Hace ocho años, empecé a recorrer el planeta y me topé con una era de cambio

Tras más de 17 000 kilómetros de caminata, solo puedo transmitir lo que he visto: ve con cuidado por el mundo, comparte lo poco que tienes con desconocidos y otea el horizonte en busca de lluvia.

Por Paul Salopek
Publicado 16 feb 2021, 11:35 CET
Valle del Rift, en Etiopía

La ruta de Paul Salopek pasó por el valle del Rift, en Etiopía, cerca del comienzo de su recorrido transcontinental.

Fotografía de Paul Salopek
Out of Eden Walkdel escritor y socio de National Geographic Paul Salopek, es una odisea narrativa de una década por todo el mundo. Sigue los pasos de la primera migración humana desde África hasta la punta de Sudamérica. Este es su último mensaje desde Birmania.

Voy a caminar más de 38 000 kilómetros por el mundo. Últimamente, este hecho me ha hecho pensar en animales que emergen del hielo.

Es probable que hayas oído hablar de ellos. En el último año, el derretimiento del permafrost ártico ha sacado a la luz un cachorro de lobo de 18 000 años cerca de Yakutsk, en el lejano norte de Rusia. Un rinoceronte lanudo de la Edad del Hielo apareció en el suelo saturado de la misma región. Un enorme oso cavernario, ya extinto, salió a la superficie en una isla en el mar de Siberia Oriental. Parece que los espíritus de un pasado lejano quieren advertirnos de algo. Y no es solo sobre la grave crisis climática actual. A mí me parece que es aún más existencial. Es sobre adaptarse, como una especie vanagloriosa, a los cambios catastróficos.

Hace ocho años, me alejé de un yacimiento con huesos humanos llamado Herto Bouri, en el valle del Rift de Etiopía, uno de los osarios más antiguos de África donde se cree que evolucionó la humanidad. Tras recorrer aproximadamente 17 000 kilómetros por Oriente Medio, Asia Central y Asia Meridional, he hecho una pausa en mi viaje narrativo, llamado Out of Eden Walk, en Birmania para esperar a que pase la pandemia de COVID-19. He pasado la mayor parte del último año en una localidad remota llamada Putao, en el límite meridional del Himalaya. Me he sentado en una habitación mohosa para escribir un libro. (El norte de Birmania recibe cuatro metros de lluvia al año.) He plantado arroz con mis vecinos de las etnias lisu y rawang. Y cuando las lánguidas conexiones a internet me lo han permitido, he leído impaciente acerca de un planeta convulsionado por crisis históricas. Un coronavirus mortal. Economías tambaleantes. Incendios forestales, inundaciones y huracanes apocalípticos, tanto naturales como políticos.

Todo esto me ha empujado a echar la vista atrás, a unos 2800 días de recuerdos por el camino, a las personas que he conocido y que parecían sobrevivir bien —incluso dominar— vidas de profunda incertidumbre. Esta parece una cualidad humana valiosa que cultivar estos días.

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    Mientras los pastores llevan a sus camellos de vuelta a sus aldeas, vemos que solo queda un charco en un tramo seco del río Awash, en Etiopía.

    Fotografía de John Stanmeyer, Nat Geo Image Collection

    Cuando recorría el valle del Rift de Etiopía, por ejemplo, vi cómo mis compañeros pastores de Afar medían en pasos los páramos de espinas amarillas. Sin apenas levantar los pasos, las suelas de sus sandalias de plástico baratas siempre parecían despegarse del suelo apenas un micrómetro: unos andares arrastrados y que requieren poca energía creados para horizontes eternos. Incluso durante conversaciones profundas, o mientras cuidábamos de nuestros camellos de carga, mis amigos Ahmed Elema, Mohamed Adahis y Kader Yarri movían los ojos constantemente, oteando los cielos en busca del más mínimo jirón de una nube. Las temporadas lluviosas extremadamente frágiles que conoce el pueblo afar —Konayto, Datrob, Debaba, Deda’e, Segum, Karma, Gilal y Hagaya— eran cada vez más inconstantes. Las nubes significaban agua. El agua significaba hierba. Hay que estar listos para cambiar.

    A casi 3200 kilómetros, al otro lado del salobre mar Rojo, conocí a unos refugiados sirios que acampaban en tiendas donadas junto al valle del río Jordán. El brutal ejército de Assad había vaciado su ciudad natal, Hama. Sobrevivían recolectando —y comiendo— tomates.

    «No hay carne», se disculpó nuestro anfitrión, que no quiso que lo identificara. «Aquí el pollo es solo un sueño».

    Los sirios compartieron lo que tenían: tomates estofados, tomates crudos, tomates encurtidos y el rincón de una lona arenosa en la que dormir. Algunos lloraron al narrar sus historias. Todos se rieron cuando un hombre describió que una vez había comido hierba del hambre que tenía. Mi compañero de viaje, un beduino robusto llamado Hamoudi Enwaje’ al Bedul, le dio nuestra comida a los habitantes de la tienda. Nos marchamos, aturdidos y en silencio durante kilómetros por la generosidad de los sirios. Rara vez me he sentido más rico en la vida que aquellas noches.

    Un niño es lanzado al aire por otros refugiados sirios en Jordania, que huyeron de la sangrienta guerra civil y ahora se dedican al laborioso trabajo de recolectar tomates.

    Fotografía de John Stanmeyer, Nat Geo Image Collection

    Los refugiados y los pastores exploran cambios catastróficos con sus pies. El movimiento es la estrategia de supervivencia más antigua de la humanidad. Las personas de la Edad de Piedra a las que sigo en la ruta transcontinental de mi proyecto —estoy siguiendo los pasos de los primeros Homo sapiens que salieron de África y llegaron hasta Sudamérica— huyeron de hambrunas, enfermedades, competición y agotamiento de recursos recorriendo los paisajes a pie.

    Pero ¿qué hay del resto de nosotros hoy en día? ¿Y la mayoría que se queda quieta, que es sedentaria?

    ¿Cómo capearemos nuestra propia era de tumultos históricos —una pandemia brutal, climas rotos, economías erosionadas y revueltas antidemocráticas— cuando cargamos con el dulce peso de un lugar al que llamamos nuestro hogar: las caras conocidas, las rutinas de toda la vida, la comodidad de nuestras pertenencias?

    Esta cuestión me hace retroceder hasta un paseo que di en el invierno del 2012, en las aceras abarrotadas de Greenwich Village, Nueva York, antes de poner en marcha mi travesía plurianual. El escritor Tony Hiss estaba enseñándome sus calles. «Cada cosa que miro parece tener una historia dentro de ella», había escrito Hiss sobre los beneficios de vivir una experiencia lenta de «viaje profundo», un concepto que explicaba en su libro In Motion.

     

    ¿Cuáles son las grandes cuestiones —le pregunté— que abordar en mi recorrido lunático por el vertiginoso siglo XXI?

    «La pérdida anticipada», me dijo Hiss.

    Se refería a la sensación de ansiedad de aquellos que actualmente controlan el poder —tierra, riqueza, empleos y otras medidas de posición social que derivan de jerarquías asentadas, de quedarse en un mismo lugar— cuando su poder decae de forma inexorable. Este miedo parece una buena descripción de las últimas noticias que leo sobre el caos de Washington D.C.

    ¿Y la solución?

    Ocho años después de haber dejado las llaves de mi casa y haberme atado las botas en Herto Bouri, solo puedo transmitir lo que he visto.

    Ve con cuidado por el mundo, comparte lo poco que tienes con desconocidos y otea el horizonte en busca de lluvia. Y después, quizá, si prestamos atención y si no es demasiado tarde —y, por supuesto, si tenemos suerte—, nuestros descendientes nos verán con más compasión que desprecio cuando llegue nuestro turno de surgir del hielo fundido.

    Este artículo se publicó originalmente en la página web de la National Geographic Society, dedicado al proyecto Out of Eden Walk. Ha sido traducido del inglés. Puedes explorar la página web aquí.

    Paul Salopek ha sido galardonado con dos premios Pulitzer por su trabajo periodístico siendo corresponsal en el extranjero para el Chicago Tribune. Puedes seguirlo en Twitter @paulsalopek.

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