La investidura «virtual» de Joe Biden marca el comienzo de una era transformada

Cuando juró el cargo ante una pequeña audiencia socialmente distanciada, Biden declaró que «la causa de la democracia» había triunfado e hizo un llamamiento a la unidad.

Por Robert Draper
Publicado 21 ene 2021, 15:07 CET
Joseph R. Biden presta juramento

Joseph R. Biden presta juramento para convertirse en el 46º presidente de Estados Unidos. «La historia de Estados Unidos no depende de uno ni de algunos de nosotros, sino de todos nosotros, del pueblo, que busca una unión más perfecta», dijo en su discurso.

Fotografía de Andrew Harnik, Ap

«Hoy no celebramos el triunfo de un candidato, sino de una causa, la causa de la democracia», declaró Joseph Robinette Biden Jr. momentos después de prestar juramento para convertirse en el 46º presidente de Estados Unidos.

Ayer, los estadounidenses recordaron que son diferentes. Cualquier otro día, pueden exagerar un poco hablando con gran entusiasmo de su singularidad. Al fin y al cabo, Estados Unidos no inventó la democracia. No es ni mucho menos el único depositario mundial de la libertad de expresión, las reuniones pacíficas ni los juicios justos. Con perdón al dúo de música country Brooks & Dunn, cuya canción «Only in America» es un clásico de la campaña electoral, «todos pueden bailar» y «soñar tan a lo grande como quieran» en muchos más países. De hecho, el grupo independiente de defensa de las elecciones FairVote tiene una lista de 35 países que describe como «democracias consolidadas» y en cada uno de esos países una elección nacional produce un ganador a quien se traspasa el poder de forma ordenada y pacífica.

Lo que diferencia a Estados Unidos es el espectáculo de esa transferencia, retransmitido en todo el mundo: tanto quien cede como quien recibe el poder se encuentran en el mismo escenario, el Capitolio, rodeados de sus familias y de otros que han estado en posiciones de poder, entre ellos la fraternidad de élite de presidentes pasados, mientras cientos de miles de personas se congregan ante ellos, un mar de testigos que a veces llega hasta la Explanada Nacional y hasta el obelisco dedicado al primer presidente del país, George Washington. Es un acto de apertura y renovación, un evento celebrado por antonomasia al aire libre, repleto de abrigos gruesos y alientos helados. Por encima de todo, este traspaso de poder de un presidente a otro transmite la idea sagrada de que dicho poder siempre es derivativo y que, en última instancia, reside inmutablemente en el pueblo. A pesar de todo el espectáculo que mancha la política estadounidense, el ritual cuatrienal del 20 de enero recuerda al país su cargo solemne. Es el autogobierno hecho manifiesto.

Ceremonia de investidura del expresidente Barack Obama en 2013.

Fotografía de Stephen Wilkes

La ceremonia de investidura del 2021 fue muy diferente de la del 2013. Casi 200 000 banderas estadounidenses representan al público que habría asistido de no haber una pandemia, junto a las banderas de cada estado.

Fotografía de Stephen Wilkes

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    Una familia con mascarillas de la bandera estadounidense mira por la valla de seguridad la ruta que sigue la caravana de la investidura hacia el Capitolio de Estados Unidos.

    Fotografía de Nina Berman, National Geograhpic

    Ayer, el impacto visual de esa escena se vio debilitado por la ausencia del presidente saliente, Donald Trump. Desde 1869 ningún presidente se había negado a acompañar al nuevo en el escenario. En aquella investidura de hace más de 150 años, otro presidente destituido recientemente, Andrew Johnson, optó por no asistir. Una vasta multitud acudió a ver cómo el recién elegido Ulysses S. Grant juraba el cargo en el pórtico este del Capitolio, orientado hacia el Tribunal Supremo. (Para que los asistentes tuvieran espacio, las ceremonias se trasladaron a la parte oeste del edificio a partir de la investidura de Ronald Reagan el 20 de enero de 1981.) «Con el país recién salido de una gran rebelión, en los próximos cuatro años se le plantearán muchas cuestiones que solucionar que los gobiernos precedentes no tuvieron que abordar», declaró el exgeneral del ejército de la Unión en su discurso a la nación, refiriéndose al fin de la guerra de Secesión.

    El 18º presidente pasó los ocho años siguientes supervisando una Reconstrucción breve, pánicos económicos y un gabinete corrupto. Con todo, Grant mantuvo unida a América y en 1877 dio la bienvenida a su sucesor, Rutherford Hayes, con una cena en la Casa Blanca. En otras palabras, el país sobrevivió a que Johnson rompiera con la tradición y es probable que también supere el distanciamiento entre el 45º y el 46º presidente.

    Tanto los seguidores como los detractores del presidente Trump coincidirán en una cosa: sus cuatro años en el Despacho Oval han conseguido la profunda ruptura de muchas de las normas que le precedieron. O, como dijo él mismo con una sutileza atípica en la Base Andrews de la Fuerza Aérea antes de marcharse a Palm Beach: «No somos una administración normal y corriente». Mucho antes de Trump, los políticos ya se habían referido esporádicamente a los burócratas del gobierno como incompetentes, oficiosos e «intelectualoides», pero nunca como un «Estado profundo» malévolo. Los medios han sido criticados por tener sesgos liberales y por su elitismo (y, de hecho, eran abiertamente partidarios a principios del siglo XIX), pero nunca habían sido acusados de ser «el enemigo del pueblo estadounidense». La pericia de los científicos, educadores y agentes de inteligencia siempre se había considerado falible, pero nunca completamente desechable. Ahora, un segmento inquietantemente grande del electorado siente una sospecha generalizada de casi cualquier institución duradera.

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        La Showtime March Band de la Universidad Howard practica en el campus la noche antes de escoltar a Kamala Harris, graduada de Howard, a la investidura.

        Fotografía de Jared Soares, National Geographic

        Antes de prestar juramento, Biden y su familia acompañaron a los líderes congresionales a una misa en la catedral de san Mateo Apóstol en Washington D.C.

        Fotografía de Tom Brenner, Reuters

        La banda del ejército estadounidense toca durante la ceremonia de investidura. La ceremonia, llena de tradiciones, se celebró con menos público para prevenir el contagio del coronavirus.

        Fotografía de Tasos Katopodis, Getty Images

        Los asistentes mantienen la distancia social mientras observan el proceso de investidura. Debido a la pandemia y las amenazas de seguridad, no se permitió la congregación de una multitud en la Explanada.

        Fotografía de Carolyn Kaster, Ap

        En su discurso, Biden sintió la necesidad de recordar a su público que «hay verdad y hay mentiras» y añadió que todos los ciudadanos tenían el deber de defender la primera y rechazar las segundas. Sobre todo, su discurso apeló a la unidad. «La política no tiene por qué ser un incendio voraz que destruye todo lo que encuentra a su paso», dijo Biden. «No toda disensión tiene por qué ser causa de guerra total». ¿Reavivará un vocabulario estadounidense perdido? ¿O se ha extinguido ya este lenguaje?

        Debido a la pandemia, ayer fue la primera investidura «virtual» en Estados Unidos. También se vio marcada por la desviación de la tradición, aunque sí estuvo en consonancia con los eventos de la campaña presidencial de Biden, que fueron más bien austeros debido a la COVID, mientras que los de Trump estaban abarrotados. Por primera vez, Estados Unidos tendrá un nuevo presidente cuyo mandato popular puede medirse solo en el total de votos, no mediante la métrica visual de las multitudes en salones de conferencias, la sede de campaña la noche de las elecciones y la explanada el día de la investidura. Esto, además de su edad —78 años, el presidente de más edad en la historia de Estados Unidos—, plantea preguntas sobre cómo presidirá un país tan físicamente herido como el que afrontó el presidente Grant a los 46 años.

        Los Biden caminan hacia el escenario por una alfombra azul y roja en la parte oeste del Capitolio, donde tiene lugar el traspaso de poder entre los gobiernos.

        Fotografía de Win McNamee, Getty Images

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          Kamala Harris jura el cargo de vicepresidenta ante la jueza del Tribunal Supremo Sonia Sotomayor mientras su marido Doug Emhoff sostiene la Biblia. Es la primera mujer negra y asiática que ejerce de vicepresidenta del país.

          Fotografía de Andrew Harnik, AP Photo

          Tradicionalmente, la investidura aporta un primer vistazo del tono y las prioridades de un nuevo gobierno. Era un heraldo útil de la época que estaba por venir, aunque en los últimos años la pompa del 20 de enero también puede considerarse una oda al exceso estadounidense, con donantes corporativos arrasando los bares de los hoteles de Washington como si fueran piratas trajeados. En 2005, estuve en la ciudad al principio del segundo mandato de George Bush y asistí, entre otras galas, al estruendoso baile organizado por tejanos ricos, donde el código de vestimenta era esmoquin y botas. No cabe duda de que la vertiginosa fanfarronería de aquella noche contrastó con el difícil comienzo de Bush cuatro años antes tras unas elecciones disputadas que se decidieron en el Tribunal Supremo.

          Cuatro años después, siendo residente de Capitol Hill, me levanté temprano la mañana del 20 de enero para ver a cientos de mis vecinos afroamericanos acudir a pie a la Explanada con un frío terrible para ser testigos de la investidura del primer presidente negro del país. Como sabría más adelante al investigar para un libro sobre el Congreso, esa misma tarde un grupo de unos 15 líderes republicanos celebraron una cena desganada en un asador de Washington. Muchos de ellos habían asistido a la investidura de Barack Obama y estaban manifiestamente sorprendidos por la inmensidad de la multitud, una evidencia visual —o eso parecía entonces— de que todo Estados Unidos se había aliado contra ellos. (Para el final de la noche, el ánimo mejoró cuando elaboraron un plan para que Obama fuera un presidente de un solo mandato.)

          Una bandera ondea sobre la plaza Black Lives Matter, al norte de la Casa Blanca, mientras el Marine One vuela en la distancia con Donald y Melania Trump a bordo.

          Fotografía de David Guttenfelder, National Geographic

          En la Casa Blanca, Trump habla ante los medios como presidente por última vez antes de que su familia y él pusieran rumbo a Mar-a-Lago. Esta propiedad de Florida es ahora su residencia principal.

          Fotografía de Alex Brandon, Ap

          Trump desembarca en el aeropuerto de West Palm Beach para comenzar su vida como ciudadano particular.

          Fotografía de Carlos Barria, Reuters

          Pero mi recuerdo más nítido del 20 de enero del 2009 es de esa misma noche, después de la gala a la que asistí en la Avenida Pensilvania. Los invitados eran en su mayoría jóvenes que habían trabajado o sido voluntarios en la campaña de Obama, pero entre ellos estaba Walter Dellinger, el ex procurador general durante el gobierno de Clinton. A medida que la fiesta llegaba a su fin, vi a Dellinger, trajeado y de pelo cano, despedirse, montarse en una bicicleta (durante años su vehículo preferido en Washington) y alejarse pedaleando en la noche. Algunos de los jóvenes asistentes a la gala observaron al funcionario de Clinton con asombro, como si en su mente llevara un mapa de la ciudad que a ellos les parecía inconcebible.

          Ahora, esa misma ciudad aguarda a un presidente que, tras haber sido senador durante 36 años, se ha enorgullecido de no vivir aquí y de volver todas las noches en tren a su casa de Wilmington, Delaware, para estar con su familia. Durante años, los presidentes han interactuado con Washington de formas reveladoras. Para ser un político de carrera, la conexión de Biden con la capital está poco definida. George W. Bush era famoso por quedarse siempre en la Casa Blanca y rara vez salir (salvo por carriles bici aislados). Es más, un popular restaurante de Austin llamado Jeffrey's, cuyos dueños eran amigos de Bush, abrió un restaurante en Washington con la esperanza de aprovechar la presencia del presidente tejano, pero fracasó. Los Obama se esforzaron por frecuentar establecimientos y eventos deportivos locales, mientras que Trump prefería soltar peroratas en la residencia de la Casa Blanca o en su gran hotel en la misma calle. ¿Utilizará Biden la ciudad de Washington como escenario, como complemento o como otra cosa? En esta investidura no aparecieron las pistas habituales.

          Mientras Biden habla tras jurar el cargo, los asistentes separados lo escuchan en las escaleras del Capitolio. Por la tarde hubo discursos, oraciones, actuaciones y un recital de poesía.

          Fotografía de Brendan Mcdermid, Reuters

          Con todo, ayer se hizo historia cuando el nuevo presidente prestó juramento frente a un símbolo sagrado de la democracia que solo dos semanas antes había sido asediado por los seguidores de su predecesor. El Capitolio seguía en pie. La insurrección para privar a Joe Biden de su presidencia conseguida democráticamente había fracasado. Con mascarillas y bajo los soleados cielos invernales, unos pocos cientos de invitados selectos se inclinaron para rezar por el nuevo gobierno. Si una Explanada vacía era el precio de preservar la República, Washington daría las gracias y pospondría las celebraciones que están por venir.

          Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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