El terremoto de Oaxaca sacudió edificios a cientos de kilómetros: ¿por qué?

El seísmo de magnitud 7,4 es un recordatorio de la geología extrema que hace que esta región sea propensa a los temblores intensos y de gran alcance.

Por Maya Wei-Haas
Publicado 24 jun 2020, 11:58 CEST
Ciudad de México

Un trabajador de búsqueda y rescate en Ciudad de México observa un edificio dañado en un seísmo de 2017 cuando otro temblor sacudió la región el 23 de junio de 2020.

Fotografía de Manuel Velasquez, Getty Images

La mañana del 23 de junio, a las 10:29 en hora local, un fuerte terremoto sacudió comunidades de todo México. El seísmo de magnitud 7,4 se extendió desde el sur de la localidad costera de Crucecita, en el estado meridional de Oaxaca, y atravesó la tierra, causando una sacudida que hizo temblar edificios a cientos de kilómetros. Se estima que medio millón de personas sintieron la convulsión del suelo bajo sus pies, según informa el Servicio Geológico de Estados Unidos. Para la noche se habían notificado al menos cuatro muertes y aún se está evaluando el alcance total de los daños.

México no es ajeno a los terremotos intensos, ya que en el último siglo el país ha sufrido varios fenómenos de gran magnitud. Sin embargo, Oaxaca es particularmente propensa a los seísmos: un cuarto de los terremotos del país han afectado a ese estado, según un informe del Servicio Sismológico Nacional de México.

El recuerdo del gran terremoto de 2017 sigue reciente. El temblor de magnitud 8,2 se produjo al sudeste del terremoto de ayer y derribó edificios, mató a cientos de personas y provocó un torrente de réplicas. En 1787, un temblor aún mayor —de magnitud 8,6— sacudió esas mismas orillas, creando un tsunami gigantesco que inundó cientos de kilómetros de litoral. Y los indicios de un terremoto intenso previo, en 1537, también perduran en la tierra.

«Las cicatrices geológicas de estos fenómenos que ocurrieron en 1787 y 1537 demuestran que esta zona es propensa a grandes terremotos y tsunamis», explica la paleosismóloga María-Teresa Ramírez-Herrera, de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Los numerosos temblores de gran magnitud se deben en parte a la geología compleja de la zona, un conjunto curioso de fuerzas tectónicas que hace de Oaxaca un lugar propenso a la actividad sísmica intensa.

Una Tierra agitada

La superficie terrestre consta de una serie de placas tectónicas que se mueven constantemente. México se sitúa sobre la placa norteamericana. Cerca de su región meridional, la placa norteamericana colisiona con la placa de Cocos, que forma una zona de subducción. Esto ocurre porque la placa de Cocos se mueve constantemente hacia el nordeste entre 50 y 70 milímetros al año. Aunque puede que ese avance no parezca muy rápido, es un galope en términos tectónicos y facilita la fricción rocosa que causa seísmos.

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    Los pacientes y el personal médico frente a un hospital en Ciudad de México tras el terremoto. El miedo al nuevo coronavirus aún persiste en la región, lo que añade complejidad a la respuesta ante ese fenómeno devastador.

    Fotografía de Carlos Jasso, Reuters

    «Es muy rápido, por eso hay seísmos tan regulares», afirma Jamie Gurney, geólogo independiente y fundador del UK Earthquake Bulletin.

    La situación cerca de Oaxaca es mucho más compleja. En algunas zonas de subducción, la placa que se hunde puede arrastrar sedimentos consigo. Estos sedimentos lubrican la región fronteriza, lo que hace que una placa se deslice contra la otra y limita la acumulación de estreses que causan los terremotos.

    Sin embargo, Oaxaca se sitúa cerca de la denominada zona de fractura de Tehuantepec, donde la corteza dispar forma una cresta que se introduce en los sedimentos del fondo marino. Conforme la placa de Cocos se hunde bajo la norteamericana, también lo hace esta cresta. Esto podría hacer que una placa se pegue contra la otra, lo que aumentaría la fricción y la posibilidad de seísmos, señala Ramírez-Herrera, que hace poco publicó un estudio que sugiere que dicho mecanismo entra en acción en la costa de Guerrero, México. Otros investigadores han propuesto mecanismos similares en la Isla Norte de Nueva Zelanda, indica Gurney.

    Ramírez-Herrera apunta que aún quedan muchas incógnitas sobre esta posible fuente de los sismos de la región. Pero sus colegas y ella han identificado montes submarinos que se subducen en la costa de Oaxaca, una pista que apunta a que la teoría es plausible.

    El estado de Oaxaca también se encuentra justo al noroeste de donde las placas norteamericana y de Cocos colisionan con otra losa cortical: la placa del Caribe. Los mapas tectónicos de esta región revelan un recordatorio visible de toda esta complejidad: un pliegue en la falla conforme se arquea alrededor de los confines meridionales del país. Con la implicación de tantas fuerzas, Oaxaca se encuentra en la posición idónea para albergar una plétora de temblores intensos.

    Un suelo gelatinoso

    El terremoto del 23 de junio se sintió por toda la zona. En las redes sociales, muchos vídeos mostraban el balanceo de los edificios de Ciudad de México, que se encuentra a unos 480 kilómetros al noroeste. El alcance excepcional de los temblores se debe a lo que hay bajo la bulliciosa metrópolis: sedimentos.

    Ciudad de México se sitúa sobre los restos de un lago antiguo que se llenó de sedimentos arrastrados desde el terreno circundante. Estos suelos fértiles fueron un rasgo atractivo para los primeros aztecas, que construyeron su capital, Tenochtitlan, en la ubicación actual de Ciudad de México. Sin embargo, los sedimentos son problemáticos a la hora de lidiar con un planeta tembloroso.

    Cuando las ondas sísmicas impactan en roca sólida, esta tiembla con una sacudida. Pero cuando estas ondas radiantes entran en la cuenca bajo la ciudad, pueden quedarse atrapadas y rebotar por los sedimentos. Es más, este material suelto ralentiza y amplifica las ondas, lo que intensifica los temblores que se sienten en la superficie, según explica Wendy Bohon, geóloga sísmica en las Instituciones Incorporadas para la Investigación Sismológica (IRIS, por sus siglas en inglés). Eso quiere decir que los habitantes de Ciudad de México pueden sentir casi todos los temblores de la región, aunque el epicentro se encuentre a cientos de kilómetros.

    «Básicamente, Ciudad de México se asienta sobre un cuenco de gelatina», dice Bohon.

    Los numerosos vídeos de edificios temblando también ponen de manifiesto un rasgo intrigante —y potencialmente mortal— de los terremotos, según Bohon. Al igual que tocar las cuerdas de una guitarra las hace vibrar a frecuencias específicas, los edificios de alturas diferentes se balancean a intervalos —o resonancias— diferentes. Cuando la longitud de las ondas sísmicas coincide con la resonancia de un edificio, el terremoto balancea la estructura con más vigor, lo que causa más daños.

    Este efecto se notó durante un terremoto de magnitud 8,1 en 1985, que causó muchos daños por toda Ciudad de México pese a que su epicentro se encontraba a más de 320 kilómetros. Gracias a la resonancia particular de las ondas sísmicas, los peores daños se observaron en estructuras de entre ocho y 20 pisos.

    Terremotos 101

    La destrucción del fenómeno de ayer aún está evaluándose, pero los informes preliminares sugieren que, comparativamente, es mucho menor. Con todo, el peligro no ha pasado por completo. Un seísmo tan fuerte producirá una serie de réplicas; más de 140 ya han sacudido la región. «Da miedo, pero es normal», afirma Bohon por mensaje directo de Twitter. Conforme las réplicas continúan, se aconseja que los habitantes de las zonas afectadas se alejen de cosas que puedan caérseles encima, tanto dentro como fuera de casa, como las estanterías, las lámparas, los tendidos eléctricos y las fachadas en construcción.

    «La imprevisibilidad de los terremotos hace que sean alarmantes, pero puedes recuperar parte del control estando preparado y teniendo un plan en caso de terremoto», concluye Bohon.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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