¿Está el mundo volviéndose más violento?

El periodista Paul Salopek, que lleva siete años en una caminata épica por el mundo, reflexiona sobre nuestra propensión a la violencia.

Por Paul Salopek
Publicado 13 ene 2020, 14:40 CET
Paul Salopek
Paul Salopek atraviesa el remoto corredor de Wakhan en Afganistán en septiembre de 2017 en su viaje narrativo.
Fotografía de Matthieu Paley, Nat Geo Image Collection

Hace siete eneros, empecé a caminar por el planeta. Entonces, me pregunté cómo afectaría el conflicto humano a mi ruta. Resulta que no tenía que ir a ninguna parte para llegar a mi primera guerra. Había una que afectaba a la línea de salida de mi viaje en el árido valle del Rift de Etiopía.

Mi compañero de caminata local, Ahmed Elema Hessan, un balabat o líder tradicional del grupo pastoral afar, podía ver los frentes. Yo no.

«¡A la izquierda!», decía Elema mientras avanzábamos por un desierto aparentemente monótono. «¡No, más a la izquierda!».

Caminábamos hacia el norte en dirección al golfo de Adén, a más de 320 kilómetros, mientras bordeábamos fronteras invisibles (para mí) asaltadas por los pastores «enemigos»: los temidos issa. Los afar y los issa habían entablado una guerra por los recursos, los menguantes abrevaderos y pastizales. Se mataban a balazos. En un desafortunado campamento, me tumbé junto a una hoguera apagada para evitar que nos encontraran, con las botas puestas dentro de mi saco de dormir y listo para echar a correr mientras esperaba que los disparos interrumpieran los aullidos de las hienas. ¿Hace cuánto que viví aquellas noches?

El 11 de enero es el séptimo aniversario de los primeros pasos de mi caminata desde África. Desde entonces, he acumulado unos 16 000 kilómetros en un proyecto narrativo llamado Out of Eden Walk que pretende trazar los pasos de la humanidad desde el continente madre a nuestro fin de la tierra de la Edad de Piedra en la punta de Sudamérica. Acabo de completar una travesía de 18 meses por el norte de la India en dirección hacia China. Últimamente, he oído los rumores de nuevas guerras en Oriente Medio. Y esto me ha hecho pensar —como suele hacer uno cuando camina— sobre la propensión inquebrantable de nuestra especie a la violencia.

«¿No te preocupa que alguien te corte la cabeza?».

«¿No te han robado?».

«¿Y las minas antipersona?».

A veces, los estudiantes de clases de todo el mundo me hacen estas preguntas cuando hago videoconferencias con ellos. El miedo al mundo exterior suele ser más evidente en norteamericanos y en otros residentes del Norte global. Y eso es normal. Ahí es donde se concentran gran parte de los bienes materiales del planeta, al menos hoy en día. Vivir bien en un mundo desigual significa sentirse atormentado hasta cierto punto por la pérdida anticipada. El miedo viene dentro del sobre de la factura de la luz.

Dicho esto, es cierto: a lo largo de mi camino sí me he topado con agresividad humana, a una escala tanto intensamente personal como malignamente generalizada.

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    Cerca de la ruta de Salopek, los soldados turcos forman una barrera humana a lo largo de la frontera entre Turquía y Siria en 2014.
    Fotografía de Paul Salopek

    En Etiopía, los asediados afar e issa estaban asesinándose en un duelo antiguo que no importaba a casi nadie en el planeta. Pero también me disparó el ejército israelí en una disputa por antonomasia entre aldeanos palestinos y colonos israelíes en la infame zona conflictiva de Cisjordania. Las milicias kurdas tendieron una emboscada a mi pequeño grupo de caminantes en el este de Turquía al confundirnos con infiltrados del Estado Islámico de la cercana Siria. (Tuve que caminar en torno a Siria.) Y una ofensiva talibán casi puso fin mi paso por el nevado Hindú Kush en Afganistán.

    Puede parecer un itinerario lúgubre en esta era violenta: no parecen puntos de referencia en una caminata que pretende conectar a la humanidad, sino una zambullida en el Flegetonte, el río de sangre ardiente en el que hierven asesinos, señores de la guerra y tiranos en el Infierno de Dante.

    Pero no es cierto.

    Como escribió Steven Pinker en su polémico libro Los ángeles que llevamos dentro: El declive de la violencia y sus implicaciones, es posible que estemos disfrutando, al menos estadísticamente, de los tiempos más seguros que ha vivido nuestra especie desde que evolucionamos hace 300 000 años. Pinker indica que las muertes violentas, desde el homicidio individual a los ataques masivos con armas químicas, llevan generaciones descendiendo gracias a factores como la invención de la agricultura o la filosofía humanista que inspira los movimientos por los derechos de las minorías. Dicho optimismo ha sido desafiado por los escépticos, que apuntan que los derramamientos de sangre entre estados como la Segunda Guerra Mundial han sido remplazados por guerras subsidiarias más pequeñas, largas, complejas y sangrientas. Y cualquiera que crea que los llamamientos a la violencia son un vicio anticuado de los antepasados solo tiene que ver la sed de sangre exhibida en los actos políticos modernos.

    Con todo, de forma anecdótica, a partir de mi experiencia recorriendo los continentes a pie durante 2555 días y noches, puedo documentar una realidad poco dramática: en un recorrido plurianual que, al terminar, habrá abarcado más de 30 países y un total de casi 38 000 kilómetros, los entornos de violencia han sido rarísimos. Es probable que haya recorrido sin incidentes más del 95 por ciento de mi ruta GPS, incluso los meses que pasé zigzagueando los paisajes de Oriente Medio asediados por la guerra. En las aldeas del Cáucaso se escuchaba el rumor de los tractores. En Asia Central, las carreteras secundarias ondulaban a lo largo de miles de kilómetros en tardes de letargo. En el norte de Pakistán, el mayor peligro, al menos para mí, fue la velocidad: el tráfico motorizado homicida.

    A los estudiantes les cuento que, normalmente, las personas a las que conocí durante el camino, que ahora llegan a decenas de miles —de pastores de camellos sorprendidos a policías secretos holgazanes—, son tan humanas como ellos.

    Tengo pocas ilusiones sobre la profundidad de los cimientos de la crueldad humana.

    «Una mujer, embarazada con un feto de entre seis y nueve meses fue asesinada de un golpe en la cabeza y el esqueleto fetal quedó preservado en su abdomen. La posición de las manos y los pies sugieren que podrían haberla atado antes de matarla».

    Este detalle traumático no es de un informe de derechos humanos sobre la guerra en Afganistán, Ucrania o Yemen. Describe un yacimiento arqueológico de 10 000 años en Kenia que reveló evidencias de una brutalidad extraordinaria entre los antiguos cazadores-recolectores, los pioneros cuyos pasos por el mundo estoy siguiendo. Se hallaron 27 cadáveres sin enterrar de mujeres, hombres y niños repartidos por el escenario de esa masacre prehistórica.

    Lo importante es evitar acostumbrarse.

    He comprobado que caminar es de gran ayuda.

    Caminar enseña paciencia. Funciona como antídoto contra el miedo. Erosiona las críticas sobre la violencia de otros Homo sapiens. En su capacidad para mantener la esperanza, te devuelve a cuando eras un bebé.

    La guerra más increíble con la que me he topado en mi ruta estaba en el interior de un hombre de barba tupida llamado Mohammed Sirajuddin Ahmed, un agricultor de 69 años de Assam, en el nordeste de la India.

    Sirajuddin vivía en una localidad pequeña llamada Nellie, que fue el escenario de una conocida matanza comunitaria de musulmanes por parte de hindúes en 1983. Unos 2000 agricultores y sus familias fueron perseguidos y masacrados en los campos circundantes. (Un testigo recuerda que las víctimas intentaban protegerse de las flechas y las balas usando las sartenes, o kadhais, como escudos.) Sirajuddin evitó la muerte, pero cuatro de sus cinco hijos no lo consiguieron. Su mujer, Rejia Begum, sufrió una herida de lanza en la espalda, pero sobrevivió, aunque perdió a su bebé.

    «¿Por qué seguís viniendo aquí para hablar de ello?», me reprendió suavemente Sirajuddin, identificando una de las verdades descorazonadoras de ser testigo. «Ya no lo recordamos mucho, salvo cuando aparecen los medios. Después escribís sobre ello y ¿que ocurre? Nada».

    Con todo, me acompañó de nuevo a los arrozales para mostrarme dónde habían yacido en pilas sus muertos. La peor parte de la guerra, vecino contra vecino. Sirajuddin parecía filosófico, ablandado y no endurecido por la pena. Estaba totalmente desprovisto de amargura.

    En Nellie, todos conocían la identidad de los asesinos. Los sospechosos nunca habían sido juzgados ni encarcelados. Uno de los acusados, un hombre amigable al que entrevisté, me trajo limonada fría mientras salía de la localidad. Por un momento, me planteé no bebérmela. Pero lo hice, por Sirajuddin.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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