La catástrofe de Bahía de Cochinos y sus persistentes cicatrices

Un grupo de exilidados cubanos intentó derrocar el régimen de Fidel Castro en abril de 1961, el fracaso fue estrepitoso, seis décadas después las heridas siguen visibles.

Anticipándose a una invasión respaldada por Estados Unidos, unidades de milicianos cubanos asisten a un mitin en La Habana en enero de 1961. La invasión no se produciría hasta el 17 de abril.

Fotografía de Alan Oxley, Getty Images
Por Bill Newcott

Era de noche, pero encerrados en una furgoneta sin ventanas, dando tumbos por carreteras secundarias a través de los Everglades durante tres horas, los 10 hombres se sofocaban en el húmedo calor del sur de Florida (Estados Unidos).

La furgoneta se detuvo. La puerta se abrió y apareció un muelle pesquero. Subieron a una lancha y se adentraron en el mar, con la brisa como alivio y la luz de un cuarto de luna iluminando tenuemente su destino: una isla baja y cubierta de maleza. Allí les esperaban tres hombres con rifles que les escoltaron hasta una cabaña detrás de los restos de un complejo turístico abandonado.

Se trataba de Useppa Island, en la costa oeste de Florida, cerca de Fort Myers. La fecha era el 2 de junio de 1960. Y para estos 10 exiliados cubanos, fue el comienzo de un intento audaz, desesperado y finalmente condenado al fracaso de reclamar su patria al régimen totalitario dirigido por Fidel Castro.

Durante los 10 meses siguientes, estos hombres estarían entre los líderes del asalto militar que se conoció como la Invasión de Bahía de Cochinos. El 17 de abril de 1961, una fuerza de casi 1500 hombres (con la ayuda secreta de la CIA y la Marina de Estados Unidos) irrumpió en el sur de Cuba en una operación encubierta con repercusiones que aún resuenan más de 60 años después.

El muelle donde desembarcaron los 10 exiliados todavía se extiende como un dedo gris en las brillantes aguas azules de Pine Island Sound.

"Aquí había una posada, pero fue abandonada durante la II Guerra Mundial", explica Rona Stage, conservadora de un pequeño museo que repasa la larga historia de Useppa, que se remonta a unos 10 000 años; "un rico empresario cubano arrendó toda la isla en nombre de la CIA".

El presidente John F. Kennedy autorizó la invasión de Cuba, pero insistió en ocultar la participación estadounidense. La decisión de desembarcar al amparo de la oscuridad en la remota Bahía de Cochinos formaba parte del engaño, pero la treta estaba condenada al fracaso.

Fotografía de Flip Schulke, Getty Images

Estados Unidos y la llegada de Castro al poder en Cuba

Estados Unidos se había mantenido al margen mientras Fidel Castro derrocaba al Gobierno del hombre fuerte cubano Fulgencio Batista en 1959, con la esperanza de que las promesas de Castro de establecer la democracia fueran auténticas. Sin embargo, pronto Castro se declaró comunista y se alineó con la Unión Soviética, némesis de Estados Unidos en la Guerra Fría. Preocupado por la posibilidad de que los soviéticos se establecieran una plaza fuerte en América, en marzo de 1960 el Presidente Dwight D. Eisenhower aprobó un plan secreto para reclutar exiliados cubanos que invadieran la isla y derrocaran el régimen de Castro.

Establecidos en los antiguos bungalows de la isla de Useppa (actualmente casas de vacaciones multimillonarias), a esos 10 primeros hombres pronto se les unieron unos 60 más. La mayoría de ellos se prepararían aquí para servir como oficiales en la fuerza de invasión de 1500 hombres, que serían instruidos en técnicas de guerra en una rústica base militar en las montañas de Guatemala. Los exiliados se autodenominaron Brigada 2506, por el número de identificación del primer miembro que murió, durante un accidente de entrenamiento.

José Basulto se entrenó en Useppa como operador de radio encubierto.

"Trabajé con la CIA, no para la CIA", aclara Basulto, que, como la mayoría de los veteranos de Bahía de Cochinos, vive en Miami. Después del entrenamiento, volvió a entrar en Cuba con el pretexto de estudiar en una universidad, pero utilizando dos radios suministradas por la CIA, estableció una red de resistencia. Si le hubieran pillado, le habrían fusilado en el acto.

"Sí, era peligroso", me dice; "pero sentíamos que podíamos aprovechar un sentimiento creciente de libertad en Cuba".

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    Exiliados cubanos apoyados por Estados Unidos se entrenaron para un asalto anfibio y una guerra de guerrillas en bases operadas por la CIA en el sur de Florida y Guatemala.

    Fotografía de Lynn Pelham, The LIFE Images Collection via Getty Images

    Una operación meditada, heredada y cambiada

    A medida que se desvanecen los recuerdos a lo largo de 60 años, muchos piensan en la invasión de Bahía de Cochinos como un plan a medias perpetrado por una banda de exiliados infelices. Pero eso nunca fue cierto. Aunque Eisenhower, por razones políticas, determinó que sólo participarían en la invasión ciudadanos cubanos, el antiguo Comandante Supremo de la Segunda Guerra Mundial imaginó un asalto total, tipo Día D, en una amplia playa del sur, cerca de la gran ciudad de Trinidad, en el centro de Cuba, con transporte anfibio de personal y material, tanques, artillería en alta mar y un apoyo aéreo contundente.

    Pero entonces John F. Kennedy ganó la presidencia en noviembre de 1960. No fue hasta el 29 de noviembre (tres semanas después de ser elegido) cuando JFK fue informado del evento de alto secreto que su Gobierno estaba planeando.

    JFK estuvo de acuerdo en que la invasión siguiera adelante, pero desde el principio se reservó el derecho a cancelarla. Inexorablemente, la administración Kennedy fue reduciendo el plan: el grandioso asalto a Trinidad fue rechazado, en gran parte porque el Departamento de Estado de JFK consideró que habría demasiados testigos en tierra de la participación estadounidense. En su lugar, la invasión se trasladó a una bahía profunda y estrecha conocida como Bahía de los Cochinos. Para ocultar aún más la participación de Estados Unidos, la invasión debía tener lugar antes del amanecer, a pesar de que nadie podía recordar la última vez que una gran invasión tuvo éxito en la oscuridad.

    Más importante aún, el nuevo emplazamiento eliminaba el Plan B de la CIA: si Castro rechazaba de algún modo la invasión cerca de Trinidad, los exiliados podrían haber escapado a las montañas circundantes y pasar a la clandestinidad. Bahía de Cochinos, en cambio, estaba rodeada de pantanos impenetrables.

    Aún así, mientras navegaban desde Centroamérica a Cuba en una mezcla de barcos militares estadounidenses y mercantes alquilados (llevando suficiente munición y suministros para una operación de 30 días) la fuerza cubana en el exilio tenía una gran ventaja sentada en una pista de aterrizaje en la cercana Nicaragua: 16 bombarderos B-26 que podían dominar el cielo y machacar a las fuerzas de Castro.

    El veterano Julio Mestre ofrece a un visitante una visita guiada por el Museo de Bahía de Cochinos en la Pequeña Habana de Miami. En las paredes se alinean fotos de unos 700 veteranos de Bahía de Cochinos fallecidos. "Cada mes tenemos seis o siete funerales", dice Eduardo Zayaz-Baza, secretario de la asociación de veteranos: "Cuando nos hayamos ido, queremos que el mundo sepa lo que realmente ocurrió en Bahía de Cochinos".

    Fotografía de Joe Raedle, Getty Images

    "No engañaron a nadie"

    El presidente de la Asociación de Veteranos de la Brigada 2506, Johnny López, paracaidista, me enseña el museo y la biblioteca de Bahía de Cochinos, en la Pequeña Habana de Miami. Nos detenemos ante una exposición que rinde homenaje a los pilotos de la batalla.

    "Originalmente, teníamos 17 B-26, pero tenían otros planes para uno de ellos", dice.

    El 15 de abril, dos días antes de la invasión, 16 de los aviones de los exiliados sobrevolaron Cuba bombardeando los campos de aviación castrista. Pero el 17º avión despegó para volar directamente al aeropuerto internacional de Miami. "El piloto se apeó", dice López; "y anunció que era un piloto desertor de la Fuerza Aérea cubana que formaba parte de una rebelión para derrocar a Castro".

    La CIA pensó que la treta convencería a todo el mundo de que los bombardeos y la invasión que se avecinaba procedían, en efecto, completamente de dentro de Cuba. Pero aunque Castro sí tenía una pequeña fuerza de B-26, los suyos eran de un diseño sorprendentemente diferente. "No fue una buena farsa", dice López con una risita divertida y triste a la vez. "No se engañó a nadie".

    Todo lo contrario: Castro sabía ahora que algo grande se avecinaba. Y la amenaza no provenía de sus propios hombres.

    En la mañana del 17 de abril, las cosas se torcieron desde el principio. Al entrar en la bahía, un barco de tropas encalló en un banco de arena tras recibir fuego de las tropas cubanas que respondieron rápidamente. Un batallón entero nadó para salvar la vida, abandonando sus armas pesadas y municiones. Un inesperado arrecife de coral (mal identificado en las fotos aéreas como algas) ralentizó el desembarco de las tropas.

    Pero el batallón no conocía el mayor peligro de todos. En el último minuto, cediendo a la presión política, Kennedy había cancelado el segundo y tercer ataque aéreo destinados a acabar con la fuerza aérea de Castro. Esa decisión condenó toda la operación.

    Eduardo Zayas-Bazán era un buzo que había desembarcado antes de la invasión. Cuando las tropas de la brigada se lanzaron a la arena, recuerda, un B-26 sobrevoló la zona.

    "Supusimos que era uno de los nuestros", dice. "Incluso bajó el ala. Pero entonces abrió fuego contra nosotros". Y luego vino otro B-26. Y luego un jet T-33, y un Sea Fury-todos ellos aviones de Castro. "No podíamos creerlo. Nos habían dicho que la fuerza aérea de Castro había sido destruida".

    En instantes, una explosión estalló en el mar. Los aviones estaban destruyendo el Río Escondido, un barco mercante que transportaba combustible y suministros. Desesperados por evitar un destino similar, los restantes barcos de suministros se dirigieron mar adentro.

    La cola de un bombardero B-26 se exhibe en el Museo de la Revolución de Cuba. En lugar de admitir oficialmente la participación estadounidense en la invasión de Bahía de Cochinos, Estados Unidos se negó a reclamar el cuerpo del piloto del avión, el capitán de la Fuerza Aérea Thomas Ray, durante 18 años.

    Fotografía de Luca Zanetti, Laif, Redux

    Ahora la fuerza de invasión, que incluía cinco tanques ligeros, sólo disponía de la munición que podía transportar. Durante dos días, con sus recursos cada vez más escasos, la brigada, ampliamente superada en número, resistió heroicamente a los soldados, la artillería y los tanques de Castro, siempre con un ojo puesto en el mar, esperando desesperadamente vislumbrar barcos estadounidenses en el horizonte.

    Zayas-Bazán suspira sentado en el despacho iluminado por el sol de su casa de Miami, donde hoy escribe libros de texto de español para universitarios.

    "Te contaré el momento en que supe que habíamos perdido", dice en voz baja; "fue la segunda noche. Estaba sentado en la playa con otro buzo. Se volvió hacia mí y me dijo: 'Eddie, los americanos nos han abandonado. Vamos a morir aquí".

    La invasión de Bahía de Cochinos no terminó con una explosión, sino con una ráfaga de disparos finales cuando los exiliados se quedaron sin munición. La brigada perdió 118 hombres. Habían matado a más de 2000 de los defensores de Castro, sus compatriotas.

    La visita de Castro tras la invasión 

    Desmoralizados y derrotados, los supervivientes de la brigada fueron reunidos y trasladados en camiones a dos viejas y tristemente célebres prisiones. Sabiendo que los brigadistas se sentían traicionados por Estados Unidos, Castro no tardó en hacer una extraordinaria visita a la cárcel para una extraña sesión poco protocolaria.

    "Fue surrealista", recuerda Zayas-Bazán. "Entró en nuestra cocina y dijo: '¡Hola, chicos! ¿Cómo os tratan? ¿Alguna queja?"

    Sin embargo, si Castro pensaba que iba a ganarse a esta multitud, se equivocaba. En el Museo de Bahía de Cochinos, López señala una foto borrosa de esa reunión. Un exiliado cubano negro llamado Tomás Cruz Cruz está de pie entre sus camaradas y hablando.

    Castro le había mirado y preguntado en español: "Oye, negro, ¿por qué estás aquí?" A diferencia de Estados Unidos, alardeó, "en Cuba, eres libre de ir a la playa".

    Pero el prisionero no estaba de acuerdo. "Comandante", dijo; "no he venido aquí para ir a la playa. Vine a derrotar al comunismo".

    Nadie sabe por qué, pero Cruz se salió con la suya, y sobrevivió. Otro joven, un cubano de origen asiático llamado Jorge Kim, tuvo menos suerte. Una foto en la misma pared le muestra en una intensa conversación con Castro. Nadie sabe de qué hablaron, pero al día siguiente Kim fue ejecutado.

    De todas las historias de valor que se desarrollaron en aquellas prisiones cubanas, quizá ninguna sea más notable que la de 10 hombres, elegidos por sus compañeros de cautiverio, que fueron enviados a Estados Unidos para negociar un rescate. Allí estaban, seguros y cómodos en un lujoso hotel de Washington, D.C., sólo para regresar voluntariamente a la miseria de su prisión cubana, no una, sino dos veces.

    "Esos hombres", dice López, señalando su foto; "tenían pelotas".

    El presidente Kennedy muestra la bandera de la brigada de desembarco en Cuba en un acto celebrado en 1963 en honor de los veteranos, muchos de los cuales acababan de salir de la cárcel en Cuba. Kennedy reconoció sus graves errores en la gestión de la invasión y pidió disculpas personalmente a los supervivientes.

    Fotografía de Photograph via Corbis, Getty Images

    Muchos culpan a JFK

    En los oscuros días posteriores a la catástrofe, Basulto, el operador de radio, saltó la valla para ponerse a salvo en la base estadounidense de Guantánamo. Herido en el asalto, Eduardo Zayas-Bazán fue uno de los 60 prisioneros a los que se concedió la libertad anticipada el 14 de abril de 1962, casi un año después de la invasión. Y finalmente, el día antes de Navidad de 1962, la mayoría de los exiliados fueron embarcados en aviones con destino a Miami, a cambio de un rescate de 53 millones de dólares en comida para bebés y medicinas.

    Por su parte, JFK aceptó la culpa del fiasco. En enero de 1963, ante una multitud de 40 000 personas en el Orange Bowl de Miami, el presidente saludó a los repatriados. Al aceptar una réplica de la bandera de batalla de la brigada, declaró: "Puedo asegurarles que esta bandera será devuelta a la brigada en una Habana libre". Hoy no cuelga en La Habana, sino en el Museo de Bahía de Cochinos.

    Basulto, como muchos de sus compañeros ex prisioneros, no fue al Orange Bowl. A día de hoy, él y muchos más cubanos siguen culpando a JFK del fracaso de la misión. 11 meses después del mitin del Orange Bowl, Kennedy había muerto. El sueño de una Cuba libre murió un poco más lentamente, y los rescoldos del mismo todavía brillan en los corazones de los veteranos de la brigada.

    "Sólo queríamos una cosa: crear una Cuba libre", me dice López mientras caminamos hacia la salida del museo; "Creo que los jóvenes de hoy tienen que estar orgullosos de lo que estos chicos hicieron en 1961: chicos de 15 a casi 60 años. Amábamos a nuestro país".

    Este artículo se publicó originalmente en inglés el 16 de abril de 2021 en nationalgeographic.com, ha sido traducido y actualizado el 7 de noviembre de 2023.

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