tamaño se paseó por el campamento, trepó a una palmera y comió unos cuantos frutos. Poco después, bajó al campamento y robó un plátano de una mesa. Finalmente, permitió que Jane le ofreciese uno. Lo llamó David Greybeard, por su alegre perilla blanca.

    Jane Goodall observa chimpancés en el parque nacional de Gombe Stream, Tanzania, 1990.
    Fotografía de Michael Nichols, Nat Geo Image Collection

    Nombrar a los animales era motivo de burla en la comunidad científica por ser propio de principiantes. Los científicos serios, los científicos «reales», asignaban números a sus sujetos. Sin embargo, David Greybeard indicó al resto de la comunidad que Jane no daba tanto miedo como creían. Por consiguiente, conoció (y nombró) a Goliath, Humphrey, Rodolf, Leakey y Mike. También estaba Mr. McGregor, un macho viejo y cascarrabias; y la hembra alfa, Flo, y su descendencia, Faben, Figan y Fifi. Observó cómo se besaban, abrazaban, se daban palmaditas en la espalda y se sacudían los puños amenazantes. Los observó actuando como humanos.

    Un día, mientras caminaba silenciosamente por la selva en busca de los chimpancés, Jane se encontró con un enorme termitero. David Greybeard estaba sentado junto a él. Lo observó mientras, una y otra vez, introducía una brizna de hierba larga y robusta en un agujero, la sacaba y devoraba a las termitas con los labios. Cuando el chimpancé terminó su comida, Jane estudió el termitero y la hierba que había dejado. La introdujo en el agujero y la quitó. Una decena de termitas estaban aferradas a la brizna. Ñam. Unas semanas después, observó a los chimpancés fabricando herramientas: rompían ramitas de los árboles y les quitaban las hojas antes de introducirlas en los agujeros de los termiteros.

    Por aquel entonces, en los 60, el rasgo definitorio del hombre era que él y solo él, entre todas las criaturas de Dios, fabricaba herramientas. Supuestamente, esa capacidad nos distinguía de cualquier otro ser vivo.

    El hallazgo de Jane fue la comidilla del mundo científico e hizo que Leakey proclamase: «ahora debemos redefinir “herramienta”, redefinir “hombre” o aceptar a los chimpancés como humanos». Stephen Jay Gould, de Harvard, describiría su observación como «uno de los mayores logros del saber del siglo XX».

    Ilustración de Jane Goodall por Kimberly Glyder para el libro «In Praise of Difficult Women».
    Fotografía de Kimberly Glyder

    Jane, toda una leyenda con solo 27 años, realizaría más descubrimientos. Que los chimpancés no eran los vegetarianos inofensivos que creíamos, sino omnívoros, como nosotros. Y también (tristemente) recurrían a la guerra. El primer artículo de Jane se publicó en 1963 y apareció en la portada de National Geographic de diciembre de 1965. Desde entonces, su trabajo ha aparecido allí con más frecuencia que el de ningún otro científico. Incluso el de su mentor, Louis Leakey.

    Una mujer sin credenciales había redefinido el significado de ser un hombre. Louis Leakey creyó que el descubrimiento de Jane permitiría que la aceptaran en el programa de doctorado en etología de Cambridge, pese a que antes de convertirse —en pocos meses— en una de las biólogas de campo más importantes del mundo, nunca había asistido a la universidad. Leakey sabía que necesitaría un título si quería que la tomasen en serio, así que utilizó su influencia para convencer a los catedráticos de su valía. Fue toda una hazaña: Jane era la octava persona en la historia de la universidad que accedía a un programa de doctorado sin tener un grado.

    Cuando los peces gordos del departamento de etología de Cambridge supieron lo que había hecho, se quedaron horrorizados. A pesar de su descubrimiento, Jane era culpable de uno de los peores delitos del reino de la ciencia: antropomorfizar, o atribuir rasgos humanos, a los animales. Ponerles nombres a los chimpancés. Describir su comportamiento e interacciones en términos humanos. Además, según el pensamiento de la época, que valoraba la objetividad pura y dura, era mala ciencia. Me imagino la reunión del profesorado, en la que unos cuantos machistas canosos se burlaban de la labor de Jane con una alegría apenas disimulada. Su primer libro, Mis amigos, los chimpancés salvajes, se publicó antes de que terminase su tesis, algo que estuvo a punto de causarle un ataque al corazón a uno de los catedráticos de Cambridge: «¡E... ¡Es para el público general!». A pesar de ese crimen intelectual, no la expulsaron del programa.

    Para ser justos, Robert Hinde, su tutor directo, se tomaba en serio el logro de Jane. Ella alabó su influencia en una entrada de blog en 2017, donde explica que nunca podrá agradecerle lo suficiente que la enseñase a pensar de forma crítica. Al parecer, le asignaron a Hinde porque había estudiado una colonia de macacos Rhesus y también había considerado pertinente ponerles nombres. Supongo que ninguno de sus colegas lo consideró un error ridículo o de principiante.

    Pongámonos en esa situación. Algunos de los pensadores más estimados de tu campo en una de las universidades más estimadas del planeta critican tu metodología. Es probable que tengan algo de razón, porque tu metodología consistía en inventártela sobre la marcha. Además, estos hombres son brillantes y poderosos. No sé tú, pero mi reacción instintiva sería ceder ante sus argumentos o, como mínimo, fingir escucharlos y después llamar a mis amigas para quejarme porque no me entienden.

    Jane Goodall no solo no coincidía con su evaluación, sino que les dijo directamente que se equivocaban. Hablaba con un tono suave, pero se negaba a desistir. No citó las miles de horas de investigación actual con los chimpancés, que le daban cierta credibilidad etológica, sino que habló de la relación que tenía con su mascota de la infancia, un perro mestizo negro llamado Rusty. «Por suerte, pensé en mi primer profesor, quien me enseñó que no era cierto», escribió años después. «No puedes compartir tu vida de forma significativa con ningún tipo de animal con un cerebro razonablemente desarrollado y no darte cuenta de que los animales tienen personalidades».

    Jane Goodall ya no pasa tanto tiempo en el parque nacional de Gombe por sus iniciativas de conservación por todo el mundo. Cuando lo visita, todavía la alegra contemplar a los chimpancés.
    Fotografía de Michael Nichols, Nat Geo Image Collection

    En realidad, la forma en que Jane se mantuvo firme y no permitió que sus superiores la disuadieran de su experiencia y de lo que ella sabía que era cierto es sobrecogedora. Cada vez que sé que no me equivoco en algo, pero empiezo a sentir que mi vida sería más fácil si fingiera creer que la otra persona (un hombre, normalmente) tiene razón, recuerdo a Jane Goodall en aquel momento. 

    En 1986, tras publicar Los chimpancés del Gombe, que resumía 25 años de investigaciones, Jane puso fin a su vida en el campo y se convirtió en activista. Su matrimonio con Hugo van Lawick había terminado en 1974; un año después, se casó con el diputado del Parlamento de Tanzania Derek Bryceson. Su nuevo marido también era director de los parques nacionales y contribuyó a preservar la integridad del Gombe, que mantuvo aislado de los turistas amantes de los animales y de sus defensores con buenas intenciones. Como resultado, cuando Jane se fue, el Gombe era próspero y seguía prosperando. Se convirtió en una pujante estación de investigación en la que trabajaban principalmente tanzanos.

    Jane había pasado el tiempo suficiente en África como para comprobar de primera mano que el hábitat de los chimpancés estaba mermando y canalizó el mismo fervor por estudiar a los chimpancés para dedicarse a la conservación. Hoy en día, continúa en ese campo y todavía usa pantalones y zapatos cómodos, y lleva el pelo, ahora cano, recogido en una coleta. Su aspecto ha cambiado poco en 50 años. Es mayor, pero no menos hermosa e intimidante.

    Cuando se publicó Semillas de esperanza en 2014, Jane fue entrevistada en The Colbert Report Last Week Tonight With John Oliver.

    Jane Goodall también tiene sentido del humor. En 1987, el caricaturista de celebridades Gary Larson dibujó un cómic en el que aparecían dos chimpancés sentados en una rama. Uno saca un pelo largo y claramente humano de la espalda del otro y le dice: «Vaya, vaya, otro pelo rubio. ¿Sigues investigando con esa mujerzuela de Jane Goodall?». El Instituto Jane Goodall envió enseguida una carta de objeción, sin pararse ni un segundo a pensar que Jane podría considerarlo gracioso (sí, lo consideró gracioso).

    Sin embargo, su sentido del humor seco puede malinterpretarse. Durante una entrevista en 2014 con el cómico John Oliver se negó a rendirse. Él intentó que admitiera que, durante el periodo que pasó en el Gombe, se vio tentada a vestir a un chimpancé como mayordomo. Ella dijo que no. Él siguió presionándola en su falsa faceta de periodista contundente, pero ella ni sonrió ni cedió. Al final, lo recompensó con unos cuantos gestos de chimpancés.

    Jane era educada y absolutamente inamovible. Era como si Oliver intentara que se burlase de su familia; ella no iba a hacerlo. Cuando una mujer se niega a sonreír y ponerse atolondrada y bromista para liberar un momento tenso y hacer que todos se sientan mejor es un momento fantástico y raro de la televisión. Lo más fácil habría seguido seguirle la broma, restarle importancia al trabajo de toda una vida. Pero, al ser difícil, no iba a rendirse. No todas las mujeres difíciles son bravuconas extrovertidas que abren la boca para acallar a sus adversarios. A veces, permanecen en silencio y se niegan a fingir complacencia.

    La historia de la vida de Jane Goodall todavía me inspira, quizá aún más que cuando era niña. Por aquel entonces, creía que si eras el tipo de niña adecuada (de las que salen de acampada), podrías hallar el camino hacia una vida increíble y caminar hasta la cima. No comprendía el concepto del autosabotaje femenino. No tenía ni idea de que las mujeres más brillantes y capacitadas podían entorpecerse cayendo en una ambivalencia autodestructiva y desesperándose por dudar de sí mismas. A diferencia de muchas mujeres complacientes que conozco (yo), las mujeres difíciles no lo echan todo a perder con dudas, un hábito terrible y contraproducente que, en general, es algo así: tomar decisión, arrepentirse, martirizarse por tomar la decisión incorrecta, martirizarse más por arrepentirse de haber tomado la decisión incorrecta. Beber demasiado vino, dormirte, no hacer nada.

    Jane, con sus formas tranquilas, se sentó en aquella selva, frustrada al principio, pero avanzó y confió en que tomaría la decisión adecuada. Siempre pareció confiar en sí misma, lo que la convierte en una mujer difícil.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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