En esta base científica del Ártico, la vida no es tan solitaria como parece

En Groenlandia, investigadores de todo el mundo documentan el calentamiento del Ártico y comparten un sentido de comunidad.

Por Jennifer Kingsley
fotografías de Esther Horvath
Publicado 31 jul 2019, 12:11 CEST
Flyger’s Hut
Un globo lleno de helio atado en Flyger’s Hut, a 1,6 kilómetros al sudeste de la Estación Nord. El instrumental medirá las turbulencias aéreas, la radiación solar y terrestre y el carbono de las capas más bajas de la atmósfera, a una altura más baja de la que puede volar una aeronave de forma segura.
Fotografía de Esther Horvath

La tarde estival es lo bastante cálida como para que los soldados estén sentados fuera sin camiseta.

Una persona toca la guitarra, otra lee. Reina una sensación de relajación vacacional a pesar de su ubicación: a 925 kilómetros del Polo Norte, en un puesto militar danés en el nordeste de Groenlandia llamado Estación Nord. El generador zumba en la distancia y, de vez en cuando, dos perros de Groenlandia empiezan a ladrar. El sol circula por el cielo ártico.

Las operaciones cotidianas de la base son científicas en su mayoría. El Ártico se calienta más rápido que cualquier otro lugar de la Tierra y, para los investigadores que estudian el impacto del cambio climático, la base posee la ventaja de ser remota —a casi 82 grados norte y dentro del mayor parque nacional del mundo— y accesible por su pista de aterrizaje. No es una exageración afirmar que cualquier cosa que ocurra aquí afecta al resto del mundo: el Ártico forma parte del sistema de refrigeración global y, a medida que el aumento de las temperaturas acelera la desaparición de la banquisa, dicho sistema está viniéndose abajo. Es un lugar perfecto para que investigadores de todo el mundo recopilen datos del hielo, el mar y la atmósfera para medir los cambios temporales, datos que esperan que les ayuden a predecir qué le depara el futuro al planeta.

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    Los soldados y los investigadores se congregan para asar un cerdo y organizan juegos. Los competidores intentan pasar una lanza de justa por un pequeño anillo mientras un colega los empuja en una bicicleta de carga. En cada ronda, el anillo se vuelve más pequeño y los equipos tratan de distraer a sus oponentes.
    Fotografía de Esther Horvath

    No hay muchos lugares donde puedas despertarte en un barracón, tomar café y salir a uno de los entornos más extremos del planeta: resplandor blanco, frío extremo, niebla y meses de oscuridad invernal forman parte de todo ello. En primavera, la temperatura puede desplomarse a -34 grados centígrados y en verano hay tanto polvo por el viento que te cubre los dientes.

    La Estación Nord también tiene un objetivo político, por eso la dirigen soldados. Dinamarca ejerce una soberanía reconocida a nivel internacional sobre esta región, pero debe mostrar su presencia para mantenerla. La Estación Nord es el hogar de los seis especialistas que viven aquí —todos soldados del ejército danés, casi siempre hombres— durante 26 meses.

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      La comida junto a un iceberg sobre la banquisa es precipitada por las temperaturas de -34 grados centígrados. Los investigadores rehidratan comida liofilizada con el agua caliente de un termo y comen rápido, ya que la comida se enfría en cuestión de minutos.
      Fotografía de Esther Horvath

      La estación, fundada como centro meteorológico en 1952, es básicamente una aldea pequeña con aeropuerto propio. Hay más de 25 edificios, entre ellos barracas, talleres, un cobertizo para el generador, una cocina y un centro comunitario. Las estructuras univalentes están dispersadas como precaución en caso de incendio.

      El campus es lo bastante amplio como para proporcionar la infraestructura necesaria para realizar experimentos científicos de talla mundial en un entorno tan peligroso como hermoso. Los soldados despejan las pistas, repostan los aviones, limpian los barracones, descargan la comida, sacan agua de un lago glaciar cercano y reparan el equipo. En invierno, los seis —ocho si cuentas los perros— están solos durante meses, con una conexión por satélite que les permite enviar correos electrónicos y mensajes de texto. A todos se les permite una llamada al mes. Cuesta más cerrar la estación por completo en invierno que mantener un equipo pequeño que lo cuide todo.

      De primavera a otoño, albergan una comunidad cambiante de hasta 60 personas: equipos de científicos, personal de apoyo, pilotos, ingenieros y personal militar.

      La comunidad tiene su propia cultura. Si llegas tarde a una comida comunitaria, se espera que, en algún momento, prepares un pastel para todos. Las noches de los sábados se celebran banquetes con tres platos. Todos deben llevar corbata o falda y si no la llevas, como les suele pasar a los novatos, puedes utilizar las instalaciones de la estación para fabricarte una de cualquier material que puedas encontrar, como madera, cables, libros o envoltorios de bolsas de té. Los ejemplos reales se exponen en la pared de la cocina.

      Los sábados, el soldado Mads Adamsen cuenta que sientes como si «llegaras a casa con tu otra familia».

      Las jornadas son largas y la logística, compleja. Con condiciones que cambian rápidamente —de sol a nieve en una hora— siempre hay riesgos.

      Thomas Krumpen, científico del Instituto Alfred Wegener de Alemania, dirige los reconocimientos aéreos que miden, entre otras cosas, el grosor estival de la banquisa, que es difícil de calcular a partir de imágenes por satélite. Para hacerlo, una aeronave DC-3 modificada sobrevuela el hielo a una altitud de 60 metros mientras lleva un sensor suspendido de un cable a solo 15 metros sobre la superficie del hielo. El trabajo exige tanta concentración que «a veces me cuesta mirar por la ventana y disfrutar o contemplar lo que estoy estudiando», cuenta Krumpen.

      Estos vuelos demuestran el esfuerzo que puede hacer falta para responder a preguntas sencillas: ¿qué grosor tiene la banquisa? ¿Cuánto refleja la nieve?

      Las observaciones de los vuelos se introducen en modelos climáticos, complejos programas informáticos que emplean ecuaciones y miles de datos para proyectar qué ocurrirá conforme el clima siga cambiando. La información del Ártico es fundamental para predecir consecuencias globales como los incrementos de temperatura y el aumento del nivel del mar.

      Jesper Juul Hansen, entonces director de la estación, saluda a Trille, uno de los dos perros de Groenlandia de la estación, frente al edificio de la cocina mientras el investigador Tobias Donth los mira. Los perros son importantes para el bienestar emocional de los soldados. «Nos aportan algo», afirma Hansen. «Siempre están muy felices».
      Fotografía de Esther Horvath

      «Debemos estudiar el futuro para contar a la gente las consecuencias que nos esperan», afirma Krumpen. Otros investigadores vuelan globos meteorológicos, excavan trincheras para tomar muestras de nieve o analizan su instrumental durante la noche con un perro cerca para advertirles de la presencia de osos polares. Poco a poco, obtienen información que les ayudará a responder la gran incógnita de la era del cambio climático: ¿qué le ocurrirá a nuestro planeta? La respuesta es política y científicamente controvertida, y podrían hacer falta años de datos de muchos lugares para crear una posible respuesta.

      En esta región del planeta, nada de esto podría haber ocurrido sin especialistas como Jesper Juul Hansen, que hace que todo parezca sencillo. «Hemos puesto nuestro granito de arena para que ellos puedan poner el suyo», afirma.

      El trabajo pasa factura. Nora Fried celebró su 25º cumpleaños en la estación como ayudante de investigación en 2018. Algún día «tendré que explicarles a mis hijos que no hicimos nada aunque sabíamos que el Ártico se quedaría sin hielo», afirma. «Siento pena por el Ártico».

      Un sábado cada verano, los soldados organizan un asado de cerdo anual —el cerdo llega en un avión de carga— y una noche de juegos que incluye una justa. Se le da a cada equipo, formado por dos personas, una bicicleta de carga y una lanza de madera con la que deben atravesar un anillo que cuelga de una cuerda. En cada ronda, el anillo es más pequeño y los competidores intentan distraerse. Estas tonterías unen a la gente e infunden un sentido de comunidad a los habitantes de la estación.

      «Te das cuenta de que dependes de la gente todo el tiempo para que tu vida salga adelante, pero no ves eso mismo al volver a casa», afirma Hansen. «No obtienes esa respuesta cuando ves los frutos de tu trabajo reflejados en otras personas». Pero en el Ártico «es bastante obvio», cuenta.

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        El avión de investigación Polar 5, con una turbina DC-3 modificada, es una pieza fundamental de equipo que visita la estación de tres a cuatro veces al año. Tira de un sensor similar a un torpedo que emplea un láser y la tecnología electromagnética para calcular el grosor del hielo.
        Fotografía de Esther Horvath
        El último artículo de la periodista Jennifer Kingsley en National Geographic trataba de las mujeres de la región rusa de Chukotka. Esther Horvath es una fotógrafa alemana que documenta las regiones polares.
        Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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